Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– Quise volver a… -buscó las palabras pero no estaban en ese cielo demasiado limpio; tampoco en las piedras del suelo-. A ajustar cuentas con esos tipos. Se cumplían los cincuenta años… Además, quise que ella me valorara, supiera… Quise reencontrarme con Evita.

– Evítela -jugó Etchenike.

– Usted no quiere entender que yo necesitaba volver alguna vez.

Etchenike sabía de esas tentaciones de regresar para emparchar el pasado.

– Fue demasiado tiempo, Ludueña. Todo es distinto. Usted es distinto, ella es distinta… Volver tarde y mal, como usted, es peor que no volver.

Y de pronto se le ocurrió un argumento:

– A usted le importaba ella. Bien: ella defendió su memoria. Porque para María Eva es como si usted no hubiera vuelto, usted no existe. Cree la versión que yo le di hace un rato, la de Hutton que se hace pasar por Juan Ludueña…

El hombre hizo un gesto de escepticismo.

– No es tan difícil de creer -replicó Etchenike-. A María Eva la tranquiliza… ¿O usted pensaba llamarla hoy para explicar qué había hecho?

– No… No sé.

– ¡No sea imbécil! -se desesperó el veterano-. Si quiere voy yo y le explico que usted, Juan Ludueña, planeó destruir a Willy y al Lobo, creó una red de celos entre ellos, se hizo indispensable y al final desencadenó la tragedia: incendió el campo de Willy, probablemente desde la misma avioneta al partir, que es lo más simple, y después vino a acosarlo a Romero. No sé si pensaba matarlo. Tal vez no. Él había sido botón. Pero cuando yo ayer a la tarde le dije lo de la extorsión a María Eva, vio todo rojo…

– Usted es un cínico. Usted sabía lo que hacía… Me empujó.

– Lo empujaría ahora -dijo Etchenike agarrándolo de las solapas, amagando hacia el abismo-. No sea hipócrita, Ludueña… Tenía todo planeado: matar como Rojas Fouilloux y echarle la culpa a un Ludueña que usted ya no era. Es genial, lo sé; anoche fue a ver a Romero, conversaron y tomaron whisky. Se hizo llevar a la cocina para conocer las virtudes culinarias y reposteriles del trolo y allí sacó el revólver, se puso los guantes, lo ató, lo vejó y torturó hasta que se le murió entre las manos.

El hombre que escuchaba esa descripción de lo que había hecho no podía soportarlo. Se alejó dos pasos, dio la espalda, pero no fue más lejos.

– Usted lo conocía bien, sabía sus miserias, como Willy las conocía… Y no pudo resistir a la tentación de decirle quién era, darse a conocer. Entonces no se pudo detener… ¿Qué quería? ¿Quería las putas fotos?

– Sí. Las pruebas de la extorsión.

– Y él no las tenía.

– Decía que no.

– Claro que no. El tampoco las tenía, Ludueña.

El veterano esperó que el otro lo mirara:

– No había fotos… Es mentira. Una infamia contra ella.

– Pero usted me dijo…

– Me engañaron… Y si no me cree, búsquelas: no existen, no hay.

El rostro de Ludueña se transfiguró. No era la paz pero parecía.

– A ella, entonces, no la… -como queriendo entender, queriendo creer.

– No. Nadie la ensució.

– Bueno…

– Nada bueno lo suyo, Ludueña -quiso concluir Etchenike-: una vez muerto el Lobo, llamó un taxi, fingió una despedida y salió tranquilo. Volvió al rato, con su disfraz de Ludueña sospechoso. Se mostró bien ante el guardia y después lo desmayó y se fue. Cualquiera, incluso la policía, va a creer que el crimen fue a las ocho de la noche y no a las siete y media. Ya puede desaparecer tranquilo, volver a ser quién es ahora.

Juan Ludueña, el falso chileno pateó algunas piedras y las empujó al vacío. Se quedó mirando el mar. Estuvo un rato largo así. Cuando escuchó el ruido del auto se dio vuelta bruscamente.

Se le venía encima.

El Negro Sayago clavó los frenos a diez centímetros de sus rodillas. Sonreía. Etchenike abrió la puerta y le arrojó la valija que cayó a sus pies.

