Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– Tengo todo para perder -dijo Etchenike-. Yo no puedo hacer nada con esa información, pero tal vez usted sí. No quiero meterme en eso. Espero que…

Como si fuera una sombra, el oscuro Falcon se adelantó por izquierda y se detuvo cerrando el paso ante la parsimonia del Mercedes. Los dos ocupantes saltaron casi inmediatamente de su interior.

– ¡Hasta mañana! -gritó Etchenike y salió del auto todavía en movimiento con los revólveres en la mano.

Willy Hutton clavó los frenos y cuando vio venir al hombre contra la ventanilla puso marcha atrás mientras el otro se colgaba del espejo lateral y se lo llevaba a la rastra.

Etchenike había saltado por encima del borde costanero y corría entre las grandes rocas con el otro individuo media cuadra a sus espaldas. Sintió un disparo, luego otro y se zambulló, raspándose las rodillas y los brazos, detrás de un grupo de piedras mayor que los demás. Se repuso y gritó, mostrando las armas, apenas asomado:

– ¡Grandote! ¡Parate ahí o te quemo!

El hombre, un sólido ropero que Etchenike había visto en la recepción del imperio del Lobo de los alfajores, se detuvo en seco, se escondió agazapado a menos de veinte metros del veterano.

– ¡Sé que te manda Romero! -volvió a gritar Etchenike como en una guerra de trincheras y de provocaciones-. Pero no vas a poder hacer nada, grandote… Tu patrón se equivocó: tengo dos fierros y más fuego que vos…

– Mi compañero te va a copar por atrás. Estás listo… -dijo el otro.

Hubo un silencio.

– Tengo un negocio para vos, grandote… -Etchenike inventaba sobre la marcha-. Seguro que el patrón les prometió los cinco mil verdes que me dio esta tarde. Los tengo acá, encima… Mirá.

Sacó un montón de billetes y los agitó en el aire. Los depositó sobre la parte superior de la roca, por encima de su cabeza.

– ¿Los ves? Dejame ir y te los dejo… Todos para vos, ahora, antes de que llegue tu compañero… ¿Qué decís?

Se levantó una leve brisa y algunos billetes de cien dólares empezaron a rodar.

– Se vuelan, grandote… -y se volaban, ya algunos planeaban sobre las olas-. Son todos tuyos… Decís que no me alcanzaste y listo. ¿De acuerdo?

El otro no contestó. Se levantó otra racha ventosa:

– Todo tuyo, grandote…

Etchenike le dio un golpecito desequilibrando la pila de billetes y salió hacia atrás, agazapado, alejándose del lugar.

Corrió sin darse vuelta, tropezó, siguió así, esperando en cualquier momento el disparo final, pero no. Recién al encaramarse sobre el borde del paredón volvió la cabeza, vio al grandote manotear el aire, correr entre las rocas castigadas por las olas, ganando y perdiendo con el viento y las gaviotas que parecían disputarle los verdes voladores.

Etchenike caminó rápido hacia el Torreón y recién ahí se dio cuenta de que llevaba los inútiles revólveres en la mano. Los guardó, ante la mirada asombrada de la gente, y ayudó a bajar casi a los tirones a una pareja que desocupaba un taxi. Se deslizó adentro y cerró la puerta de un golpe.

– Al Hotel Provincial -dijo-. Pero antes dé una vuelta, una larga vuelta, por favor.

El taxista lo miró extrañado por el espejo retrovisor pero obedeció. En la primera esquina se alejó de la costa, subió la loma, cruzó la Avenida Colón, descendió varias cuadras y entró en el barrio de la Terminal.

– ¿Sigo, señor?

– Siga -dijo Etchenike y recién entonces miró para atrás. Nadie.

Metió la mano en el bolsillo con la secreta esperanza de encontrar algún dólar olvidado pero lo único que sacó fue el vale por dos gatillos a cobrar en Arenales 1435, PB “C”, Buenos Aires.

