Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– No importa. Vale lo mismo. No sé si es gracias a la estabilidad monetaria o a la estabilidad política o a la suma de las dos cosas, pero todos sentimos que el empresariado chileno y la empresa misma, en Chile y de Chile, son algo mucho más digno de confianza que sus similares argentinos.

– Eso es muy simple, señor Etchenike -y el hotelero pareció sentirse repentinamente cómodo, en su terreno-: los gobiernos van y vienen… y a veces se quedan… -sonrió con una inédita ironía-. Pero la economía tiene leyes y principios inmutables: hay que darles libertad a los agentes económicos y dejar actuar a la iniciativa privada, al capital extranjero, minimizar el papel de contralor del Estado… Paradójicamente, para debilitar al Estado se necesita un gobierno fuerte… Y nosotros lo tenemos -concluyó con la sonriente facilidad de un silogismo accesible a cualquier imbécil.

Etchenike asintió con la mejor cara de libre empresa que encontró en el mercado libre de ese hall con tanta oferta:

– Así debe ser -dijo.

– No lo dude… ¿Pero qué es lo que usted me quiere decir, compadre?

– Antes que nada, aclararle que no tengo ningún interés particular en esto, señor Rojas. Interés monetario, quiero decir… Sólo me guía el deseo de que usted tenga un conocimiento cabal de quiénes son los empresarios con los que va a tratar. Sobre todo, porque he sabido que ya ha llegado a algún preacuerdo con el señor Hutton y que hoy, en pocas horas, o menos tal vez, se va a entrevistar privadamente con el señor Romero.

– Es cierto eso… -y Rojas Fouilloux lo miró con recelo, como miraría un microbio sorprendido hacia el microscopio-. Pero me inquieta que usted esté tan al tanto de mis movimientos. Espero que no me haya estado siguiendo…

– Nada de eso, señor Rojas -se excusó Etchenike y puso su mano sobre el brazo desnudo del chileno, extrañamente húmedo y frío-. Usted no es mi objetivo: son ellos… Trabajo para alguien que no voy a mencionar, cuyos intereses entran en colisión con los de estos inescrupulosos. Usted puede creerme o no. Yo sólo quiero advertirle algunos hechos objetivos… Es como si usted, director técnico del Colo Colo, recibe un informe previo al partido contra la Universidad de Chile, sobre las probables artimañas de sus rivales, sus sucias estrategias… ¿Me entiende? ¿Le interesa o le gusta el fútbol, señor Rojas?

– Sí, claro… -hubo un extraño brillo en los ojos del chileno-. Yo lo escucho, señor Etchenike, pero tenga en cuenta de que yo haré como que esta entrevista no se ha realizado. Corre por cuenta y riesgo suyos. Yo a usted no lo conozco, no le creo ni dejo de creerle ni le pido ni le doy… Tomamos un whisky en la barra, fue un encuentro ocasional. ¿Entiende usted?

Etchenike entendía.

– Sobre el señor Guillermo Hutton, con el que usted estuvo negociando, y espero no haya llegado demasiado lejos, poco de bueno le puedo agregar a su conocida insolvencia económica: carece de medios legales reconocidos de vida, excepto el mal uso de la fortuna paterna, que malgasta. A eso se le suma el incendio de su estancia, precisamente después de su visita, señor Rojas. Hutton deposita todas sus esperanzas en continuar la concesión con el venal apoyo de las autoridades militares de la Subsecretaría de Turismo. No le creo: lo único concreto y firme es su apoyo, el de la cadena Survey.

El chileno asentía imperturbable.

– Respecto de Roberto Romero, el otro interesado en el Atlantic, usted sabe que es un hombre más sólido económicamente. Bien: carece en absoluto de escrúpulos. Tiene intereses viales y en la construcción, en Playa Bonita, y, llevado por un odio irracional hacia los Hutton, que lo desplazaron alguna vez del hotel, no vacilará en prometerle a usted lo imposible con tal de tenerlo de su lado. Puede hacer cualquier cosa…

– ¿Por ejemplo?

Etchenike vaciló. Daba la impresión de que estaba llegando demasiado lejos y prefería no pormenorizar.

– Déme precisiones, señor Etchenike -insistió el chileno.

