Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– ¿Los dejó en consignación?

– En cierto modo… Digamos que me las quitaron en consignación…

– Porque está vencida la fecha para retirar… A ver, espere un momento. La viejita se fue.

No volvió ella. Apareció un jugador de pato, uno de los primos.

– Está vencido -dijo haciendo un bollito con el vale. Lo tiró a los pies de Etchenike-. Ya no le sirve más.

– ¿Dónde están? -dijo el veterano, imperturbable.

– Siguen en venta. Ahora son nuestros, claro. Pero son baratos… Comparados con un Remington de la Guerra del Desierto…

Etchenike fue hasta la vitrina y los vio, los dos 38 en una caja, como si fueran revólveres de un duelo. Intentó abrir. Estaba cerrado. Forcejeó y el mueble se tambaleó hasta que cayó un portarretrato que estaba encima.

El vidrio que cubría la imagen de una señora de sombrero estalló en cien pedazos con mucho estruendo.

– ¡Señor! ¿No ve que está cerrado? ¿Qué hizo? -la viejita recogía los pedazos del portarretrato.

– Son míos -dijo Etchenike confuso, empecinado.

– Deje, tía… Yo me encargo de él.

Era el otro jugador de pato.

De pronto salieron los dos juntos desde atrás del mostrador y Etchenike comenzó a retroceder tácticamente hacia la puerta. En el momento en que se le abalanzaban pudo empujar el buzo sobre el primo que venía por derecha y manotear el picaporte. Salió dando un portazo. La campanilla quedó temblando. Él también.

– ¿Adónde va tan apurado?

Willy Hutton estaba allí. Acababa de estacionar el Mercedes y se lo veía muy bien teniendo en cuenta que venía de soportar un incendio en los talones y estaba, en lo económico, clínicamente muerto según sus enemigos.

Etchenike giró y mostró la vidriera de El Naufragio. Tras los cristales, los primos gruñían satisfechos como dos perros guardianes.

– Ya veo. Llegó tarde con el vale. No tendría que haberse demorado tanto, Etchenike… -el estanciero hizo una pausa-. Pero espere un momento. Suba al auto, mientras tanto. Necesito hablar con usted.

Etchenike subió. Willy Hutton entró a la tienda y volvió en pocos minutos.

Traía la caja bajo el brazo. Se puso al volante y la depositó junto a Etchenike.

– Ahí tiene.

El veterano los sacó y empuñó una en cada mano. No llegó a hablar.

– Tome el vale por los gatillos -dijo el estanciero alcanzándole un nuevo papel con una sonrisa-. Tiene hasta el… Hasta el lunes, mejor dicho. El domicilio de entrega es en Buenos Aires. Espero que esta vez llegue a tiempo.

Puso primera y salió.

– ¿Me va a llevar usted a Buenos Aires? -dijo Etchenike.

– No. Sólo quiero que charlemos dos o tres cosas. Estoy de mucho mejor ánimo que ayer, con todos esos inconvenientes… -se volvió hacia el veterano-. Estuvo muy duro conmigo: yo no maté al Baba. Pregúntele a Friedrich.

– A Friedrich no se puede preguntarle ni la hora: él le va a dar otra que el resto de la gente. Y no me interesa. Es como hablar con usted. Los dos me dan asco, pero tal vez él un poco más, porque no sé qué defiende. Los tipos como Willy Hutton son mucho más transparentes.

Willy siguió marchando con la vista fija en el camino. Le sonreía al atardecer, al veredón que separaba la marcha del Mercedes de las rocas golpeadas por el mar ahí abajo. Le sonreía tal vez al mismísimo horizonte lejano y gris, a las ofensas próximas que no lo tocaban.

– Le voy a decir algo: puedo dejarlo hablar y es una suerte para usted. Y puedo porque hay dos cosas que me colocan muy lejos de toda esta mierda que quiere revolver: el subsecretario de Turismo de la Nación me acaba de confirmar y garantizar que la prórroga de la concesión es un hecho. Y hoy cerré, además, el preacuerdo con la gente de Hoteles Survey, de Chile.

– ¿Por qué cree en ese chileno?

– Creo en Chile. Es una economía más sólida, más confiable que la nuestra.

