David Serafín - El Metro de Madrid

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Madrid, mayo de 1977. El país se prepara para las primeras elecciones generales después de cuarenta años de dictadura. Como las calles, las paredes del Metro están repletas de propaganda electoral. Nadie repara en un extraño hombre barbudo que sostiene a otro, excesivamente abrigado para la época, hasta que, con el tren ya en movimiento, este último se desploma.
A los pocos días ocurre un caso similar y todo parece indicar que un psicópata anda suelto. El comisario Bernal, el Maigret español, decide intervenir desplegando a su gente por toda la red del subterráneo, husmeando literalmente por las entrañas de la ciudad.

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Bernal y Varga se dirigieron a la calle Norte en el coche oficial, tras pedir al inspector del distrito de Universidad que se reuniera con ellos en aquella dirección. Bernal dio a Navarro instrucciones para sus detectives, a fin de que después de comer se concentrasen sólo en la identificación de la dentadura del cadáver descuartizado.

NOVICIADO

El inspector Gravina, de la comisaría de Universidad, esperaba a Bernal y a Varga en la puerta de la casa de la calle Norte, vía estrecha y paralela a San Bernardo, tras los archivos del Ministerio de Justicia.

– ¿Qué tal, Gravina? -le saludó Bernal con cordialidad-. Hace tiempo que no trabajamos juntos.

Gravina se ruborizó de placer y comentó que, en efecto, habían colaborado más de veinte años atrás en el caso de la chocolatería de San Bernardo.

– ¿Ya has hablado con el portero?

– Aún no, comisario. Pensaba dejárselo a usted, ya que está relacionado con los crímenes del Metro. Está en su portería. He dejado en el coche a los números del uniforme, por si hacen falta, pero no quise despertar la malsana curiosidad del vecindario.

– Bien hecho. Antes charlaremos un poco con el portero.

Entraron en la vieja casa, donde anchos peldaños de madera ascendían en un hueco de escalera sombrío.

– Buenos días. Somos de la Dirección General de Seguridad -dijo Bernal al portero cortésmente, enseñándole la chapa metálica con el águila imperial-. ¿Hay aquí un inquilino llamado Flores?

El portero se rascó la cabeza con desconcierto.

– Ah, ¿Carol, el travestí? Sí, vive en el ático. Está un poco alto, se lo advierto. Hace un par de días que no la veo. Seguramente se ha ido a ver a su hermana, que vive en Málaga.

– ¿Tiene usted alguna llave del piso?

– Pues no, señor, ninguna. El propietario tiene que tener una, pero vive en Pozuelo.

– ¿Tiene usted su número de teléfono? -preguntó Bernal.

– Sí, en esta lista.

– Muy bien, llámele y vea si está. Pásemelo luego. El portero marcó el número, pero nadie respondió.

– Parece que no está.

– Varga, ¿te has traído las herramientas, a ver si podemos entrar?

– Sí, jefe.

– Gravina, llama tú al juez de guardia, avísale y pregúntale si quiere estar presente.

Mientras Gravina llamaba al Juzgado de Guardia, Bernal siguió interrogando al portero.

– ¿Desde cuándo vive aquí la Carol?

– Desde hace más de un año. Es muy tranquilo. No organiza fiestas ruidosas ni nada por el estilo. ¿Le ha pasado algo?

– Aún no estamos seguros. ¿Vienen a verle muchos amigos?

– Un par, pero parecían travestís como él. En realidad es muy inofensivo, aunque algún que otro vecino se ha quejado.

– ¿Sabe dónde trabaja? -preguntó Bernal.

– Ha tenido muchos empleos sin que al parecer dure mucho en ninguno cuando los jefes descubren que no es una chica en realidad. Yo creo que tienen que ser lilas por pensar así al principio, porque la voz le delata, pero los jefes o encargados no parecen darse cuenta hasta que ven la cartilla de la seguridad social.

– ¿Dónde trabaja ahora?

– En una floristería de la Gran Vía, creo. Hace quince días por lo menos me dijo que iba a empezar allí. Antes había sido manicura en un salón de belleza.

– ¿Recibía mucho correo? -preguntó Bernal.

El portero señaló los buzones verdes de la pared del zaguán.

– Es el último buzón de allí. Nunca lo he visto muy lleno. Circulares, sobre todo.

Gravina volvió del teléfono.

