Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– Están trabadas automáticamente desde acá -dijo Sayago dándose vuelta por primera vez, revelándose como chofer de remise-. Es muy seguro este auto.

– No tiene por qué escapar… -lo tranquilizó Etchenike-. Igualmente, usted puede no ir a Camet. Sé que ningún avión lo espera ahí. Sólo la policía.

Y el señor Leonel Rojas Fouilloux, delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería, se derrumbó definitivamente en el asiento.

Etchenike sacó cigarrillos y convidó a Sayago y al apesadumbrado chileno.

– Seguí por la costa -indicó-. Yo te aviso.

El sol ya había subido algunos grados sobre el horizonte y el mar brillaba casi blanco, como celofán sobre terciopelo gris.

– No tiene pasaje en el charter. Me tomé el trabajo de averiguarlo. Tampoco pensó en viajar a Santiago ni en realidad jamás participó de las IV Jornadas… eso lo descubrió hace unos días mi amigo, aquí presente. Andaba con esa credencial en blanco que habrá robado, me imagino. Se hospedaba en el Provincial y se mimetizó con las delegaciones, pero no vino de Chile.

El hombre aparecía ahora repentinamente cansado, como si escuchara una historia que nada tenía que ver con él.

– Bah… Todo eso no me importa -concluyó Etchenike-. Si usted los quería cagar a éstos haciéndose pasar por hombre de Survey usando documentación vieja o fraguada, aunque yo no veía el negocio, no me interesaba. Hacía bien… En realidad, en esta historia todos son otro, nadie es quien es. Y a usted lo descubrí el día que lo conocí, cuando metió el pie en el pozo y se sacó ese mismo mocasín…

Etchenike se agachó y desnudó el pie de Rojas, que no se resistió. Le alcanzó el zapato a Sayago:

– Lee la plantilla.

– Calzados El Inca. San Martín y Suipacha, Berazategui. Buenos Aires.

Y los dos se rieron, se pasaron el zapato, se lo devolvieron al falso chileno.

– Y le diré más, compadre -parodió Etchenike-. La mayor evidencia la tuve porque usted era demasiado chileno: la “ll” casi “y” que pronunciaba, la tonada, las inflexiones y algunos modismos; el léxico. Sólo le faltaba gritar “Viva Chile, mierda”. Era excesivo. Y precisamente en el momento de elegir un nombre presuntamente chileno optó casi por la caricatura, se pasó de largo en las alusiones: Leonel Rojas Fouilloux tal vez no le diga nada a algunos, pero a los que tenemos años y memoria futbolera nos evoca inmediatamente al equipo de la Copa del Mundo del ‘62 en Santiago: Leonel es sólo Leonel Sánchez, el famoso wing izquierdo; Tito Fouilloux, un talentoso número diez; Eladio Rojas fue “el volante de América” en ese Mundial. Es como si alguien quiere hacerse pasar por argentino y se pone Gardel de apellido o firma Ángel Amadeo Sanfilippo, hace unos años, o Ubaldo Matildo Kempes ahora, después de nuestro Mundial…

Etchenike lo miró con una contenida piedad que no sabía su nombre.

– Usted es un hombre grande ya. Menos que yo, claro. Pero es grande. Y los recuerdos de aquellos años han sido muy fuertes… Yo sé por qué. Y recurrió casi inconscientemente a ellos. ¿No es así?

Abatido, sereno ya, el hombre asentía apenas. Casi estaba a punto de participar, completar el relato.

– Es acá, Negro… Estacioná sobre la barranca -dijo repentinamente Etchenike.

El auto salió de la ruta y avanzó casi una cuadra hasta detenerse a pocos metros del abismo, frente al mar.

El lugar era una desolada superficie de piedra caliza cortada a pique a varias decenas de metros sobre el mar. Abajo, en algunos lugares, las olas lamían la base de los acantilados dejando una playita minúscula; en otros, la costa irregular que entraba y salía del mar a lo largo de kilómetros, se encrespaba en rocas que chocaban violentamente con las olas y saltaba la espuma al sol, llegaba el rumor hasta el camino.

Sayago abrió la puerta y descendió:

– Esto es…

– Barranca de Los Lobos -dijo Etchenike.

– Ah… -dijo el Negro.

