El agente de guardia se excusó.
– No le habría llamado, señor, pero el grupo de servicio ha recibido aviso de un homicidio común en San Blas. Y el grupo de usted es el que figura a continuación en la lista.
– Está bien. ¿Dónde ha sido?
– En la estación de Metro de Antón Martín. Una joven muerta en un tren. Un caso con detalles extraños, según el inspector de la zona.
– ¿Arévalo? -Bernal recordaba de otros casos a aquel inspector estirado y de ideas reaccionarias.
– Exacto, señor. Quiso ponerse al habla inmediatamente con la Dirección General de Seguridad.
– Eso es señal de que, en efecto, los detalles extraños no escasean -dijo Bernal con ironía-. ¿Le importaría llamar de mi parte a Navarro y a Miranda y decirles que se encuentren conmigo en Antón Martín?
– Señor, no hubo más remedio que conducir el tren al final de la línea, a Portazgo, para no interrumpir los últimos servicios. El Metro está cerrado ya, pero el inspector Arévalo y el jefe de seguridad se reunirán con usted en la estación de Portazgo.
– ¿Quiere pedir que me manden un coche?
– Ya está en camino, señor. Pensé… -el agente de guardia vaciló-, estaba seguro de que se pondría usted a trabajar inmediatamente.
– Muy amable -dijo Bernal en tono ambiguo-. Hasta luego; ahora voy a vestirme.
El inspector Miranda había llegado antes que Bernal, puesto que vivía en Vallecas, y le estaba tomando declaración a María Rosa Pérez, que tenía muchas y evidentes ganas de irse a su casa.
Bernal la interrogó con brevedad y luego dijo a su chófer que llevase a la señora a casa.
– Sería conveniente que viniera el doctor Peláez -dijo a Arévalo-. Es un caso muy extraño. El cadáver de la chica está frío, según habrá notado usted ya, pero el rigor mortis no se ha apoderado aún de él. Y, sin embargo, le manó sangre de la boca. ¿Será sangre de verdad? Tiene un color muy subido.
– No estoy seguro, comisario -dijo el inspector Arévalo-. Está fría al tacto y huele un poco a esmalte de uñas.
– Si es sangre auténtica, ¿por qué no se ha coagulado, o secado? -preguntó Bernal-. Peláez y Varga tendrán que hacer algunas pruebas. ¿Llevaba bolso la muchacha?
– Yo no he visto ninguno y la señora Pérez tampoco.
Bernal echó un vistazo a la declaración de los testigos. Los tres jóvenes conducidos hasta el final de la línea no habían añadido nada de interés y sabían menos incluso que la mujer.
– La señora Pérez es una mujer respetable, está casada con el dueño de un bar y es hija de una actriz de cine de los años treinta -dijo el inspector de zona-. Buena testigo, diría yo.
– ¿Estaba ya la muerta en el asiento cuando subió ella en Bilbao?
Bernal advirtió que el asiento tenía un anticuado rótulo al lado, indicando que estaba reservado para «inválidos y mutilados».
– Sí, y estaba apoyada en la ventanilla. La señora Pérez, claro, pensó al principio que estaba dormida.
El vagón era de una antiquísima serie, seguramente de antes de la guerra, pensó Bernal, y tenía el acostumbrado cartel pegado en la ventanilla trasera, avisando que se había «desinsectado» el mes anterior.
– ¿No ha llegado aún el jefe de seguridad del Metro? -preguntó a Arévalo.
– Hay problemas para localizarlo. Parece que salió con su mujer a cenar fuera.
Peláez, el patólogo de la policía, llegó echando el bofe, con los ojos chispeando de interés tras las gafas de cristal grueso, y no tardó en proceder al análisis.
– Ajá, lleva muerta algunas horas, pero aún sin rigor . Es chocante esta sangre. Ah, una bolsa de plástico en la boca -la sacó con las pinzas-. Así fue cómo se hizo. Cuando se cayó del asiento, la bolsa se abrió y comenzó a salir la sangre. Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Para asustar a la gente? Como si no hubiera bastante con un «fiambre» que le cae a uno encima.
La vida normal de Peláez estaba llena de «fiambres».
