Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Además, no podía apartar la imagen de una pila de billetes verdes deshojándose ante la indiferencia del Atlántico y los chillidos destemplados de las gaviotas.

Por eso no dudó, después del segundo timbrazo sin resultado, en sacudir el picaporte y empujar con el hombro.

No debió hacer mucha fuerza; la puerta cedió fácil. Estaba abierta. Sin embargo no abrió del todo. Algo, en el suelo, ofrecía resistencia.

Se miraron sin cambiar una palabra, sacaron las armas y empujaron otra vez. Ahora sí la puerta cedió. Había un cuerpo grande y pesado allí.

El hombre, joven y morocho, vestido con una campera liviana de jean y vaqueros -un custodio, sin duda- estaba caído de espaldas, mitad sobre el sendero de piedras que daba a la entrada del chalet, mitad sobre el césped. Sangraba de una herida en la sien derecha y tenía los ojos cerrados y serenos. No había llegado a empuñar el revólver que conservaba en la sobaquera, apenas insinuada entre la campera y la camisa clara.

Sayago se inclinó sobre él.

– No toques nada -se apresuró Etchenike.

– Respira -dijo el Negro-. Sólo está golpeado. Ni siquiera ha perdido mucha sangre.

– Dejalo ahora. Vamos adentro.

La puerta de entrada estaba cerrada pero no le habían echado llave. Antes de meterse en la casa, Etchenike hizo un gesto con el brazo y le indicó a Sayago que diera la vuelta por el otro lado. El Negro se agazapó, pasó por debajo del nivel de las ventanas de las que salía ahora la versión de Un extraño en el Paraíso por Ray Coniff, y se perdió tras el otro ángulo del chalet.

Cuando lo vio desaparecer, Etchenike entró.

Por un instante recordó la noche, pocos días atrás, en que llegó al Club El Trinquete también atraído por las luces y la música de un disco que como éste había quedado olvidado, sonando solo en la noche.

Pero este living inmenso que remataba en una soberana chimenea de piedra con una cabeza de lobo marino sobre el hogar, nada tenía que ver con el desolado panorama del club de Playa Bonita.

Pisando la inmensa piel, probablemente del mismo lobo, que hacía de alfombra, Etchenike se arrimó hasta el equipo de música que parpadeaba de verde en un rincón romántico y silenció a Ray Coniff, que a esa altura andaba ya por Dígalo con música.

Quedó un momento en suspenso pero nadie salió a reclamarle por la interrupción del concierto. Descubrió sobre la mesa dos vasos de whisky y un cenicero repleto de cigarrillos aplastados. Tocó el vidrio: los vasos estaban tibios y el líquido aguado. Hacía rato que alguien los había empinado por última vez.

Atravesó el pasillo que comunicaba con los cuartos interiores y desde ahí pudo ver el dormitorio con su cama de dos plazas ordenada y vacía. Siguió avanzando y al final del pasillo, tras los cristales de la ventana que daba a los fondos, al otro lado del parque, vio el rostro demudado del Negro Sayago.

Primero no entendió. Luego, sí: le señalaba, desde afuera, el piso de la cocina.

Caminó los cinco pasos con la seguridad de lo que iba a encontrar. Y no le gustó tener razón, confirmar la idea. Una vez más, todo consistía en llegar a un lugar, mirar en el suelo y descubrir lo que quedaba de un hombre.

Abrió la puerta de la cocina para que entrara Sayago y luego se animó a observar con más atención.

Roberto Romero estaba caído de costado, irremediablemente muerto, entre la mesa y la puerta abierta de la heladera. La luz blanca que salía del refrigerador lo iluminaba, le daba reflejos vivos a la patética cabellera que así se veía más violácea. Los ojos, desmesuradamente abiertos, mostraban un hermoso color gris que Etchenike no había podido ver antes, cuando sólo había registrado su humedad huidiza o la opacidad de los anteojos negros.

Estaba vestido con la misma ropa que a la tarde, sólo que algunas prendas habían cambiado de lugar. El cinturón había sido sacado de sus ojales y retenía fuertemente las muñecas de Romero, juntas, a sus espaldas. Los pantalones y el calzoncillo habían sido bajados hasta las rodillas y se veían los muslos tostados y velludos, la blancura del culo recortada en un triángulo preciso que le dividía las nalgas en diagonal.

