Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Raúl Ludueña tomaba una cerveza en la barra y lo convidó con un gesto.

– ¿Y el Negro?

– Me voy solo. Está muy entusiasmado.

– Ése fue un campeón.

Etchenike asintió y levantó la copa.

– Soy otro. Me siento otro -dijo satisfecho, bañado, dispuesto a todo.

– ¿Eso es bueno?

Las arrugas y las pequeñas heridas cubrían la cara de Ludueña como una fina red. “La máscara del Hombre Araña”, pensó el veterano. Los ojos asomaban por dos ranuras altas, negros y vivísimos, ladinos como la sonrisa con dos o tres dientes menos. Sobre la frente le caía ese mechón de pelo duro y ya gris que usan los boxeadores para repartir gotitas de agua al recibir un cross exacto como los de Roberto Arlt.

Pero ahora el que había pegado con un jab de contención era él.

– Es necesario, a veces, ser otro -respondió Etchenike-. Cambiarse la ropa, la peinada, el domicilio, el nombre, la nariz…

El boxeador apoyó el índice sobre su propia nariz y la hundió.

– Un precio alto, el de ustedes… No es fácil poner la cara -dijo Etchenike.

– Otros ponen el culo… ¿Usted por dónde prefiere sangrar?

El veterano mostró su ceja rota como quien exhibe un diploma, una garantía quién sabe de qué. Pensó en los que ponían el cuerpo, todo el cuerpo, y sangraban.

– ¿Qué sabe de su hermano, Raúl?

El boxeador suspiró. No estaba seguro de lo que iba a decir ni de cómo decirlo:

– Hablé con Sayago el otro día. Es todo muy raro. Por un lado, estoy prácticamente convencido de que él no murió en el ‘55. No estuve en el reconocimiento del cadáver pero después tuve noticias de amigos que me aseguraron que se había escapado.

– La historia del penal de Ushuaia…

– Sí. Habría estado también en la Resistencia por esos años. Pero nunca tuve un contacto directo con él para confirmarlo, ni una carta ni una llamada.

– No hay mucho de qué agarrarse para creer, entonces.

Ludueña asintió pero dejó abierta otra posibilidad, pidió atención:

– Esta semana me llamaron por teléfono acá, al gimnasio. Y era él. Preguntó por mí y me dice: “Raúl, no te asustes: soy Juano, tu hermano”.Y me dijo “Juano”, que es el sobrenombre de pibe, de casa. “Estoy acá, en Mar del Plata. Volví porque hay algunas cosas que tengo que arreglar”. No me dijo qué cosas. No me dijo nada más. No quiso que nos encontráramos. Me avisó que iba a volver a llamar y llamó ayer. “Todo va bien, Raúl: ya te vas a enterar de mí, por los diarios. Pero no me busques que es peor. Termino de hacer dos cositas y nos vemos”. Eso fue todo.

– ¿Y era él? ¿La voz era la de él?

– Seguro.

– Son veinticinco años, no unos meses… La gente cambia, la voz cambia.

– Seguro -dijo Ludueña, seguro.

– ¿Y no le da miedo que haya aparecido así?

– No.

– Porque a María Eva, sí.

Ludueña sonrió:

– María Eva… Los ricos son diferentes.

– Eso decía Scott Fitzgerald.

– ¿Y ése con quién peleó? ¿Es de la época de Marciano?

Etchenike no supo si lo estaba cargando:

– Anterior -dijo-. Duró poco.

Terminó la cerveza y se apartó de la barra.

– Gracias por los datos. Dígale al Negro que me espere.

– ¿La va a ver?

– ¿A quién?

– A Evita.

Etchenike pensó en esa mujer lisiada que se llamaba María Eva Ludueña y le costó asociar todas las imágenes:

– ¿Cuánto hace que no la ve?

– Desde que era así.

Y “así” era muy poco, apenas unos centímetros sobre el mostrador.

– Sí, casi seguro que la voy a ver -hizo una pausa-. Pero es otra.

Raúl Ludueña tiró un gancho lento y anunciado, amistoso.

– ¿Eso es bueno?

– Es malo. Creo que es malo -dijo Etchenike trabando, mirando el reloj.

