Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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A las seis de la mañana del tercer jueves de marzo de 1979, la fila de autos de remise estacionados frente a la entrada principal del Hotel Provincial era más larga que de costumbre.

Un somnoliento Etchenike se apartó de uno de ellos y entró con los diarios del día recién comprados bajo el brazo al espacioso hall donde por última vez se concentraban los asistentes a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería.

Pidió un café bien oscuro en la barra del bar y repasó las noticias que esa mañana hacían ruido en la primera plana: la caída desde un séptimo piso del estanciero Guillermo Hutton en circunstancias confusas ocupaba un titular grueso a pie de página; pero el asesinato “ritual” del conocido empresario Roberto Romero en su chalet del barrio Los Troncos se llevaba el resto del espacio. Bajo el título de “Dulce muerte”, una fotografía espantosamente explícita del cadáver encabezaba la crónica grotesca. Daba más asco que haber estado allí, en la pulcra cocina profanada como un templo.

El veterano esperó largamente que Leonel Rojas Fouilloux apareciera en la puerta del ascensor. No llamó pues temía espantarlo. Finalmente, solo, de los últimos y con una escueta valija, el chileno apareció. Arregló sus cuentas en la administración, y ya se iba a la calle cuando Etchenike lo tomó del brazo amistosa y firmemente:

– Buen día.

Rojas se sobresaltó pero al reconocerlo esbozó una sonrisa:

– Señor Etchenike… Qué sorpresa.

– ¿Sí?

Ahora el que aparentaba sorpresa era el veterano.

– Anda con el tiempo justo para llegar al aeropuerto y están los remises esperando -prosiguió-. ¿Me permite que lo acompañe y de paso conversamos?

– Sí, cómo no…

– ¿Leyó los diarios?

– No.

– Fíjese.

Mientras el chileno observaba la tapa de “El Atlántico” con un primer plano del Lobo Romero en posición final, Etchenike se acercó a uno de los autos, lo invitó a subir.

– ¿Vio lo que le dije ayer? Esos hombres no eran de confiar, Rojas…

El delegado a las Jornadas, ya sin guayabera ni credencial, apenas enfundado en un traje liviano gris con finas rayitas amarillas, no veía ni decía nada. Leía, pasaba las páginas, miraba las fotos.

– No puede creerse esto… Tanta saña, tanto empecinamiento, tanto odio -murmuró sin separar la mirada de las imágenes-. No lo soporto.

Volvió a doblar los periódicos y los puso sobre el regazo de Etchenike.

– No. Quédeselos -dijo el veterano-. De recuerdo, de despedida… Ésta es una tierra hospitalaria, señor Rojas. Y Mar del Plata siempre ofrece novedades al viajero. ¿Sabía que a esta cloaca la llaman la Ciudad Feliz?

– La Ciudad Feliz… -repitió Rojas.

Quedaron en silencio.

El automóvil había llegado a Punta Iglesia y ahora subía hacia el oeste, alejándose de la costa. El aire estaba nuevo y fresco, vibraba sordamente por la estrecha abertura del vidrio, los despeinaba, desordenaba el pelo húmedo, recién amanecido. Y sin embargo todo era viejo en el asiento trasero del remise.

– Le voy a ser sincero, Rojas -dijo Etchenike sin preocuparse demasiado por serlo o parecerlo-. Yo no soy otra cosa en este asunto que un investigador privado. Me engañaron como a un principiante pese a ser un boludo grande, un viejo huevón, como dirían ustedes… Y quedé entre dos fuegos, entre dos hijos de puta que saludablemente acaban de morir. Sus socios…

– No llegaron a ser mis socios… -puntualizó el chileno.

– Pero llegaron a ser hijos de puta igual. Fue un poco duro.

– No me tome por cínico, estimado inversor… -dijo ahora, corrigiendo el tono y la puntería-. Eran dos hombres despreciables, como le adelanté ayer. Tan capaces de cualquier maldad que, le aseguro, ninguno de los dos es ajeno a la muerte violenta del otro.

Los ojos de Rojas Fouilloux se llenaron de inquietud:

– ¿Qué quiere decir?