Ludueña tardó en entender que acaso lo dejaban ir, que todo acababa ahí.

– Adiós -dijo, pero no se atrevía ni siquiera a levantar la mano ahí, como estaba, entre el abismo y el motor…

– No le digo adiós -improvisó Etchenike sacando la cabeza por la ventanilla-. Ya se lo dije cuando usted era un chileno delegado a las IV Jornadas Latinoamericanas de Hotelería… Ahora le digo, simplemente -hizo una pausa-: andá a la puta madre que te parió, Ludueña.

Sayago metió la marcha atrás y se alejaron del hombre que quedó inmóvil entre la polvareda.

Una vez en la ruta el Negro miró por el espejito.

– ¿No vas a pasar adelante?

– No. Llevame… Quiero saber qué se siente.

Etchenike se recostó y cerró los ojos.

– Julio -dijo Sayago al rato-. Eso que le dijiste al despedirte: “No le digo adiós… Ya se lo dije una vez”, ya creo que te lo oí antes. ¿Qué es? ¿De dónde lo sacaste?

– Es Chandler -dijo el veterano sin abrir los ojos-. Variaciones sobre un tema de Chandler. Pero las puteadas son mías.

52. De otra cosa

Joseph Cotten estaba parado, apoyado, mejor, a la izquierda; y ella, la tanita Alida Valli, venía por el sendero, impermeable y hojitas sueltas.

La última escena era en el cementerio de Viena, donde por fin enterraban al que no habían enterrado en su momento: Orson Welles, el genio malvadísimo de la cara blanda que se burlaba de la paz suiza, de los relojes cucú, que no tenía moral ni escrúpulos para la penicilina.

La cítara de Anton Karas bordoneaba un poco más alto ahora y ella pasaba de largo, no movía ni los ojos, ni el sombrerito pobre hacia Cotten, al que sólo le quedaba fumar, sacar buen perfil duro y volverse a casa a seguir escribiendo novelitas de tiros.

Hubo un The End muy dibujado al estilo posguerra y enseguida las rayas, los números, los golpes de claridad y el chicotazo final de la película que dejó el chorro de luz desnudo, la pantalla iluminada, el zumbido del equipo.

El Polaco apagó el proyector.

– Termina mal -dijo Etchenike en la oscuridad.

Gombrowicz caminó unos pasos y encendió la luz general:

– Un traidor es un traidor… Un botón es siempre un botón -sentenció.

– No es el final de Graham Greene… -dijo Etchenike parpadeando.

– Está bien: es una historia de amor y ésas son las reglas.

– Hace pocos días me dijeron algo así.

Estaban solos en la sala del Atlantic, con las sillas un poco desordenadas y una cerveza cada uno. Afuera, el sol se empeñaba contra las ventanas más cerradas que nunca.

– Gracias por El tercer hombre-dijo el veterano poniéndose de pie-. No me quería ir sin verla. Usted me había hablado mucho y con insistencia… Me sirvió, Polaco.

– ¿No va a ver El ídolo caído? -dijo el otro haciéndose el distraído, siempre en otra cosa-. La separé para que veamos las dos juntas.

– No. Tengo que ir hasta “ La Julia ”, hacer algunas cosas más y volverme esta misma noche en micro. No hay tiempo. Tal vez el verano que viene…

– El verano que viene… -iban por el pasillo hacia el hall de entrada-. No sé qué pasará con esto, en qué quedará todo. Nada bueno, seguro.

Etchenike se detuvo bruscamente y metió la mano en el bolsillo. Sacó un sobre:

– Polaco, esto es suyo -y señaló el hueco en la fila de fotos de la pared-. Hubo quien me la pidió, pero pienso que debe quedar acá. Nadie se la merece.

– Cuando vi que faltaba ésa me di cuenta de que usted andaba bien rumbeado… -dijo Gombrowicz sonriendo apenas-. Pero no se le ocurra contarme nada.

– Como quiera.

Salieron. La arena volaba en la Avenida Hutton. Era una tarde fea que podía mejorar a la caída del sol. El viento no era frío; venía, extrañamente, de la tierra hacia el mar. Pero era un viento cargado de polvo, seco y sin olores de verano.

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