Juan Sasturain - Manual De Perdedores

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No me ha gustado este libro tan mentado. Sasturain es un personaje, y a veces se lo ve actuando en fotonovelas para revistas literarias coloridas. Le entré con mucha expectativa, pero pronto me cansé. Tal vez el esfuerzo de mantener el libro abierto (la encuadernación de Sudamericana no tiene parangón), o lo simplón de la trama. Tal vez la hilaridad que despierta leer las proezas físicas de un jubilado municipal, o ese esfuerzo por hacer de la historia algo cotidiano. Si bien hay algunos hallazgos en la escritura, no llegué a leer la segunda historia. Ya me pudrí cuando la misma se insinúa al final de la primera. De todas maneras, pueden hacer la prueba. Tengo dudas sobre el abandono de las lecturas, pues a veces me ha pasado que retomé un libro varios años después del abandono, y me pregunté por qué había dejado una obra que ahora me gustaba. El libro está en las mesas de saldo de los supermercados a $6 (sí, seis pesos).
Sólo para mi vanagloria: comenzado el 1º de noviembre y abandonado al día siguiente.

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– ¿Vas a salir?

– Desagotame la oficina, Colorado.

El inspector hizo un brevísimo gesto hacia atrás y los que habían entrado retrocedieron para ocupar el pasillo tras la puerta que cerraron cuidadosamente.

– Que salga él también -retrucó Macías apuntándole a Tony.

– Andá pidiendo pan y sorpresata para picar, gallego.

Tony vaciló pero en seguida se dirigió a la puerta.

– Déjenlo ir -dijo el Colorado sin darse vuelta.

Quedaron en el tercer o cuarto mano a mano de las últimas dos semanas. Pero éste era definitivo.

– Vengo a agradecerte. Así como la otra vez te mandaste un montón de cagadas y nos arruinaste la investigación, ahora hiciste todo solo, y bien. Hay tipos que se van a ganar un ascenso gracias a vos: la policía de Moreno ya se está repartiendo los méritos y los dividendos de la caída del Gran Bolita.

– ¿De quién era la quinta?

– Alquilada. Un testaferro de Sanjurjo. Ningún punto de contacto con los Huergo, ni Berardi como vos querías. Gracias, otra vez.

– Bueno, está bien -se cansó Etchenaik-. ¿Y qué son esos «agradecedores» que te trajiste?

– Me trajeron, Julio. La negociación se complicó.

159. Jodete

Etchenaik miró el teléfono, como si de allí pudiera venir un gesto, un sonido que borrara las últimas, las tan temidas palabras de Macías.

– Se complicó… ¿Qué carajo se complicó? ¿No anduvo lo de la mujer de Berardi acaso?

– Sí. Yo mismo le tomé declaración. Me habló de amenazas telefónicas, de que Berardi le había dicho que andaba preocupado y temía un secuestro porque no cedía a una extorsión política: si no pagaba, le reventaban la empresa. Ayer mismo, me dijo, recibió una llamada de un comando reivindicando el asesinato. El mismo que llamó a los diarios.

– Lo conozco -cortó Etchenaik.

– La hiciste bien -dijo Macías sonriendo por primera vez, mirando el papelito-. Aunque lo de Triple V: Vanguardia Voluntarista para la Victoria suena a cargada…

– Lo que no es cargada es que no llamó -se obstinó el veterano.

– Te explico. Hoy temprano una mujer llama a la Jefatura para avisar que el Dr. Mariano Huergo estaba en Aeroparque y se piantaba a Montevideo.

– ¿Era la hermana, la mujer de Berardi?

– No. Una voz desconocida, y no se identificó. Fuimos y lo trajimos de la pestaña. Está adentro y no lo saca nadie. Ya no tiene quién.

El veterano sentía que todo era una larga franela, prolija serie de módicos triunfos que lo implicaban pero que sólo eran el prólogo para compensar lo que se venía.

– Terminala, que los muchachos están locos por entrar -y señaló la puerta ensombrecida, amenazante.

– Pará… -Macías daba el último rodeo, ya llegaba-. Cuando vuelvo de Aeroparque, dos monos que no conozco, de los que andan en la joda grossa y dependen directamente de arriba me esperaban en la oficina. «Hay un problema, Macías» me dicen. Si no aparecen los papeles que la mina llevaba encima, no hay arreglo». Dicen que cuando volvieron al bar a buscarlos, no estaban…

Etchenaik supo que no quedaba nada por hacer.

– Vas a tener que colaborar -dijo Macías mirando para cualquier parte.

– No.

El Colorado buscó argumentos por el piso.

