David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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– Se ha hecho con una imprentilla casera. Se pueden comprar en cualquier papelería, pero las letras suelen tener irregularidades propias, al igual que las máquinas de escribir, tanto que se puede identificar si se quiere. Por si acaso, voy a abrirlo con el nuevo «juguete», no sea que contenga algún sistema explosivo, aunque no me parece probable, ya que no hay alambres.

El ayudante condujo a Navarro a una sala especialmente construida, con paredes blindadas de un metro de espesor, en que había una ventanilla de observación de vidrio endurecido y palancas que movían brazos mecánicos dentro de la cámara.

– Ahora verás cómo se abren por control remoto. Los brazos hacen casi todo lo que tú o yo haríamos con las manos.

Tras unos minutos de maniobras, el paquete quedó abierto y se descubrió que no contenía más que una caja de zapatos y los miembros que faltaban de la primera víctima del asesino del Metro. Después de que Bernal fuese llamado al laboratorio y se hubiese enterado de que la mano izquierda recién recuperada carecía asimismo de pellejo en la punta de los dedos, dio instrucciones para que los restos se enviasen al doctor Peláez, y en la caja y el papel de envolver se comprobasen las huellas.

De vuelta en el despacho, discutió la situación con Navarro.

– ¿Por qué cambiaría de plan y en vez de dejar los restos descuartizados en el Metro me ha enviado los dos últimos pedazos a mí?

– ¿Un gesto de desafío, tal vez? -sugirió Paco-. ¿Una especie de reto?

– Sí, es posible. Tiene que haber visto las noticias de la televisión ayer por la noche, así como los vespertinos. Investiga en Correos el matasellos, a ver si pueden descubrir la estafeta y la hora de envío. Tal vez algún empleado pueda reconocer uno de los retratos robot.

NOVICIADO

A primera hora de aquella misma tarde, Varga y Bernal entraban en el piso del transexual con especial prudencia.

– No hay muchas cartas, jefe -dijo Varga-. Casi todas son de su hermana de Málaga, que al parecer le enviaba dinero de vez en cuando. Lo demás son recibos por pagos diversos.

– ¿Alguno de su dentista?

– No, jefe. Pero mire, hay una pequeña agenda en el cajón del tocador.

– Déjame ver las últimas anotaciones -dijo Bernal-. Hum. «Once de junio, 9 de la mañana, dentista». Lástima que no haya puesto el nombre. Tal vez haya sido de los últimos en ver vivo a Flores. ¿Habéis encontrado algún cuaderno de direcciones?

– No, jefe.

– Bueno, al final de esta agenda hay apuntadas unas cuantas direcciones -Bernal pasó con rapidez las páginas casi en blanco-. No hacía mucha vida social o, por lo menos, no se molestaba en tomar nota de sus compromisos. Algunas de las cosas anotadas parecen referirse a entrevistas con fines laborales, a juzgar por los nombres -dejó el cuaderno-. Tardaremos unos días en analizar el vestuario. Haré que Elena te ayude con los trabajos femeninos. Lo mejor será que lo embales todo y te lo lleves al laboratorio. Creo que aquí se ha hecho todo lo que podía hacerse por el momento.

SOL

A las 7.30 del mismo día, Bernal miraba por la ventana la calle Carretas, donde hileras de coches con el claxon sonando rítmicamente desfilaban por Sol en dirección a la plaza Benavente. Había jóvenes en el techo y el capot ondeando banderas nacionales rojas y amarillas.

– Creo que son falangistas -dijo Navarro- haciendo propaganda de última hora.

Bernal vio a varias señoras bien vestidas en la esquina de Sol, saludando a los coches que pasaban con el brazo extendido. «¡Viva Franco! ¡Arriba España!», gritaban. «¡Arriba!», respondían los jóvenes. «¡Rojos al paredón!».

– Espero que no se encuentren con los socialistas y comunistas en Atocha -dijo Navarro- porque, si no, los Antidisturbios van a tener una noche de aquí te espero.

