Ya en el despacho, Bernal encargó a Navarro la localización del hermano menor de Lidia Cortés Díaz, cuyo nombre de pila no figuraba en el parte de la Compañía Metropolitana del dieciséis de marzo de 1939. Pero se mencionaba la dirección de la joven muerta y con aquella información y el hecho de que el DNI viniese funcionando desde abril de 1939 sin interrupción, junto con los viejos archivos que procedían de la Segunda República, se le podría encontrar en pocos días.
A las 9 de la mañana recibieron una llamada de Juan Lista.
– ¿Comisario? Creo que tengo algo. Por lo menos, me lo dice el instinto.
Bernal confiaba siempre en el «instinto» de Lista, ya que en otras ocasiones había dado buenos resultados.
– ¿De qué se trata, Lista?
– Bueno, jefe, yo estaba acercándome ya al final de mi lista de dentistas ayer por la tarde, en la avenida Concha Espina, encima mismo de la plaza Sagrados Corazones. La dirección resulta que es uno de los viejos caserones que hay por allí. Una enfermera joven me dijo que esperase mientras ella consultaba con el dentista la foto del molde dental. Pero volvió enseguida diciendo que él se había marchado tras haber atendido al último paciente del día. Me preguntó si podía volver hoy. Tuve la sensación de que no me equivocaba: o la mujer mentía o estaba asustada. Yo acabo de estar allí y la puerta del consultorio está cerrada con un letrero que dice «cerrado».
– Bueno, ¿y qué te hace pensar que pasa algo raro, aparte de la conducta de la enfermera ayer por la tarde? -preguntó Bernal-. Hoy es el día de las elecciones y a lo mejor se le olvidó decírtelo.
– No es eso, jefe. Se trata de las plantas que hay tras un mamparo de cristal junto a la entrada particular, al lado de la casa. Se parecen a las de las fotos que envió el Instituto Botánico.
– Voy ahora mismo con Varga. Dame la dirección exacta. Tendrás que esperarnos fuera de la casa -dijo Bernal-. ¿Cómo se llama el dentista, por cierto?
– Roberto Cortés Díaz.
– Puede ser nuestro hombre, Lista. Si aparece, reténlo con cualquier pretexto hasta que lleguemos. Si intenta escapar, utiliza la pistola reglamentaria.
Al final, Bernal se hizo acompañar del técnico Varga y de dos policías de paisano y fueron a toda velocidad por Alcalá y Castellana arriba con la sirena dando pitidos y la luz azul relampagueando. Cuando doblaron por el extremo inferior de Concha Espina, Bernal ordenó al conductor que apagase la sirena y la luz.
– No queremos que se nos note demasiado.
Encontraron a Lista esperándoles delante de la casa.
– Nadie ha entrado ni salido, jefe. Como puede ver, la puerta del consultorio da a la calle, mientras que la puerta particular da a un lado, donde hay un garaje a la altura del sótano. Localicé los especímenes de schizanthus por la mampara de cristal que hay junto a la puerta particular.
– ¿Y nadie respondió a tus llamadas?
– No, jefe, así que fui a la cabina telefónica de la avenida para llamarle. ¿Se puede saber por qué piensa que Cortés acaso sea el asesino?
– Aunque parezca increíble, encontré algo en los anales del Metro de 1939. Llamaremos otra vez y tocaremos el timbre del consultorio. Paco ha llamado al inspector de la zona para decirle que veníamos. No tardará en aparecer -aunque llamaron al timbre y a la puerta, nadie abrió ninguna de las dos puertas-. Varga, tendrás que abrir la de la casa. Yo cargo con las responsabilidades si se trata de un error. Vosotros dos -Bernal se dirigió a los de paisano-, apostaos uno en cada puerta por si alguien sale huyendo.
