Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Y la palma de la mano tendida hacia arriba se cerró en un puño que agarraba los imaginarios huevos del Lobo.

– No lo suelte.

– ¿Qué?

– No suelte el volante -dijo Etchenike indicándole el camino, la tarea de conducir-. Casi nos hacemos moco contra el colectivo… Pare ahí.

El auto blanco se detuvo cerca de la bifurcación de la costanera, a pocos metros de Cabo Corrientes.

– ¿Se quiere bajar?

– No. Ni siquiera hemos empezado a hablar, creo. Estaba alardeando con que podía destrozar a Romero…

– Puedo probar que el incendio fue intencional y que hubo gente de él en eso; le conozco andanzas de marica que le costarán muy caro y sobre todo puedo demandarlo por intento de extorsión.

– No entiendo.

– No se haga el boludo, Etchenike. Usted sabe que hay algo, una razón de importancia para que yo esté acá, perdiendo tiempo con usted. Le di una oportunidad y mil dólares para que se borrara a tiempo y no cumplió. Lo podría haber hecho matar como a un perro y lo dejo estar, le doy charla.

El fulgor de la mirada se hizo mayor, el brillo adquirió reflejos turbios, oscuridades nuevas, la voz bajó algunos tonos, se hizo grave:

– Quiero las fotos: o las tiene usted o usted sabe quién las tiene. Las quiero enseguida. Es lo único que me interesa.

El veterano manoteó el picaporte y amagó salir.

– ¿Qué hace? ¿Adónde se cree que va?

– No tengo esas fotos. Me las afanaron con la cámara y todo de la pieza del hotel. No sé quién las tiene.

– Se las vendió a Romero…

– Ése era un negocio en el que entré sin saber. Era el único pelotudo que no lo sabía… Si Romero me pasó y fue él mismo el que me madrugó antes de que otros me las quitaran o de que yo me tentara de hacer mi propio negocio, no lo sé. Él también dice que no las tiene, y las quiere, como usted, Hutton… Después de todo, ya se enterarán de dónde están cuando empiecen a llegar los anónimos…

– No joda más. Con las fotos o sin ellas siempre lo puedo acusar a usted por todo esto. Friedrich se muere de ganas de verlo adentro.

Etchenike sonrió.

– Así me gusta: una verdadera y cantante amenaza. Es lo que me faltaba. Pero no me calienta. Acá hay una red de amenazantes y amenazados y yo confío en las cartas que tengo.

Hutton mostró los dientes.

– No se cague de risa -prosiguió el veterano-. Antes de darle una noticia que le va a interesar, que le va a revelar tal vez lo que quiere saber sobre las fotos, es bueno que sepa que yo también lo quiero enterrar, Willy. Y voy a hacer lo posible.

– No sea imbécil.

– Lo voy a atacar, Hutton -dijo Etchenike imperturbable, como si ensayara una apertura de ajedrez-. Creo que no va a poder zafar de ésta. Fue demasiado lejos y eso, incluso en estos tiempos, sigue siendo malo.

– Si es por lo del Baba…

– Ese hijo de puta, en última instancia es un accidente… Él es un accidente, no su muerte, que fue un asesinato. Y se puede probar. Pero lo que me importa es lo otro: Sergio Algañaraz; Cacho, el panadero… Tardé en darme cuenta cómo se encadenaba todo. Me parecía demasiado monstruoso y desproporcionado. Sobre todo porque hay una constante, últimamente: siempre la pagan los pibes, los que en el fondo no tienen nada que ver.

– Hay una lógica…

– Es una lógica de mierda: que mataran a ese chico por el mero hecho de curiosear sobre el Hotel Atlantic, de fotografiar esas ruinas… Dar a publicidad eso, dejar testimonio del abandono, de la destrucción, en la revista de “ La Nación ” bastaba para entorpecer sus pretensiones de continuar con la concesión… ¿Voy bien?

– Es coherente… Pero excesivo.

– Es algo peor: es siniestro. Lo que no es extraño en estos tiempos -Etchenike se pasó la lengua por los labios; de adentro le subían vahos de arena y aire caliente con olor a asco-. Se equivocaron de objetivo. No era ése el que había que eliminar, asustar o lo que fuera.