El hombre también había bajado en silencio del auto y en un momento dado comenzó a caminar lentamente a lo largo de la barranca. Avanzó unos pasos y se detuvo. Luego reanudó la marcha, se alejó.

– Se va a escapar -dijo Sayago.

– ¿Adónde va a ir?

– Se va a matar… Ahora se tira.

– No -dijo Etchenike-. Es de los que sobreviven.

Media hora después, del mismo modo, al mismo ritmo cansino, el hombre regresó. Etchenike estaba sentado en el paragolpes del auto; Sayago, al volante y con la puerta abierta.

– ¿Cómo supo que yo?… -dijo el hombre ya con otra voz sin inflexiones, relajado, vencido y dispuesto a oír lo inevitable.

– Hay dos cosas -dijo Etchenike entrecerrando los ojos ante el sol, ante el imaginado recuerdo que reconstruía-. Cuando me contaron la historia del Atlantic, me impresionó la cadena de odios, el entrelazamiento de pasiones, el amor, la política, los rencores arrastrados por décadas… La soberbia de la puta oligarquía, la estupidez, el prejuicio. Y después, la desgracia: creo que Juan Ludueña no se merecía verle así la cara a la desgracia. Fueron demasiadas culpas para un hombre solo: primero, la enfermedad de Evita; después, esa noche terrible de la huida y el accidente acá, ahí mismo tal vez… -y señaló delante de ellos, ese borde preciso-. Se sintió demasiado culpable con la muerte de Virginia. Culpable de sobrevivir. Y prefirió morir aquí, que lo dieran por muerto. No faltarían amigos en quienes confiar para que lo atestiguaran… Gombrowicz, por ejemplo.

– El Polaco… -murmuró el hombre como si rezara.

Etchenike metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo una foto vieja, algo amarillenta pero no ajada. Estaba montada sobre cartón y había estado encuadrada bajo un vidrio durante muchos años.

– Ésta fue la otra cosa que me convenció-dijo alcanzándosela.

El hombre la tomó en sus manos y necesitó ponerse los anteojos para poder reconocer los rostros que posaban enfilados, uniformados, sonrientes en la inauguración del Hotel Atlantic en el verano del ‘53. El Polaco era ése de la punta, con el pelo enrulado y cara de loco; había mozos que no recordaba el nombre, mucamas; el chico que estaba colado en la foto, arrodillado junto al perro también colado, era Willy sin duda. Y el del gorro blanco y rígido, copudo, con la cara tan lisa y blanda al sonreír, era Romero, y estaba el cocinero jefe al lado, y después aparecía Virginia con una solera que le dejaba los hombros desnudos y tenía a Evita en brazos, de meses y sana todavía. Y ahí estaba él, Juan Ludueña, casi en el centro de la foto, protegiendo a su mujer y a su hija con los brazos, protegiéndolos a todos desde la Intervención, sonriéndole al verano peronista de hacía veinticinco veranos.

– La robé del hotel… Y al verlo a usted no dudé quién era.

– ¿Puedo quedármela?

– No. Mejor no. La volveré a colgar en su lugar. El Polaco cuida eso… Alguien se tiene que ocupar de la memoria y no es usted, precisamente.

Se la quitó sin violencia, la guardó.

– No es casual que haya sido el Polaco el único que supo que había vuelto de algún modo, que me empezó a dar indicios de que había algo más, alguien más…

– Pero está loco, Etchenike… El Polaco está desconectado del mundo.

El veterano lo miró con repentino desprecio:

– ¿Desde dónde puede hablar así? -exclamó-. Usted, que ha hecho lo que ha hecho… Puedo reconstruir sus desgraciadas idas y vueltas. No creo que pueda estar orgulloso.

Comenzó a enumerar con los dedos:

– No pudo superar la culpa familiar pero siguió actuando. Es probable que haya estado en la Resistencia y todo hace coincidir su participación en la preparación de la huida de Ushuaia con su llegada a Chile. No sé cuánto se habrá quedado allá, tampoco sé qué hizo durante su vida en estos últimos veinte años, Ludueña. No sé si vive en Berazategui, si tiene otra familia, ni sé cómo carajo se llama ahora y desde cuándo… Supongo que volverá a ser ese mismo ahora, el que no debió dejar de ser hace quince días cuando decidió volver a hacer justicia disfrazado de empresario chileno devoto de Pinochet. Usted está loco, no tiene derecho a hablar del Polaco.

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