David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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– ¿Ha notado usted algo raro en su conducta últimamente?

– Bueno, sí. Desde hace dos meses anda bastante distraído -la mujer vaciló-. Por lo menos, desde que se fue la enfermera.

– ¿Y por qué se fue?

– Creo que por lo que pasó con la portuguesa rubia que vino a hacerse una extracción.

– ¿Cuándo fue eso?

– A mediados de abril. Vino una tarde con grandes dolores y el dentista la recibió. No era paciente habitual. El señor Cortés se condujo de una manera anormal; no podía apartar los ojos de ella. Oí que murmuraba algo con insistencia.

– ¿Un nombre tal vez? -preguntó Bernal.

– Sí, es posible. La chica sólo hablaba un castellano defectuoso, así que me costó enterarme de los detalles. Y, mientras tanto, él no dejaba de mirarla ni de murmurar. Parecía bastante preocupado.

– ¿Como si pensara que ella fuese otra persona?

– Exacto, comisario, usted lo ha dicho. Como si creyera conocerla de otro tiempo.

– ¿Podría usted enseñarnos su ficha?

– Sí, claro. Su apellido era Sousa. Permítame… -abrió el fichero por la S y fue pasando las cartulinas-. Qué extraño, ha desaparecido. Recuerdo haberla rellenado.

– Díganos qué ocurrió aquella tarde.

– Era viernes, creo. Sí, estoy segura, porque yo había quedado con mi novio a las ocho y media para ir a cenar fuera. El señor Cortés y la enfermera miraron a la señorita Sousa por rayos X y a él le oí decir que había que extraerle una muela. Se trataba de la segunda inferior izquierda, me parece, y él añadió que la muela del juicio estaba obstruida por la raíz de aquélla. Consideró que había que utilizar anestesia local, y me pidió que la asistiera durante diez minutos, mientras surtía efecto. La mujer estaba muy asustada y me esforcé por calmarla.

– ¿Qué pasó luego?

– Bueno, yo no estaba delante, pero oí que el señor Cortés tenía problemas con la extracción. Se rompió la corona y él dijo que habría que dar anestesia general a la paciente a fin de poder cortar la encía. Oí que la enfermera discutía con él, pero él administró una inyección de pentotal sódico a la paciente. Mientras esperaban a que surtiera efecto, salió la enfermera y me dijo que el señor Cortés se estaba comportando de una manera extraña. A su juicio, habría habido que enviar al hospital a la paciente.

– Pero ¿insistió él en extraer la raíz?

– Sí, y le costó bastante. Pude oírle maldecir. La portuguesa era la última paciente y yo tenía que irme. Entonces oí que la enfermera lanzaba un grito y salía corriendo muy pálida. «Ha dejado de respirar», dijo, «y no le encuentro el pulso». «¿Llamo a una ambulancia?», pregunté. Pero entonces apareció el señor Cortés y dijo: «Me parece que se ha recuperado, enfermera, pero llame al doctor Sánchez, el que vive al otro extremo de la calle, por si acaso. No hace falta llamar a ninguna ambulancia». La enfermera se puso el abrigo y salió a toda velocidad.

– ¿No volvió usted luego al consultorio? -preguntó Bernal.

– No, comisario, por lo menos no entonces. Luego, el señor Cortés salió y me dijo que podía irme, añadiendo que la paciente se estaba recuperando de la anestesia con total normalidad. Yo estaba sorprendida y le ofrecí quedarme por si le hacía falta ayuda. En otras ocasiones me había pedido que ayudara a los pacientes a pasear un poco por la sala hasta que se recuperaban del todo.

– O sea que usted se fue. ¿Sabe si acudió el médico?

– Se lo pregunté al dentista al día siguiente, pero dijo que, como no había aparecido y la señorita Sousa se había recuperado, al cabo de veinte minutos la había hecho pasar a la casa y le había servido un poco de café. Teniendo en cuenta lo ocurrido, no le había cobrado nada.

– ¿Vio usted a la enfermera al día siguiente? -preguntó Bernal.