– Creo, objetivamente, que Willy Hutton mató al Lobo Romero poco después de que usted dejara la casa del barrio Los Troncos. Y lo hizo haciéndose pasar por un personaje que no existe, un invento del que ayer le hablé: el presunto Juan Ludueña. ¿Lo recuerda?

El chileno asintió con la cabeza. Estaba perturbado, a la defensiva.

– En el fondo es muy simple… -comenzó Etchenike.

Y desarrolló la crónica de los últimos diez días, durante los cuales, Hutton, haciéndose pasar por Ludueña, había ido dejando huellas evidentes de sus propósitos y llamadas telefónicas a su hermano el boxeador y a su hija la bacana para crear una expectativa.

– ¿Y por qué usted supone que no es el verdadero Ludueña el que lo asesinó? -lo interrumpió el chileno repentinamente interesado.

Etchenike lanzó una carcajada:

– Yo no sólo leo los diarios, Rojas… No me entero por “El Atlántico”: estuve anoche allí después del asesinato y antes que la policía… -hizo una pausa con la sonrisa congelada-. Hablé con el custodio: el asesino, el presunto Ludueña, se cuidó muy bien de que le vieran la cara pero actuó con guantes… Es fácil de entender: Juan Ludueña desapareció; yo, en realidad creo que está muerto hace veinticinco años. Su rostro puede haber cambiado y cualquiera puede hacer creer que es él con una barba alevosamente postiza. Lo que no cambian son las huellas digitales que, sin duda, se conservan… Si el asesino era Ludueña y quería “firmar” el crimen, no hubiera tomado esa precaución: fue Hutton.

Rojas Fouilloux parecía haberse perdido en medio del razonamiento:

– Prosiga entonces -dijo sin embargo.

– Creo además, que se le fue la mano… Probablemente cuando se enteró del chantaje con su sobrina se volvió loco y fue a presionarlo para recuperar las pruebas, esas fotos que nadie sabe dónde están. Pero se excedió: el odio lo sobrepasó y en medio de la tortura, a Romero le falló el corazón.

– Es muy novelesco.

– Y no es todo -dijo el veterano que comenzaba a sentirse cansado de contar y contar una y otra vez aspectos de una misma historia-. El último acto es particularmente grotesco, mi querido socio frustrado: cometido el crimen, el acto de justicia, Hutton va a casa de su sobrina y tiene la evidencia, antes de decirle nada de lo que ha hecho, de que ella sabe que él ha fingido ser Ludueña. María Eva se lo reprocha, forcejean y él cae por el balcón.

La reacción de Rojas fue extraña:

– Eso es estúpido.

– ¿Quién es estúpido? No hay ningún estúpido en esta historia… ¿La realidad es estúpida? -se ensañó Etchenike.

– No, claro… -el chileno sonrió, confundido-. Tal vez yo…

– Tal vez usted pueda ayudar, Rojas Fouilloux.

– ¿Ayudar?

– Lógico. Usted puede ser, va a ser, un testigo importante. No bien la policía interrogue al custodio del chalet de Romero se enterará de que usted fue el último que vio al Lobo con vida, menos de una hora antes de que Hutton, el falso Ludueña, lo asesinara. No sería extraño que en este mismo momento la policía lo esté esperando en el aeropuerto de Camet para interrogarlo. Habrán llamado al Provincial y les habrán dicho que usted ya salió. El rostro de Rojas se transfiguró:

– Bueno… Yo no tendría ningún inconveniente, pero… -se volvió hacia la ventanilla-. ¿Adónde vamos?

El remise, luego de atravesar el centro de la ciudad de norte a sur y alejarse largamente hacia los barrios periféricos, había vuelto a doblar a la izquierda y ahora avanzaba velozmente por la avenida Juan B. Justo hacia el puerto, con el mar otra vez al fondo de la calle.

– No vamos a Camet, señor Rojas… Tal vez sería mejor que volviéramos a Playa Bonita, ¿no?

El auto se había detenido en un semáforo y repentinamente el chileno se arrojó sobre la puerta, tironeó las manijas. No se abrió. No pudo hacer nada y quedó mirando a Etchenike, que no se había movido de su posición.

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