Quieto, callado, el veterano se dio cuenta al observarla que volvía a ver a esa mujer de perfil. Siempre el mismo, además. En la cama, en la estancia, en el auto… Supuso que no era una buena perspectiva para conocerla y en lugar de ir directamente hacia ella dio la vuelta por detrás del televisor y le habló desde allí, de frente:
– Buenas noches, María Eva.
– Buenas noches. Llegó puntual.
– Así es. Y me iré enseguida también.
– ¿Cómo?
La voz de Etchenike se superponía a la de John Forsythe.
– Digo que me iré enseguida -dijo más alto.
– ¿Enciendo la luz? -dijo la mucama desde la puerta.
– No. Déjela así. Y retírese, por favor.
El rostro congestionado de ella no tenía nada que ver con las módicas emociones que podían despertar los avatares de Dinastía. Estaba tensa y dolorida. Acaso había llorado un poco. Acaso la habían hecho llorar.
– ¿Qué le pasa? ¿Está asustada?
Ella hizo un gesto como quien espanta un mal sueño. Tomó un cigarrillo de la mesa contigua que Etchenike se apuró en encender.
– No estoy asustada pero quiero terminar con todo esto. Esos llamados me enloquecen…
– Otra vez el hombre que dice ser su padre…
– ¿Por qué está tan seguro de que no es él?
Etchenike desdeñó la pregunta y el reproche:
– ¿Qué le dijo esta vez?
– Fue hace menos de una hora. Dijo que estaba casi todo resuelto, que hoy terminaría lo que pensaba hacer… Esta noche se volverá a comunicar conmigo y me dirá cómo hacemos para vernos “definitivamente”. Así dijo. Me voy a volver loca -agitó la mano delante de los ojos, apartó el humo-. ¿Usted qué averiguó?
– Poco más que eso.
Le contó la información que le había dado Raúl Ludueña y el episodio con Romero:
– Se hizo anunciar por su nombre, con una barba aparatosa y gorra… Después desapareció… Es todo; alguien que se oculta, mostrándose.
– ¿Y qué supone?
– Algo hay. Simples sospechas, pero tómelas en cuenta si quiere. En primer lugar, si fuera su padre el que ha venido a saldar viejas cuentas, ¿por qué se muestra así, deja huellas indudables?
Ella lo miraba anhelante ahora.
– Y en segundo lugar: ¿Por qué no ha atacado o amenazado a Willy, el representante vivo, el exponente mayor de los Hutton, a los que sin duda odia? ¿No le resulta extraño?
– No entiendo -dijo ella sin querer entender.
– Es simple: alguien que quiere destruir a Romero -y Etchenike hizo un silencioso gesto de complicidad- inventa el regreso vengador de un enemigo histórico y deja huellas claras de su regreso y sus intenciones. Conoce el presente y también el pasado del amenazado y lo utiliza… Se crea así una expectativa que hace lógico pensar en un desenlace violento. Supongamos, en este contexto, que Romero aparece muerto… Dos preguntas: ¿A quién se buscaría? ¿Quién se beneficia con esa muerte? Yo creo que…
– ¡Cállese!
El gesto de espanto de María Eva no lo dejó seguir. Pero siguió.
– En esta batalla campal todo vale y usted lo sabe -dijo sin ironía-. Ésa es la pista o la intuición que tengo y que le puedo dar. Si le sirve… No le estoy cobrando nada por el trabajo.
– ¡Cállese, le digo!
Ella se había levantado, aferrada al bastón, y luego de mirar nerviosamente dos veces hacia la puerta de la habitación se había acercado a la ventana.
Observaba la noche y fumaba con el pecho agitado y la respiración desordenada.
Etchenike esperó que dijera algo pero no lo dijo.
– Bueno… -prosiguió en voz baja-. Hay otro tema que nos importa a los dos y soy yo el que está asustado: ya cobré mi trabajo y me comprometí, apretado, a entregar lo que no tengo, lo que me robaron… O al menos debo dar datos precisos sobre su paradero actual. Sabe de qué le hablo.
Ella seguía callada, miraba la noche.
– Hablo de las fotos, María Eva… Las fotos de Forlán con usted en el Complejo Romar. Las que yo saqué, sí. Las que usted sabía que yo saqué -hizo una pausa esperando una reacción, una respuesta. No hubo-. Ya en “ La Julia ” intuí que era eso lo que pasaba. Pero no estaba tan seguro.
