Bernal abrió la puerta que daba a la calle y habló con el policía de paisano apostado fuera.
– ¿Ha llegado ya el inspector de la zona?
– Aún no, señor.
Aquella parte del edificio resulto que también estaba vacía. Bernal y Varga inspeccionaron la clínica con particular interés, pero vieron que contenía sólo moldes dentales y placas en diversas etapas de preparación.
– Lista, echa una ojeada a los ficheros y mira a ver si encuentras el nombre y la dirección de la recepcionista; luego iremos por ella. Está claro que el pájaro ha volado. Voy a llamar y dar orden de captura a todas las unidades. En DNI proporcionarán la foto más reciente del carnet de identidad de Cortés Díaz. Haré que Paco compruebe todos los próximos vuelos de Barajas y que ponga vigilancia en las estaciones de ferrocarril. Debe haber tenido algún tipo de vehículo. Lista, busca el número de matrícula y se lo comunicaremos a Paco. A Cortés tuvieron que alertarle las preguntas que hiciste ayer a la enfermera y ha debido suponer que hoy vendríamos por él.
Lista volvió triunfante tras una rápida búsqueda en los ficheros. Enseñó una tarjeta a Bernal.
– Está todo ordenadísimo. Aquí tenemos el nombre y la dirección de la enfermera, con sus papeles de la seguridad social: vive en la plaza de Castilla, y aquí consta su teléfono.
– Pues llámala a ver si quiere venir. No le digas de qué se trata.
Bernal volvió a repasar la topografía de la clínica dental, buscando el almacén o sótano que suponían debía de tener el asesino, pero no encontró nada. Comprobó que la clínica contaba con el más moderno equipo: sillón automatizado para el paciente, taladradora ultrarrápida y un aparato de rayos X en un rincón de la estancia. Volvió a registrar con Varga el laboratorio, pero no había ni puertas ocultas ni trampillas en el suelo. Sin embargo, la casa parecía lo bastante vieja para tener sótano.
Bernal llamó a Navarro por teléfono:
– Envíame a Ángel y a Carlos en cuanto aparezcan. Y también a Elena; tenemos aquí a una anciana a la que han dejado sola. Habrá que trasladarla a un lugar donde puedan atenderla.
Para satisfacer su curiosidad inmediata, Bernal miró en el fichero de pacientes, que estaba ordenado alfabéticamente en cajones metálicos. Suspiró con satisfacción. El caso comenzaba a aclararse.
Uno de los policías de paisano le llamó por la puerta de comunicación que daba al vestíbulo de la casa.
– ¿Podría usted venir, comisario? Acaba de llegar una sirvienta.
Una mujer bajita, cercana a los sesenta, se encontraba en el recibidor con visibles muestras de nerviosidad y la cesta de la compra llena de verdura.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Está bien la señora? -preguntó, alarmada.
– Sí, sí -la tranquilizó Bernal-. Podrá usted atenderla en un momento. Somos de la Dirección General de Seguridad. ¿Ha visto hoy al señor Cortés?
– Preparé el desayuno a don Roberto, como siempre, a las ocho y media. Y, como de costumbre, fui a comprar los croasanes cerca de la plaza cuando volví de la misa de siete. Como le digo, puse el café y el hojaldre para el señor en el comedor, pero no los tocó. Tuve que salir otra vez a hacer la compra para la comida. ¿Le ha ocurrido algo?
– Sólo queremos hacerle unas cuantas preguntas con urgencia. ¿Cómo se llama usted?
– Pilar Vila.
La criada llevaba esa indumentaria severa y manifestaba ese aire oprimido que son tan corrientes entre la servidumbre reclutada en los pueblos y ya en trance de desaparición.
– ¿Hace mucho que está usted con la familia? -preguntó Bernal con amabilidad.
– Hace más de cuarenta y seis años, desde que la señora era bastante joven. Éramos cinco en el servicio del antiguo señor: una cocinera, una criada para todo, una camarera, un mayordomo y yo. Yo era la doncella particular de la señora, pero ahora tengo que hacerlo yo todo personalmente -dijo con bastante pesadumbre-. Entonces tenía una posición cómoda, pero todo cambió después de la guerra.
