David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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BANCO

Sólo cuando el tren de la Línea 2, dirección Ventas, salió de la estación de Banco, en que se había bajado la mayor parte de los usuarios, advirtieron los dos chavales el gran paquete apoyado contra las puertas cerradas del otro extremo del vagón.

– Oye, macho, mira lo que se han dejado ahí -murmuró Miguelín a Joselito-. Y en aquella punta no están más que aquellas dos tías. Vamos a ver qué hay.

Tras mirar de soslayo a las dos señoras que se entretenían parloteando, se pusieron en pie lentamente y se acercaron a la puerta.

– Parece un jamón -murmuró Joselito-, tiene una funda de plástico debajo del papel. Y pesa mucho.

– Pues lo trincamos y se lo vendemos a mi tío, que tiene una tienda en Ventas -dijo Miguelín.

– ¿Y los monos de los andenes? Nos junarían enseguida.

– Eres un rajao -se burló Miguelín-. Yo voy a hacerlo.

– Vale, vale -dijo Joselito de mala gana-. Pero tendremos que llevarlo entre los dos. Yo solo no puedo.

VENTAS

Cuando el tren llegó a la terminal, los dos chicos bajaron jadeando con el bulto y se encaminaron a la salida.

– Eh, vosotros, ¿qué lleváis ahí? -preguntó el policía de gris con suspicacia.

– Es un jamón que tenemos que entregar, señor -dijo Miguelín con aplomo-. En la tienda de mi tío.

– Pues pesa mucho para los dos. ¿Por qué no se lo han enviado en una furgoneta?

– Es que lo quería aprisa y nos dijo que nos daría veinte duros si cogíamos y se lo llevábamos en el Metro.

– Seguro entonces que tiene más dinero que sentido. Bueno, largo de aquí, y que no se os caiga.

– No, hombre. Adiós, señor -dijeron a dúo. Tras lo que hicieron una exhibición de fuerza hasta llegar al pie de las escaleras, fuera ya de la vista del policía.

– Uf, hemos estado a punto de… -jadeó Miguelín-. Menos mal que no nos ha tomado el nombre.

– Eres un loco -se quejó Joselito-. Por poco nos meten en el talego .

BATÁN

En Plaza de España, terminal del suburbano, Amparo Espina estaba sentada en un extremo del vagón vacío y esperaba a que arrancara el tren. Llevaba un ramo de caléndulas y una caja de bombones, que quería regalar a su hermana, que vivía en Aluche. Sabía que estaba haciendo una de las obras corporales de misericordia, puesto que a su hermana acababan de hacerle una histerectomía, aunque temía a su cuñado y deseaba de todo corazón que éste estuviera fuera, vendiendo sus coches de segunda mano. ¡Cuánto se había esforzado la madre por evitar el desgraciado noviazgo y posterior matrimonio de su hermana con aquel hombre tan indeseable en todos los sentidos! El empeño había acabado con la pobre mamá, de aquello estaba Amparo convencida, porque nadie le había hecho caso, y menos que nadie la hermana, cuyo único objetivo había sido al parecer abandonar la casa paterna a toda costa y con el primer hombre que se le pusiera por delante. ¡Qué escándalo! No llevaba él fuera de la prisión de Carabanchel dos semanas cuando ya ella se había casado con aquel hombre. No era extraño, se decía Amparo con amargura, que la hermana se hubiera ido a vivir a Aluche, en la carretera que llevaba a la cárcel, para estar cerca la próxima vez que lo encerraran.

Cuando se cerraron las puertas y el tren arrancó, Amparo advirtió la caja que había en el asiento que tenía diagonalmente enfrente. Es extraño, pensó, porque ella no había visto entrar a nadie. Miró a lo largo del vagón. Bueno, sería de alguien que se lo habría dejado en el trayecto anterior.