– Será mejor irse a casa, Paco. Tengo que leer aún un montón de informes sobre lo del Metro. ¿Ha telefoneado alguien diciendo que algún dentista ha identificado la dentadura de la chica descuartizada?

– No, jefe, nadie.

– Me da mala espina este caso, Paco. El asesino es listo y prudente. Las personas que le rodean probablemente no notan nada extraño en él. Pero tiene que tener un taller o un sótano que no despierte sospechas y donde confeccionó los maniquíes y troceó a la primera víctima.

RETIRO

A las once de aquella noche, tras picotear en el estofado de garbanzos con chorizo -otra de las recetas rurales de Eugenia-, Bernal se había puesto a leer los anales de la Compañía Metropolitana, retrocediendo hasta 1940, de los que había apartado tres para ulteriores pesquisas. Había sido una lectura fascinante que le había devuelto al período de posguerra. En aquella época había habido menos líneas y mucho menor había sido asimismo la cantidad de usuarios. Por curiosidad, echó un vistazo a las Memorias anuales que le había dado el director de la compañía. Sí, en 1968 se habían registrado cuatrocientos cuarenta y ocho millones de usuarios, mientras que en 1940 sólo ciento ochenta y un millones. En esta última fecha no había más que veintiún kilómetros de vía, mientras que en la actualidad había más de cincuenta. El Metro había transportado incluso soldados al frente que defendía Madrid de los ataques de las tropas de Franco.

Tras otra media hora de lectura, la atención de Bernal quedó centrada en la reseña de un hecho ocurrido el dieciséis de marzo de 1939; una muchacha llamada Lidia Cortés Díaz, de doce años, había muerto ensartada en la bayoneta de un soldado, en el andén de Sol, durante la hora punta de la tarde. Bernal recordaba muy bien lo frecuente que era que las armas se llevasen descuidadamente durante la guerra civil. El hermano menor de la joven y acompañante de la misma, fuera de sí, había jurado vengar aquella muerte. Lo que dejó sin aliento a Bernal fue la borrosa foto policial que adjuntaba el informe: en ella se veía el cadáver de Lidia tendido en el andén, con el pelo rubio desparramado y la sangre manándole por la comisura de la boca. Aquello le recordó en el acto la postura en que se habían encontrado los maniquíes y las tres víctimas del asesino. La hermana muerta incluso se parecía un poco a las dos primeras víctima del Metro. ¿Era aquélla la imagen que el asesino había querido escenificar?

Bernal se preguntó dónde estaría en aquel momento el hermano de Lidia. Si era un poco menor que ella, entre los cinco y los ocho años, más o menos, ello significaría que tendría entre los cuarenta y tres y los cuarenta y seis: aproximadamente la edad atribuida al sospechoso localizado en la estación de Cuatro Caminos. ¿Podía nadie guardar tal rencor contra la Compañía Metropolitana, o la sociedad en general, durante casi cuarenta años, hasta el punto de sentirse espoleado a cometer crímenes tan horribles? Tendría que discutirlo con Peláez y, sin duda, con alguno de los psiquiatras más descollantes de la ciudad. Lo más urgente era, sin embargo, localizar al hermano de Lidia.

GENERAL MOLA

El quince de junio, día de las elecciones, Bernal fue a votar antes de dirigirse al despacho. En el colegio electoral vio al presidente de la mesa en un estado de desesperación porque unos militantes de la extrema derecha habían entrado al abrirse las puertas y se habían llevado todas las papeletas de todos los partidos, salvo las del propio, con el retraso consiguiente y resultante de tener que reponerlas en el cercano local de las escuelas Aguirre. Por suerte, Bernal había llevado consigo la que le habían enviado por correo a casa. Mientras esperaba, el guardia fue llamado desde la puerta a otra mesa electoral, donde un viejo, ofendido porque habían olvidado inscribirle en el censo, había levantado el bastón y había roto la urna de cristal en que otros votantes, más madrugadores, habían depositado la papeleta, invalidando, por tanto, los votos que contenía. Fue detenido y conducido a la comisaría. Por lo demás, todo pareció discurrir en calma, por lo menos en el barrio de Salamanca.

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