– Bien: los dos están en guerra, a muerte. Literalmente a muerte. Y no me extrañaría que hubiera alguna novedad al respecto. El aire está, además, enrarecido por la aparición fantasmal de un personaje metido como una cuña entre los dos. No sé si les oyó mencionar a Juan Ludueña…

– No, creo que no…

– Es un “aparecido” en época de desaparecidos… -y Etchenike se arrepintió al momento de haber jugado con esa palabra en ese lugar y ante ese interlocutor-. Pero aunque ese hombre no existe, cualquiera puede utilizar su nombre y su figura para atribuirle la mayor atrocidad, cualquier acto violento. Sobre todo, Hutton…

El chileno entrecerró los ojos.

– No entiendo bien -dijo.

– Tampoco es necesario -improvisó Etchenike-. Es sólo para mostrarle el grado de violencia e irracionalidad que media entre ellos. A esto se llega cuando se traspasan las reglas de la sana competencia… A la amenaza, a la extorsión más despiadada…

– ¿Extorsión?

– Sí. Y precisamente de eso quería hablarle respecto de Romero, porque entra en el campo del delito grave: puedo asegurarle, y no me pregunte cómo lo sé, que el dueño de Los Lobos está dispuesto a extorsionar o está extorsionando a Hutton con fotos pornográficas de su sobrina paralítica, la joven María Eva que usted conoció en la estancia…

– ¿Qué dice?

– Tal cual. Ése es el grado de bajeza de los hombres con los cuales trata.

Repentinamente, el chileno había quedado tenso e inmóvil, con el vaso de whisky suspendido en el aire. Una inquietud que era tal vez sorda furia se asomaba a sus ojos. Pero fue un instante.

– Es muy grave lo que me dice, compadre -dijo lentamente, asintiendo con la cabeza-. ¿Puede probarlo?

– No -dijo Etchenike-. Usted pregunte, averigüe. Pero recuerde que a mí no me conoce, como bien me aclaró…

El veterano se empinó el whisky.

– Es todo. No lo molesto más.

Rojas Fouilloux lo disculpó con un gesto amistoso y miró su reloj. Etchenike se puso de pie:

– ¿Cuándo vuelve a Santiago?

– Mañana a las ocho salimos en un charter de Camet a Buenos Aires… No sé aún la combinación a Santiago. Ésta es mi última noche en Mar del Plata.

Estaban nuevamente en el hall. Atardecía detrás de los ventanales.

– ¿Le gusta la ciudad?

– Ha cambiado mucho -dijo el chileno-. Es otra ciudad de la que conocí.

– ¿Y eso es bueno o es malo?

– No sé qué quiere decir.

– Olvídelo.

Etchenike se despidió extendiéndole la mano.

– Pero lo otro que le dije no lo olvide…

El chileno lo miró sin decir nada y le estrechó la derecha.

Etchenike no supo si le estaba agradeciendo los datos. Tampoco se lo preguntó. Pero el señor Rojas Fouilloux había dejado de sonreír.

49. El bastón

El departamento de María Eva Ludueña Hutton era un piso entero, el séptimo y último de una soberana torre ubicada en la cresta de la loma desde la que se derramaba la avenida Colón como una monstruosa pista de ski. Enfrente, en la esquina opuesta, el perfil clásico del palacio Ortiz Basualdo era casi una reliquia, un remordimiento entre tantos metros cúbicos de vidrio y cemento.

Etchenike llegó exactamente a las nueve y se dejó preceder por una mucama que lo llevó, con uniformes pasos de uniforme, de pasillo en habitación, hasta el living que desplegaba sus dos surtidos niveles suavemente unidos por una rampa. El ambiente se extendía desde la antesala hasta el balcón corrido insinuado tras las cortinas que cubrían la noche y el ventanal que ocupaba toda la pared y el ángulo más lejano de la habitación.

María Eva estaba en una penumbra que no mellaba la única lámpara encendida a su derecha. Sentada; reclinada, mejor, con las piernas extendidas sobre un sillón doble, de perfil a Etchenike y de frente al televisor prendido. En la pantalla, los rostros de Linda Evans y John Forsythe se preocupaban por el destino de alguien, hablaban mal de Joan Collins que no estaba en pantalla pero que no tardaría en aparecer.

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