Tras entrar en el túnel que discurría bajo el Manzanares, el tren subió la cuesta resoplando y salió al aire libre antes de llegar a la estación El Lago. Amparo miró los restos de las trincheras de la guerra civil entre los árboles de la Casa de Campo, aunque sin verlos. Estaba ensimismada pensando en el egoísmo de la hermana y en lo que había hecho a la abnegada madre de ambas. Ella se alegraba de no haber dado el imprudente paso del matrimonio. A los cincuenta y dos años, la casa familiar había pasado a su custodia para el resto de sus días, mientras no contrajese matrimonio, y que el cuñado vociferase y despotricase cuanto quisiese acerca de la parte del patrimonio que le tocaba a su mujer. La ley era la ley. Amparo había gastado diez mil pesetas en abogados para demostrarlo. Había valido la pena gastar hasta el último céntimo para llegar a aquella seguridad absoluta.

En El Lago subieron cuatro soldados con el uniforme sucio, miraron a Amparo e hicieron una mueca. Ella advirtió la reacción y se sintió satisfecha. A salvo, a salvo por fin de las miradas de deseo, tal era el don que la edad le concedía. A la derecha podía ver la noria y la montaña rusa del parque de atracciones. Amparo recordaba con horror una visita a aquel lugar. Mamá, viuda hacía un año, había ido allí con sus dos hijas, pensando que éstas necesitaban salir de la sombría casa familiar, llena de fotos enlutadas del padre, ahora en el cielo. La hermana había convencido a Amparo y habían subido al «gusano», donde el largo cabello de ésta se había enredado en el toldo mecánico, hecho de seda amarilla y con nervaduras que evocaban el dorso de una oruga. Sólo recordaba lo mucho que había gritado antes de que el mecanismo se detuviese y los empleados la soltasen.

El tren aceleró antes de alcanzar la larga curva que terminaba en la estación de Batán, punto de bajada para acceder al parque de atracciones. Cuando el tren dio un frenazo brusco, la caja del asiento de enfrente se cayó y la tapa salió despedida. Cuando la cabeza cortada y dotada de larga cabellera rubia rodó por el suelo del vagón hasta detenerse en sus pies, los gritos de Amparo retumbaron en la bóveda del tiempo y obligaron a los soldados a correr en su socorro.

ATOCHA

A las cuatro de aquella tarde, Bernal estaba otra vez en la sala de disección de Peláez, contemplando los casi completos restos de la que probablemente había sido la primera víctima del asesino del Metro.

– El tendero se llevó un susto de muerte, Peláez, cuando su sobrino le llevó el tórax, pensando que era un jamón.

– Me lo imagino -dijo Peláez-. Y al precio que están el jamón y los demás fiambres, pensarían sin duda que les iba a salir un negocio redondo. ¿Vas a hacerles algo?

– Sólo darles una buena regañina. No tienen más que diez años y sufrieron también una impresión tremenda. El tendero llamó a la policía en cuanto se dio cuenta de que se trataba de restos humanos.

– ¿Y la cabeza? -preguntó Peláez-. Se encontró en el suburbano, según creo.

– Sí, y la desdichada señorita a cuyos pies aterrizó está ahora en el psiquiátrico bajo los efectos de un fuerte sedante. Es extraño, pero no paraba de hablar de no sé qué gusano. Los médicos no supieron explicarlo. El teniente de la Guardia Civil que la atendió en Batán dijo que parecía haberse vuelto majareta del todo. El incidente, sin duda, le hizo recordar algún hecho de la infancia.

– Bueno -dijo Peláez, mirando con sentido crítico el trabajo que tenía en la mesa-, ya tenemos casi entero este cadáver. Sólo faltan la mano izquierda y el pie derecho. Estoy seguro de que todos los pedazos encajan. Se trata sólo de un cadáver y no hay piezas de ningún otro.

– Menos mal -dijo Bernal-. No ha llamado la prensa, ¿verdad?

– Aún no -respondió Peláez-, pero he dado instrucciones de que no se dé absolutamente ninguna información.

– Algo se huelen -dijo Bernal-, por los hallazgos del sábado, pero creo que desconocen lo de hoy.

– No les eches la culpa, Bernal, éste es un caso sonado. ¿Has visto el parte del hematólogo? Me ha enviado una copia.

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