– No, ni la he visto desde entonces. Le mandó lo que se le debía de salario y la paga de un mes en concepto de indemnización de despido. Dijo que era una miedosa.

– ¿No vino otra enfermera?

– Puso un anuncio, pero dice que ninguna de las solicitantes ha reunido los méritos necesarios hasta el momento.

– Es decir que, desde hace dos meses, trabaja solo.

– Sí, y lo hace todo él solo. En realidad, es bastante extraño.

– ¿Tendría usted la amabilidad de darnos el nombre y la dirección de la enfermera despedida, señorita, para ponernos en contacto con ella?

– Naturalmente -dijo la mujer-. Se lo anotaré -Bernal tendió la tarjeta a Lista, que se fue con ella-. ¿Podría decirme qué es todo esto, comisario? ¿Le ha ocurrido algo al señor Cortés?

– Le ha ocurrido algo a una de las pacientes, señorita, y hasta ahora no hemos podido localizar al señor Cortés. Ahora quisiera que me buscase usted unos nombres en los ficheros -le fue leyendo los nombres muy despacio-. Eusebio Flores García, María Luz Cabrera Salazar, Paloma Ledesma Pascual -una tras otra, fue la mujer extrayendo la cartulina respectiva-. Supongo que toma usted nota de cada visita.

– Sí, y el tratamiento prescrito. Luego envío la cuenta, si se trata de pacientes habituales, o bien pagan al contado.

– ¿Podría mirar cuándo fue la última consulta de estos tres pacientes?

– Los tres son recientes, en mayo y junio.

– ¿Cuando la enfermera ya se había despedido?

– Sí, exacto.

– ¿Y recuerda usted a dichos pacientes en aquellas fechas?

– Bueno, me acuerdo de la señorita Ledesma. Lleva viniendo desde hace años y es siempre muy simpática. Yo suelo charlar un rato con ella, pero en el curso de la última visita, que fue para una limpieza, el señor Cortés me mandó a comprar algodón a la farmacia de la plaza.

– ¿La vio usted irse?

– No, no la vi.

– ¿Qué me dice de la señorita Cabrera?

– Quería que le pusieran un puente de oro en un hueco que tenía en los premolares de la parte inferior izquierda. El señor Cortés la citó para someterse a una prueba en un laboratorio odontológico especializado. Ya le había tomado antes las medidas oportunas.

– ¿Recuerda dónde se encontraron?

– En la calle Ferraz, creo. Me sorprendió que fuera a una hora tan tardía, pero el señor Cortés dijo que el mecánico sólo podía atenderles a esa hora. Ella tenía que volver para ajustarle el puente.

– ¿Y Flores?

– Ah, ¿el travestí, dice usted? No creo que el dentista se diera cuenta, pero yo rellené la ficha con su carnet de identidad. Vino por un empaste.

– ¿Lo vio usted salir?

– Ahora que lo pienso, no. Fui a prepararme el café; vi que ya se me había acabado y tuve que salir a comprarlo. Pagó antes de la intervención porque no era cliente habitual.

– ¿Utiliza siempre el señor Cortés el pentotal para las anestesias generales y cocaína para las anestesias locales?

– El pentotal sí, pero hace años que no utiliza cocaína -Bernal pareció confuso-. Ahora lo que utiliza es un sucedáneo, hidrocloruro de procaína. Estoy segura porque soy yo quien hace los pedidos.

– ¿Y está segura de que nunca utiliza cocaína?

– Puede que tenga en el botiquín todavía. Pero es él quien guarda la llave.

– Le echaremos una ojeada inmediatamente. Dígame, señorita, ¿qué impresión le da este hombre cuando trabaja?

– La de un hombre bastante frío y reservado. En realidad, yo nunca he llegado a conocerle. Claro que tiene a la anciana y a la vieja criada que cuida de ella, así que supongo que tendrá sus propios problemas. Pero es un solitario. No me parece que tenga vida social. Se pasa mucho tiempo en el taller del sótano.

– ¿Ha estado usted allí alguna vez?

– No, nunca. No creo que haya estado nadie. Creo que allí se dedica a esculpir.

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