Era un edificio de cemento y vidrio de diez pisos que ocupaba veinte metros de Almirante Brown, a media cuadra de Plaza Colón. En la planta baja, tras las vidrieras hasta el piso, operarias vestidas de amarillo, marrón y naranja -“colores de alfajor”, pensó Etchenike- mostraban el proceso que convertía el cacao, la leche, el azúcar y todo lo demás en los inimitables productos Los Lobos. El desarrollo era tan exhaustivo, evidente y limpio que sólo faltaban una vaca, una gallina en su corral, y un cañaveral en el fondo del jardín circundante. Esa puesta en escena de la elaboración de los alfajores Los Lobos era una verdadera atracción turística. El público desfilaba frente a las vidrieras y confluía luego en la ventanilla del local de ventas.

Hacia ese lugar fue Etchenike. Compró uno de chocolate con coco y aprovechó para preguntar todo lo que quería saber: eran siete empresas en otros tantos pisos y los últimos tres reservados para el imperio de Los Lobos.

En el hall de entrada, tres grandotes ociosos pero vigilantes hablaban de fútbol, reían entre ellos.

Tiró el alfajor apenas mordido en un cenicero de madera y vidrio y se encaminó al ascensor. Un ropero de seguridad le salió al cruce:

– ¿Adónde va?

– A ver a Silguero, a Romar -aseguró.

Lo dejaron pasar.

Pero no fue a Romar. Se bajó en el séptimo y se presentó en las oficinas de Rovial S.A.

– El señor Forlán, por favor.

La secretaria no conocía a ningún Forlán en la empresa. Preguntó por Coria, entonces. Tampoco. Agradeció y bajó un piso por la escalera.

En Rotour S.A. tampoco trabajaban ni Forlán ni Coria; en el quinto piso, las oficinas de Rofin S.A. no los contaban entre sus empleados, pero la cortés recepcionista de Romotor S.A. dijo que sí, que al señor Coria no lo ubicaba pero que el señor Forlán estaba de vacaciones desde la semana pasada y que se reintegraba probablemente el lunes.

Agradeció, no dejó nombre ni pelo ni marca y bajó un piso más, por ascensor, hasta Romar S.A. Preguntó por el señor Silguero.

– ¿Quién lo busca?

– Et-che-ni-ke -deletreó.

La joven recepcionista parecía diseñada por el mismo optimista dibujante que había inventado las líneas escalonadas y los parques y veredones del Complejo que él sabía desolado pero que aquí brillaba a cuatro colores en un panel de pared a pared.

– No lo va a poder atender -dijo la niña pulsando el intercomunicador luego de escuchar un momento-. Dice el señor Silguero que lo llame más tarde al número que usted tiene.

– Déme un sobre, por favor -dijo Etchenike.

La recepcionista le alcanzó uno y no llegó a ver qué ponía el visitante en su interior. Etchenike lo mojó con la lengua, lo cerró y se lo devolvió.

– Déle esto. Ahora.

Ella lo tomó y se dirigió hacia una puerta lateral.

– ¿Espera? -dijo volviéndose.

– Espero.

Un par de minutos después la puerta se abrió.

– Adelante -dijo la secretaria y se hizo a un lado.

Norberto Silguero estaba parado tras su escritorio con los diez dedos apoyados sobre la tapa de vidrio. Estaba sereno y sonreía. Sin embargo, Etchenike notó las yemas blancas de los dedos; la presión de todo el cuerpo en tensión; Silguero podía permanecer de pie, sentarse o saltar como una pantera sobre él en los próximos segundos.

Pero no hizo nada. Se quedó quieto. Apenas le ofreció una silla, con el mentón estirado.

– No lo esperaba -dijo con voz amable que se quebraba en las vocales.

– No esperaba venir -dijo Etchenike cerca de él, sin sentarse-. Hubo emergencias.

Y puso la mirada en el sobre abierto del que asomaban la cédula de Forlán que había recogido en el Volkswagen descapotable y la foto original de Coria en el Casino.

– ¿Tiene las fotos que sacó? -dijo Silguero.

– Esas me interesan -dijo Etchenike señalando el sobre-. Explíqueme.

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