Una sustancia blanda y espesa fluía de la negra raya, manchaba los pantalones y el piso.

– Eso es mierda… Se cagó -dijo el Negro dando un paso atrás.

– No -dijo Etchenike-. Es dulce de leche: le llenaron el culo de dulce de leche… Y mirá la boca.

El cadáver tenía la boca como si hubiera sido sorprendido en medio de una arcada brutal, un ahogo… La lengua salida y, sobre ella y adentro, una pasta semimasticada marrón y blancuzca.

– Lo atragantaron con alfajores -dijo Sayago. Etchenike se apartó, miró para otro lado:

– Espantale las moscas, Negro.

Revisaron el resto de la cocina. Había una caja semivacía de dos docenas de alfajores y muchos papeles de envoltorio tirados por el piso. Sobre la mesada, junto a la pileta de lavar, habían escrito sobre el acero inoxidable, con prolijas letras de imprenta en dulce de leche, que ya iban perdiendo su forma: POR TRAIDOR Y POR PUTO.

Junto a la inscripción había una manga de repostería semillena de dulce de leche con el pico dentado de latón que tenía, todavía, restos de sangre.

– Yo me voy -dijo Sayago.

– Sí, vamos.

El Negro le arrimó la manguera del jardín a la cara y enseguida el custodia golpeado reaccionó.

– Vamos, viejo… Despiértese, vamos…

El hombre los miró despavorido.

– Tranquilo. Lo desmayaron de un golpe para entrar -dijo Sayago-. ¿Se acuerda ahora?

– Sí, sí… ¿Qué pasó?

– Nada importante, por suerte -dijo Etchenike-. Robaron algo. ¿Cómo eran los que entraron?

– ¿Quiénes son ustedes?

– Policía -y Etchenike esbozó mostrar una credencial-. Vamos, que es importante no perder tiempo para localizar a los tipos…

– Era uno solo, de gorra, con una barba así -y se abultó la cara-. Yo estaba en la puerta con todo muy tranquilo y veo venir por el medio de la calle a un croto, un atorrante, un borracho en bicicleta. Venía haciendo eses, lleno de ropa, cantando un poco… Venía mal y se cayó. Rodó aquí enfrente, se desparramó. Creí que se levantaría pero no. Quedó ahí. Entonces crucé a ver qué le pasaba y el croto me madrugó.

– Lo madrugó…

– Sacó una pistola y me amenazó. Lo vi bien: no estaba borracho. Me puso la pistola acá y me dijo: “Llevame adentro”. Entramos y… no me acuerdo más.

– Gracias -dijo Sayago.

– ¿Y qué hora sería? -insistió Etchenike.

– Las ocho… Ocho y cuarto. Ya había anochecido.

– ¿No vio entrar a nadie antes?

El muchacho se recostó en el pilar, acomodó la espalda:

– Antes… Primero, temprano, llegó el Lobo con un tipo extranjero, en el auto de él. Serían las siete. Estaba claro todavía.

– Vino con el chileno.

– Sí, el chileno… Habrá estado media hora y se fue. Tal vez un poco más.

– ¿Había estado antes ese hombre? -dijo Etchenike.

– Sí, la semana pasada. Un tipo muy simpático. Saludaba.

– ¿Y esta vez saludó?

– Sí, como siempre. Había pedido un taxi por teléfono y salió no bien llegó. Desde la calle lo oí despedirse del Lobo -el hombre pareció recordar algo, quiso recuperar algo perdido-. ¿Dónde está el Lobo?

– Ya lo va a ver… Pero óigame: ¿por qué usted hacía la guardia en la calle y no adentro? -insistió Etchenike.

– Y… Me falló el grandote. Él tenía que estar ahí.

El veterano sonrió tristemente:

– ¿No lo vio a Romero después?

– No.

– Vaya a verlo -dijo Sayago poniéndose de pie-. Está en la cocina.

51. No le digo adiós

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