– “Sólida” y “confiable” son calificativos propios para las armas, para un tanque, para una ametralladora, para…

– La economía es un arma, también. Y en Chile es efectiva. Acá, no tanto.

Etchenike no estaba dispuesto a discutir esos matices:

– El chileno juega a dos puntas: habló con Romero también.

– ¿Cómo lo sabe?

– Estuve con él hace un rato.

El estanciero no se sorprendió. Ya había muchos sobreentendidos entre los dos. Demasiados, tal vez.

– Rojas le dio el dulce, lo tanteó, le hizo mostrar las cartas y después arregló conmigo… No es gil, el chileno. Sabe reconocer dónde está la seguridad de la inversión.

– Esta tarde Romero lo veía otra vez.

El dato cayó como una repentina cagada de paloma sobre el capot, sobre el impecable parabrisas del Mercedes que los paseaba por Playa Chica. Pero la serenidad de Hutton no mostró fisuras:

– Le dije que la continuidad de la concesión está garantizada… Así que es al pedo. Esas son cosas que ustedes -y ahí Etchenike se vio incluido en una categoría que no reconocía pero que podía suponer despreciable- no pueden llegar a entender… El subsecretario de Turismo, por ejemplo, el coronel Ramón Green, es sobrino nieto de un Pradere, pariente de mi vieja. Ha estado infinidad de veces en “ La Julia ”. No bien le expliqué la emergencia que estaba pasando con el incendio y con el apriete de este hijo de puta me dijo que me quedara tranquilo… ¿Entiende?

El veterano entendía. Era como leer un libro de mitología griega, con dioses, semidioses, titanes, héroes y reyes entreverados en conflictos tan lejanos y altos como el Olimpo. Los boludos, miraban.

– Entiendo -dijo repentinamente comprensivo-. Le tiran una soga. Pero está liquidado, Willy… Ya no es todo tan fácil como antes.

– En el fondo es siempre igual: mi viejo hizo lo que hizo cuando para hablar con un ministro de Alvear no necesitaba pedir audiencia. Entraba y listo. Y a mí me tuvieron sobre las rodillas los más importantes políticos de la Nación, los hombres más sólidos y poderosos, más allá de los gobiernos o los guachos que después quisieron quitarnos lo que habíamos hecho con el laburo de la tierra, que es lo único que dura y que vale en este país de mierda.

Y el discurso arquetípico de un vocero tardío y poco consecuente de la oligarquía terrateniente de la pampa húmeda sonaba tan hueco como sus sueños de cartón. Etchenike imaginó un Hotel Atlantic escenográfico, un simulacro de grandezas poblado de fantasmas, figuras del pasado o sacadas de una novela fantástica de Bioy Casares.

– Es la gente que hizo esto… -y el brazo fervoroso de Hutton abarcaba los brillos, los alevosos esplendores de la costa poblada de residencias, torres, dinero puesto en la orilla como ofrenda a quién sabe qué dios o monstruo que saldría del mar-. Todo vino de la tierra, del campo. Esa es la guita en serio que hizo todo. Después vinieron los arribistas, los tipos sin clase. Una basura como Romero…

– Hay quienes han cosechado una fortuna y hay quienes la han amasado -dijo Etchenike con la mirada equidistante de un umpire de tenis.

– Ésa es buena -y Hutton sonrió-. Han tenido que amasar…

– Pero ése que mete las manos en la masa, el alfajorero, dice que usted está muerto y yo creo que tiene razón: si él no lo entierra…

– ¡Qué va a enterrar ese maricón! Está acostumbrado a que se la entierren a él.

Willy esperó, sonriente como una asquerosa máscara china, el efecto de sus palabras:

– Es marica. Trolo. Un putazo… Lo conozco bien; no sabe cuánto -y echó una carcajada-. Fue entretenido cuando yo era pendejo. Si hasta se enamoró. Le sacaba lo que quería.

Etchenike lo miraba en silencio.

– ¿No me cree?

El veterano asintió.

– Tiene reacciones de mina, cosas típicas de puto… Nunca aceptó que él no era nadie en el hotel, que mi vieja lo nombró administrador hasta que un Hutton pudiera hacerse cargo. Y nos odia. Pero el que está liquidado es él. Lo tengo así…

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