Etchenike se puso de pie y caminó hacia la ventana, aunque lejos de ella. Él también miraba la noche.
– En los casos de extorsión -dijo hablando bajo, como dirigiéndose a la ciudad que se extendía, no a sus pies sino agazapada, ahí abajo-, todas las variantes son posibles entre víctimas y victimarios. Pero este episodio me ha mostrado aspectos que desconocía; es necesaria una lealtad muy firme para poder afrontar una extorsión exitosa. No hay éxito sin lealtad… Por eso, cuando descubrí el plan de extorsionar a alguien con las fotos de Forlán y usted, vi que era tan burdo que no se me ocurría quién podía “comprar” una idea tan descabellada, riesgosa y estúpida. Enseguida desdeñé a Romero, Silguero y Toledo; después llegué a Forlán y me quedé un instante con él… Ahora, ya no estoy tan seguro.
Etchenike se acercó a María Eva y la tomó sorpresivamente del brazo:
– Sólo estaba claro el medio de extorsión, Evita… -dijo burlón-; las fotos. ¿Quién iba a ser extorsionado? ¿Quiénes iban a ser los extorsionadores? Había varios superpuestos en cada rubro. Sólo una persona parecía libre de toda sospecha: el objeto de extorsión, usted, señorita…
La condujo serena y firmemente al sillón, la sentó, apartó el bastón de su brazo y se lo llevó él, de paseo por la habitación.
– Hasta que me di cuenta que usted podía tener buenos motivos, Evita.
– Hijo de puta -dijo ella desde el sillón, masticando el insulto en voz baja.
– Es largo pero simple: usted le dio la idea a Forlán, con quien ya intimaba, y Forlán se la vendió a Romero y compañía como propia… Pero para eso necesitaban que el que hiciera el trabajo sucio fuera alguien ajeno a ese guiso de intereses mezclados, y ahí aparezco yo, elegido de la guía telefónica por el subalterno Silguero. Pero era muy ingenuo pensar que el negocio se lo iban a regalar, usted y Forlán, a Romero y compañía a través de Silguero, sin decirles que usted misma estaba en el asunto…
Etchenike levantó el bastón y le apuntó mientras hablaba:
– Estaba prevista una clara operación: Forlán sabía quién era el alcahuete, es decir, yo; por Silguero. Y Forlán se lo dijo a usted. Es decir que tenían plena conciencia de lo que estaba pasando detrás de la ventana mientras cogían. Fue una verdadera y lenta puesta en escena para que yo entrara.
– Todavía está a tiempo de callarse -casi murmuró ella, rabiosa.
El veterano se acercó hasta sentarse en el otro extremo del sillón. Seguía jugando con el bastón.
– Está bien: no saldrá de aquí lo que diga. No me importa, además… Pero a lo que iba es a una variante imprevisible para mí y tal vez para usted: Willy llegó a saber algo del plan. Lo elemental: un fotógrafo iba a aparecer por Playa Bonita para fisgonear. Sólo usted le podría haber dado esa información. En un primer momento pensé en una infidencia de Toledo, pero es demasiado boludo para eso… Entonces quedaba usted. No sé cómo fue: tal vez él conocía la relación con Forlán y sospechó algo; tal vez oyó una conversación… No lo sé. Lo que sí sé es con qué frialdad manejó ese providencial equívoco con Sergio Algañaraz. Con tal de no quedar en evidencia y seguir su plan dejó que los Hutton creyeran que era Sergio el hombre… Y Sergio murió. Lo asesinaron, Evita.
– No me llame así… Así me nombra él.
– Sí, su padre la nombraba así. No se lo merece -dijo Etchenike con odio repentino-. Lo que sí se merecía es que se les complicara todo el plan que habían pensado tan bien con Forlán: dejarse fotografiar y después ustedes mismos apoderarse del rollo sin darse a conocer. Con las fotos en su poder, podrían presionar en los dos sentidos: a Willy y -falsamente- a usted misma a través de la vieja Julia, que no querría bancar a Willy si se enteraba que era así como “cuidaba” a su sobrinita… Y apretar también al Lobo, que había dejado pruebas evidentes de estar involucrado en el intento de extorsión… Pero algo anduvo mal.
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