– Dice el juez que puede usted actuar, comisario, pero que, naturalmente, quiere que se le comunique si se encuentra algún cadáver. Quiere un parte a su debido tiempo.

– Así se hará entonces. Varga va a saltar la cerradura.

Una vez que hubieron subido los seis pisos, Bernal y Gravilla esperaron mientras Varga inspeccionaba la cerradura, que se las arregló para abrir en un par de minutos con una ganzúa. Al abrir la puerta, que daba a un pequeño recibidor, oyeron unos débiles maullidos.

– Tiene que ser el gatito blanco de que hablaron sus amigos -dijo Bernal-. Ojo con que no salga corriendo hacia las escaleras.

Cuidando de no tocar nada, Varga encendió la luz del recibidor con unos alicates y abrió la puerta del fondo.

Se quedaron sorprendidos al ver una habitación radiante de luz solar, que entraba por unas grandes ventanas que daban al techo de las casas que bajaban apiñadas hasta la plaza de España. El olor empalagoso de las flores mustias les golpeó la nariz.

En una cama grande, cubierta con una colcha de seda rosa, había un pequeño gato de Angora que alzó un poco la cabeza al verles entrar.

– Se tiene que estar muriendo de hambre -dijo Bernal-. Varga, bájaselo al portero y que le dé un poco de leche. Llama luego a Prieto para que venga y busque huellas en todas partes, por si el asesino ha estado aquí.

Mientras esperaban, Bernal y Gravina contemplaron la habitación con asombro. Estaba totalmente decorada con colgaduras de color rosa y descollaba una estatua de la Virgen, de un metro de altura, ataviada con ropajes de adorno y coronada por un nimbo de oro. Llevaba un pequeño Jesús en los brazos. La imagen estaba flanqueada por dos enormes jarrones de Talavera, llenos ambos de mustios gladiolos blancos y rosados, dispuestos en forma de abanico.

– ¿Ha visto alguna vez cosa parecida, comisario? -murmuró Gravina casi con pavor.

– Parece una mezcla de burdel parisino y capilla de Nuestra Señora -comentó Bernal en voz más alta-. Creo que es una reproducción reducida de Nuestra Señora de la Victoria, que está en una iglesia de Málaga. Seguramente la tomó por patrona. Flores era de Carihuela.

Varga volvió en aquel momento e informó que Prieto y su ayudante estaban en camino.

Varga, abre esos dos armarios empotrados, a ver qué hay dentro -solicitó Bernal.

– ¡Están hasta los topes, jefe! -exclamó Varga-. Están llenos de ropa femenina y en un rincón también la hay de hombre. Y quince pares de zapatos de tacón alto.

Bernal se volvió al tocador de tres espejos, adornado con una colgadura fruncida de seda rosa.

– Utilizaba muchos cosméticos, ¿verdad? Prieto tardará bastante en comprobar las huellas de todos esos cacharros y potingues. Creo que será mejor que vuelva esta tarde, cuando Prieto haya acabado. Quiero ver sobre todo los papeles y cartas que encontréis.

SOL

A mediodía, cuando llegó el correo, Navarro observó un pequeño paquete envuelto en papel de estraza y dirigido con mayúsculas góticas curiosamente trazadas al «Comisario Bernal, Brigada Criminal, Gobernación, Puerta del Sol».

Cuando Bernal volvió de la calle Norte, Paco le llamó la atención a propósito del paquete.

– No trae remite y el matasellos está borroso, jefe.

– Paco, llévalo al laboratorio de Varga. Tócalo lo menos posible. Tengo la corazonada de que contiene algo muy desagradable.

El principal ayudante de Varga se puso a comprobar el paquete con diversas herramientas.

– No contiene nada metálico, inspector.

– ¿No serán explosivos?

– Lo miraré antes por rayos X y luego lo abriré por control remoto. Así te enseñaré el último juguete que nos han comprado.

Navarro lo siguió hasta un explorador televisual o scanner , bajo el que el ayudante colocó el paquete.

– Mira tú mismo.

Paco se vio de pronto mirando una imagen fantasmal y verdosa compuesta de huesos de un pie y una mano humanos.

– Es lo que falta del cadáver descuartizado -dijo consternado-. El asesino se está pasando. Puedes abrirlo ya, pero no borres ninguna huella que pueda haber en el envoltorio. ¿Qué te parece la dirección?

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