Suspiró con odio. Era la segunda vez que esos dos primos de Hutton lo madrugaban. Porque no dudaba de que habían participado en la biaba frente al motel…

Se consoló oscuramente pensando que sólo había perdido los dos primeros chukkers o como carajo se llamasen los períodos de pato -¿o los chukkers eran en el polo?-; pero ya se cobraría.

Y no aceptaría vales. Sería al contado, piñas al contado.

48. Socios sucios

Hizo detener el taxi frente a una cabina telefónica y le indicó que esperara. Discó el número de María Eva Ludueña Hutton.

Ella no tardó en atender.

– Habla Etchenike -dijo sin prolegómenos-. Tengo que hablar con usted sobre el tema que me encargó y sobre otras cosas. Hay novedades.

– Él ha vuelto a llamar. Venga ya -dijo ella con cierta inquietud.

– No por ahora -miró el reloj-. Son las seis. A las nueve estaré allí. Tendré el tiempo justo para recuperar algo que a usted le interesa.

– Dígame.

– A las nueve.

Y colgó.

Después llamó al gimnasio del Club Peñarol. Sayago estaba impaciente.

– Negro, ahora voy al Provincial… No, no… Quedate ahí… ¿Me confirmás lo de las Jornadas Latinoamericanas de Hotelería?… Bien.

Sayago no podía soportar la postergación infinita del momento de la acción directa.

– Sí, va a haber que pegarle a alguien -confirmó-. Pero escuchame bien: a las nueve y cuarto en punto. Pongamos en hora exacta los relojes…

Los pusieron, coordinaron tareas y Etchenike se despidió sin contarle todo lo pasado, sin soltar más que la información mínima indispensable.

El hall central del Hotel Provincial era un desfile, un ir y venir armonioso de gente. Bajo la mirada indiferente de los cuatro vientos simbolizados en los monumentales murales que agotaban las altísimas paredes, los delegados a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería discurrían, se agrupaban, hablaban en voz alta, exhibían credenciales como un precio o una marca colgada en la solapa, se trataban de mister, de doctor, de licenciado.

Etchenike se dirigió a la oficina de acreditaciones y realizó una larga consulta a la joven azafata en tierra y sin despegue que atendía tras el mostrador. Luego se acercó a la recepción general del hotel:

– El señor Rojas Fouilloux, por favor -dijo-. Habitación 307.

– Lo comunicamos.

El chileno no tardó en contestar.

– Señor Rojas, buenas tardes… Usted no me conoce por mi nombre pero nos hemos visto; nos han presentado hace unos días en “ La Julia ”.

– Sí, sí… “ La Julia ”, recuerdo. ¿Usted es…?

– Etchenike. Estaba con el señor Hutton.

– Sí, mi amigo el señor Hutton…

– Bien: necesito hablar con usted. Creo que puedo suministrarle información valiosa en este momento, cuando usted está pensando en invertir en la Argentina. Debe saber con quién trata, señor Rojas.

Se hizo un breve silencio en la línea.

– ¿Me escucha? -insistió Etchenike.

– ¿Qué me propone usted, señor?

– Hablar unos minutos con usted. Sólo eso.

– De acuerdo -hubo otra pausa-. Bajo al tiro, como decimos en mi tierra.

– Lo espero en el bar.

A los diez minutos, el empresario chileno y el veterano investigador argentino estaban instalados frente a sendos vasos de whisky con hielo.

– ¿Me reconoce ahora?

– Claro que sí: en el jardín.

– Usted metió el pie en un pozo y yo limpié su zapato, ¿recuerda?

– Eso es, compadre… -y sonrió mientras brindaba-. Gracias y salud.

El chileno estaba tan impecable y ridículamente vestido como la primera vez. Más allá de la alevosía del reloj y la pulsera de oro, el único detalle de pudor indumentario era la reserva de su tarjeta de identificación al bolsillo superior de la guayabera blanca y bordada.

– Iré al grano, señor Rojas Fouilloux -dijo Etchenike-. Sé que está interesado en hacer inversiones de alto riesgo y monto en la Argentina y quería hablar con usted al respecto.

– Yo no soy Survey, señor Etchenike… Sólo un agente de la cadena.

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