Varga abrió la puerta en un santiamén y con las armas por delante entraron en el recibidor de mamparas de cristal, decorado con macetas de schizanthus . Varga abrió la puerta interior y escuchó. Lo único que alcanzaba a oírse era un lejano tamborileo procedente de una habitación del fondo del pasillo y el tictac de un gran reloj de pared. Avanzaron por el pasillo, mirando en cada habitación que encontraban, hasta que llegaron ante la puerta cerrada tras la que se oía el tamborileo. Lista giró la manija y abrió muy despacio, con gran cuidado, mientras Bernal se situaba a un lado con la pistola preparada. Lista echó un vistazo por la rendija abierta, hizo una seña a Bernal y todos entraron de golpe.
Les sorprendió ver sólo la pequeña figura de una anciana sentada en una mecedora en que se balanceaba con suavidad, con las manos sarmentosas sujetas con firmeza a los brazos de madera labrada. Bernal hizo una seña a Lista y Varga para que buscasen en la cocina, al fondo de la casa, y él se acercó a la anciana, que volvió la cabeza inexpresiva hacia las cortinas parcialmente corridas de la ventana.
– Lamento molestarla así, señora. Busco al señor Cortés.
La mujer no dio la menor muestra de haberle visto u oído, y Bernal, por el lánguido aspecto de los músculos faciales y de la boca, dedujo que había sufrido alguna especie de derrame cerebral o de parálisis. Era muy vieja y llevaba una cofia de punto de un estilo que no se veía desde principios de siglo.
La habitación estaba llena de artículos del siglo diecinueve. En una mesita cubierta con un mantel afelpado amarillo, situada a su lado, había una serie de fotos familiares con marco de plata empañada, y delante un ramito de violetas en un jarrón. Bernal se preguntó cuál de las fotos correspondería a Lidia Cortés Díaz. Pero no se atrevió a acercarse demasiado.
Volvieron Lista y Varga e indicaron que la planta baja estaba deshabitada.
– No creo que ella se haya dado cuenta de que estamos aquí -murmuró Bernal-. Es extraño que no haya ninguna sirvienta que esté cuidándola. Busquemos ahora arriba.
La casa era antigua y tenía muchas habitaciones, casi todas con trazas de no utilizarse. En el primer piso se encontraron con una serie de puertas, pero dentro de los dormitorios y los cuartos de baño no encontraron a nadie y nada parecía alterado. Un largo pasillo, en que había una serie de retratos al óleo del siglo pasado, quizá de los antepasados de la familia, conducía desde aquel piso a otra ala de la casa. Cuando llegaron ante la imponente puerta del extremo, la encontraron cerrada.
– ¿Puedes abrirla, Varga, sin tener que romperla? -dijo Bernal al técnico en voz baja.
– Lo intentaré, jefe -murmuró Varga, sacando un manojo de llaves de aspecto raro.
Al cabo de unos momentos, consiguió abrir el pestillo y Bernal hizo una seña a los otros para que se cubrieran mientras él abría la puerta, al tiempo que sacaba la pistola. De la estancia a oscuras sólo surgía silencio. Tanteó en busca del conmutador de la luz y se vio de pronto deslumbrado por el brillo cegador de lo que parecían unos focos potentes. Fue empujando la puerta poco a poco y echó un vistazo. No había nadie.
– Adelante -dijo-. Está vacía.
Se quedaron estupefactos ante la escena. Al fondo de la habitación, los focos daban sobre una bandera nacional y dos retratos enmarcados en oro: uno era de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española, y el otro mostraba al general Franco con el uniforme de capitán general, con el fajín púrpura de la Laureada de San Fernando. La habitación, advirtieron, era en realidad un museo del fascismo español, con las paredes llenas de fotos y carteles enmarcados, bajo los que había vitrinas con armas de la época.
– ¡Uf! -exclamó Varga-. Esto es casi como el Museo del Ejército.
– Toda una colección -dijo Bernal secamente-. Nos permite entrever un poco las obsesiones del asesino.
No encontraron nada de interés en el resto de los pisos superiores y volvieron otra vez a la entrada de abajo. Una vez allí, Lista señaló una pequeña puerta que no habían advertido antes. Estaba cerrada, pero Varga abrió el pestillo en unos instantes. Se encontraron entonces en la sección laboral de la casa, en un recibidor del más moderno estilo y en que estaban la mesa de la enfermera y puertas con letreros: «Sala de espera», «Consulta» y «Clínica dental».
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