– ¿Cuántos niños había? -preguntó Bernal.
– Catorce; tuvimos una niñera para cuidarlos mientras fueron pequeños, y luego tuvieron preceptores. Todos menos uno de los que han sobrevivido están casados y no vienen casi nunca por aquí; sólo en el cumpleaños de la señora y en Navidad.
– ¿Qué edad tiene la señora?
– Ya ha cumplido los ochenta y ha tenido ya tres derrames que la han dejado incapacitada del todo. Tengo que ir a ver cómo está.
– Lo hará usted, lo hará usted -la tranquilizó Bernal-. Sólo le haré un par de preguntas más. Las restantes las dejaremos para después. Dígame, a propósito de los hijos solteros: ¿es don Roberto uno de ellos?
– Sí, es ya el único soltero. La pobre Lidia murió en un trágico accidente en los últimos días de la guerra. Era una chiquilla encantadora, llenaba la casa con sus risas. Murió un mes antes de cumplir los trece.
– ¿Y cómo murió?
– En un accidente inexplicable en el Metro de Sol. Estaba en medio del gentío cuando llegó un tren lleno de soldados y se le clavó una bayoneta sujetada en mala posición. Se desangró hasta morir. Don Roberto estaba allí con ella: era sólo un niño entonces. Le afectó mucho, tanto que nunca fue el mismo a partir de entonces. El pobre padre murió de la conmoción un año después, tenía el corazón destrozado. Después de aquello, nada fue igual en esta casa. ¿Puedo ir ya a atender a doña Laura?
– Sí, sí, claro. Pero dígame: ¿tiene coche don Roberto?
– Sí, un coche francés grande, con puertas detrás.
– ¿Una rubia?
– Sí, eso. Se fue con ella esta mañana y no ha vuelto todavía.
– Y, aparte de la clínica dental, ¿hay algún otro almacén en la casa?
– Bueno, está el sótano, donde él se dedica a hacer esculturas. Es una afición que tiene, ya sabe. Pero nunca me deja bajar a limpiar aquello. Siempre lo tiene cerrado.
– ¿Dónde está la entrada?
– Hay una puerta simulada bajo las escaleras. Se la enseñaré, pero no sé dónde guarda las llaves.
Roberto Cortés Díaz estaba en la acera de la esquina de Montera con Sol, de cara al edificio de Gobernación. No hacía caso, al parecer, de la gente que le rodeaba ni de los ensordecedores altavoces de las furgonetas electorales que instaban a los ciudadanos a votar.
Se había dado cuenta enseguida de que el visitante de la tarde anterior que había enseñado a la enfermera la fotografía dental era un detective, probablemente del grupo de Bernal. Tras echarle un vistazo a la foto, él había dicho a la joven que dijera que ya se había ido. Sabía que ello le haría ganar tiempo. Iba a desayunar a las nueve de la mañana cuando le asustó ver que el mismo hombre llamaba a la puerta de la clínica. Sabía que Pilar había ido al mercado a hacer la compra. Vio que el hombre se acercaba a la puerta particular y que luego se fue cuesta abajo. Roberto aprovechó la oportunidad, sacó el coche del garaje y se fue cuesta arriba.
Es posible que Bernal comenzara a sospechar, pero ¿qué pruebas tenía contra él? Ninguna. Él le demostraría que era más listo incluso que un superpolicía. Roberto apretó contra sí el largo paquete que llevaba y comenzó a cruzar la Puerta del Sol.
El inspector Quintana, de la zona de Chamartín, y dos hombres de uniforme habían llegado ya a la casa de Concha Espina, y Bernal expuso al primero sus sospechas acerca del dentista, Roberto Cortés Díaz.
– Quintana, ¿quieres llamar al juez de guardia para decirle que estamos haciendo un registro domiciliario sin autorización, por razones de urgencia?
Mientras tanto, Lista había descubierto los papeles del coche de Cortés en el cajón de un escritorio e informaba sobre ellos a Navarro por teléfono, para que éste se pusiera en contacto con la Policía de Tráfico.
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