– Pero ¿de qué murió? -preguntó Bernal.
– Ah, es demasiado pronto para decirlo. No hay señales visibles -dijo Peláez, volviendo el cadáver y abriendo el vestido sucio y deslucido-. Estrangulada, creo que no. ¿Asfixiada? Tal vez. Tendremos que rajarla y echar un vistazo. ¿Vienes, Bernal?
– No, gracias -dijo Bernal con rapidez.
– Tendrás el informe por la mañana. Supongo que querrás huellas dactilares.
– Sí, en cuanto puedas, Peláez, ya que al parecer no lleva nada que la identifique.
Al día siguiente, Bernal y el inspector Francisco Navarro, el miembro más antiguo del grupo, estudiaban el informe de Peláez. La sangre que había brotado de la boca era auténtica en definitiva, sólo que mezclada con un disolvente, parecido a los usados con el esmalte de uñas, las pinturas plásticas y el líquido especial para tachar errores mecanográficos. Sin duda para evitar que la sangre se coagulase. Aquello explicaba su aspecto de fluidez. La chica, a la que se había calculado una edad entre los dieciocho y los veintidós años, tenía pelo castaño oscuro teñido de rubio, ojos de color castaño, cejas pintadas y mayores que las naturales depiladas, nariz chata, boca grande y dentadura en buen estado. Era delgada, no era virgen, estaba bien alimentada, pertenecería lo más seguro a la clase media baja y trabajaba de mecanógrafa, a juzgar por las pequeñas callosidades del borde exterior de los pulgares.
En el anular de la mano izquierda había una señal blanca, correspondiente a un anillo, aunque no de boda, habida cuenta de la forma de la señal. Estaba casi fuera de duda que la ropa vieja que llevaba no era suya; carecía ésta de marcas y etiquetas, pero Varga buscaría con la luz negra, en el laboratorio, las señales invisibles de la lavandería.
No estaba clara la causa de la muerte: posiblemente asfixia, pero ya en el Instituto de Toxicología se encargarían de buscar rastros de drogas o veneno en el contenido del estómago, los pulmones, el hígado, los riñones y el cerebro, así como en la sangre.
– No hay nada a que agarrarse -dijo Bernal malhumorado-. Si sus huellas dactilares no están en los archivos de la criminal, pueden pasar semanas antes de que los de Huellas localicen el pulgar y el índice en los archivos centrales del DNI. ¿Qué dices tú, Paco? -preguntó a Navarro.
El inspector Francisco Navarro, Paco para los amigos, era un meticuloso lector de la letra pequeña de los documentos y papeles; se le podía confiar una comprobación completa de todo lo relativo a informes y expedientes y poseía además una notable habilidad en los procedimientos rutinarios, aunque le disgustaba trabajar en la escena del crimen.
– Podríamos empezar interrogando a todas las taquilleras que tuvieron turno anoche. Alguna ha podido ver a alguien que entraba con un cuerpo a cuestas. A la chica tuvieron que matarla en alguna otra parte, horas antes, y luego la transportaron al tren. Podríamos recorrer primero las estaciones de la Línea 1. Lo más seguro es que el asesino no hiciera ningún transbordo.
– Buena observación, Paco. Y podríamos limitarla a las estaciones que hay entre Bilbao y Plaza de Castilla, ya que el tren iba en dirección Portazgo y la señora Pérez vio el cadáver en su sitio cuando subió en aquella estación.
– Sólo siete estaciones, jefe, de Iglesia a Plaza de Castilla.
– Pero las taquilleras que tenían turno de noche estarán ahora en su casa. Pediremos la dirección respectiva al servicio de seguridad del Metro y pondremos en acción a Lista, Miranda y Elena Fernández.
Carlos Miranda había estado en la sección especial de homicidios durante siete años y era un extraordinario seguidor de sospechosos; Lista era más joven, era alto y ancho de espaldas y tenía pinta de paleto, lo que hacía muy sorprendentes sus brillantes rachas de intuición; Elena Fernández había sido transferida al grupo de Bernal hacía sólo dos meses, pero ya había demostrado su dedicación y su capacidad para las iniciativas inteligentes en las situaciones difíciles.
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