Notó que la voz le temblaba pero no quiso dejarse llevar:

– De algún modo les llegó la noticia de que iba a caer por Playa Bonita alguien con una cámara y un pretexto cualquiera con la misión de perjudicarlos, sabotear el negocio. Inclusive supongo que sabían que lo mandaba Romero. Eran datos tal vez difusos pero alcanzaban: llega tan poca gente con esas características a Playa Bonita… Y usted debe haber dado la alarma a su gente desde Mar del Plata el viernes pasado: hay alguien que va para allá.

– ¿Qué quiere demostrar?

– Lo peor, Hutton. Usted me lo confirma cuando aparece el mismo sábado a la noche, apurado, desde Mar del Plata y con los otros monos. Vienen a jugar al pato pero también están esperando a alguien. Usted habló de un “amigo que venía de Buenos Aires”. El único que había allí era yo pero no podía ser… No daba el tipo. La confirmación de que ya estaba el espía o lo que fuera en Playa Bonita la dio el imbécil del Baba, que lo había visto a Sergio merodear por el Atlantic el sábado a la mañana y lo intimidó. Usted no tuvo dudas de que era ése. Entonces decidieron sondearlo por las buenas. El domingo lo fueron a buscar al motel, lo pasearon, le tiraron la lengua y no quedaron convencidos de qué buscaba. Entonces casi lo arrastraron a la tarde a la estancia, pero antes, con un llamado anterior, lo sacaron de la habitación y aprovecharon para revisarle todo… Para eso estaban arreglados con los tipos de Los Pinos, amigos del Baba, de Brunetti y suyos también.

Willy lo había estado escuchando con suma atención, sin que se le moviera un músculo. Todo parecía atravesar su semblante sin dejar huellas. Pero ahora saltó:

– No mezclemos… ¡No mezclemos! -gritó dando un golpe en el volante-. Yo nada tengo que ver con esa gente, lo que hace o lo que trama… Es cierta la sospecha. Inclusive es cierto lo que sigue: le sacamos la cámara al pendejo y le quitamos todos sus rollos también; el que llevaba y los que tenía en la pieza. Pero nada más. Yo lo puse en pedo, le tiré la lengua y cuando vi que no pasaba nada con él lo mandé de vuelta a Playa Bonita con una estampilla en el culo. No había problemas con él, no volví a verlo hasta que me lo metieron en la congeladora del hotel… Se ahogó. Listo.

– No se ahogó: lo mataron.

– No tengo nada que ver.

– Creo que sí; sus cómplices, sus ayudantes se asustaron cuando el pibe tocó algo, descubrió algo sin querer… ¿No se le ocurre nada?

– No.

– La droga, Willy. Saltó la droga.

– No sé de qué me habla.

Y parecía sincero el hijo de puta. Usaba el repertorio más convencional del asombro para salir del asunto, salvar la ropa, decir hasta ahí nomás.

– Sabe. Y con eso basta para ensuciarlo, por lo menos… Claro que se cree seguro: los directamente implicados, Brunetti y el Baba, están muertos. Uno, por una cuestión de minas; el otro, en un presunto accidente después de que precisamente usted, el asesino, apareció como su salvador. Se cree cubierto, Willy, pero hay muchas puntas sueltas todavía, y algunas alcanzan para atarlo a usted.

– Me extraña esa teoría de la droga… ¿Dónde está? ¿Quién la vio? ¿Me vio pinta de drogón a mí?

Etchenike asintió pero no se detuvo en eso. Le interesaba seguir adelante en su razonamiento, en la reconstrucción hasta llegar a un punto que estaba todavía lejano.

– Estas cadenas de complicidades siempre tienen eslabones más débiles, flacos: la gorda Beba fue el eslabón flaco. Ella fue la que hizo saltar todo, armó un despelote, mezcló lo que venía separado. Con la llegada del oficial Brunetti había cocaína en Playa Bonita y la gorda fue a buscar. Supongo que bancaba una mini distribución. Pero como siempre, no tenía un mango. Beba toma mucho y no hay guita que le alcance… De ese modo Brunetti, que se la cogía, la tenía agarrada; los vi en la playa el domingo y me impresionó ella: estaba totalmente dada vuelta, y cuando estaba así era capaz de cualquier cosa. Eso la perdió y los perdió a todos.

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