– Yo no manejé todo esto. Te avisé. Hice las gestiones, toqué donde correspondía y me dijeron que sí, que la largaban.

– Pero no llamó.

Tendría que haber dicho «no la largaron» pero no podía, no debía aceptar eso. Todo era cuestión de que el teléfono sonara o no. Así de fácil.

– Se puede arreglar -simplificaba Macías. Lo miró-. Colaborá: dame los papeles.

– No.

– Etche…

Era curioso. Ahí, contra las cuerdas, apretado y sin salida, no tenía miedo. Un reflejo absurdo, inaceptable, lo hizo pensar en Hammett y su obstinada negativa ante la Comisión. Sintió que nunca había dejado de hacer literatura.

– No. No puedo -se oyó decir.

– Jodete, entonces -se resignó el Colorado.

Etchenaik caminó hacia la ventana abierta al calor. A sus espaldas se abrió la puerta.

– Despacio, por favor -creyó oír a Macías.

Cuando Tony regresó, cuando lo dejaron pasar después de una hora y ya el Falcon se había ido silencioso como una víbora, ya Macías había huido sin mirarlo ni escuchar sus putadas, aguantándolas con la espalda ancha, impermeable a la ironía o a las maldiciones; cuando el gallego encontró todo previsiblemente revuelto y roto, el colchón despanzurrado, los estantes vacíos, tardó en encontrar a Etchenaik. Estaba tirado en el piso del baño, sin camisa, boca arriba, con los labios rotos y sangrantes; se agarraba un hombro. Cuando se agachó junto a él, justo entonces, sonó el teléfono.

El veterano movió los ojos, le pidió por favor. Tony atendió.

– Hola -dijo.

Se volvió lentamente, tapó el tubo con la mano. Etchenaik lo miraba fijo.

– Es una mujer.

Final

160 Solamente ella Sentarse a esperar Con cuidado con dificultad con - фото 10
***

160. Solamente ella

Sentarse a esperar. Con cuidado, con dificultad, con el hombro vendado bajo la camisa extrañamente impecable de viernes a la noche, con el traje planchado y el impermeable por esta vez necesario, húmedo, ablandado de revolcones heroicos y de los otros, sin memoria de ropero ni percha permanente.

Sentarse a esperar. En el lugar clásico, casi la cueva de tanto tiempo. Etchenaik siente que la última mesa del lado de Montevideo lo esperaba a él para que espere allí, ahora. Ha vuelto al Bar Ramos casi por reflejo, después de mucho tiempo, desde la noche de noviembre en que consiguió sacar al gallego fuera de ese laberinto de baldosas blancas y negras para arrastrarlo a otro más grande, más peligroso, más difícil de explicar y sin servicios sociales.

– ¿Cómo anda Antonio? Hace mucho que no lo veo.

– Bien, Albarracín. Mejor que yo.

– ¿Qué te pasó?

La marca violácea en el párpado, el labio partido, el cuidado artesanal que pone el veterano para maniobrar con el brazo izquierdo empujaron al mozo, lo hicieron preguntar sin pudor, como quien se acerca a ver los resultados de un tumulto callejero.

– ¿Esto? -y se señaló vagamente todo-. Una puerta. Me golpeé con una puerta.

– Je. Te pegó una puerta. Je.

– Eso. Una puerta enloquecida, giratoria, me atacó. Se trabó el mecanismo, me cagó a sopapos y me empujó a la calle. Ahí se me tiró encima, me dio con el picaporte en el ojo y…

– ¿Qué te traigo?

– Café.

Albarracín era el mozo del otro lado pero con la partida del gallego había heredado su lugar, un territorio que marcaba como un perro, a golpes de rejilla en las mesas de los extremos del salón. Etchenaik no lo conocía demasiado: las miradas por encima del mostrador, el saludo cuando daba toda la vuelta para ir a mear; poca cosa para tantos años de frecuentar las mesas, el café y la ginebra. Pensó que tener amigos mozos o ser amigo de la gente que te sirve en los bares debía ser síntoma de algo, un defecto, una virtud, un agujero.

Miró el reloj. Faltaban cinco minutos. Ella entraría por esa puerta. Sería puntual, saludaría con voz suya, sólo suya.

– Tenemos que hablar -había dicho-. Un lugar tranquilo, ahora que pasó todo. Se merece explicaciones.

– Hoy no puedo -se había disculpado Etchenaik, lastimado, sin soportar ese cambio de voz, la sorpresa.

– ¿El viernes a la noche? -era casi una cita-. Donde usted diga.

– En el Bar Ramos a las diez.

Y tuvo la certeza de que ella estaría a gusto, en su hábitat.

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