Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– No. Esa es una historia que tiene que sonsacarle al Polaco, si es que consigue que hable…

El veterano había guardado el arma y estaba en la fase de las recomendaciones personales, las recetas a la justicia sobre los pasos a seguir.

– Vamos a ver el tercer cadáver -explicó-. La tercera víctima.

– Yo tengo cuatro -contó el juez mentalmente.

– Tiene cuatro muertos: dos víctimas y dos victimarios.

– Ah… ¿Y éste que vamos a ver, qué es? El que desempata…

– Un poco menos víctima de lo que parece.

– Creo que entiendo -dijo el juez.

– Creo que sí.

Acostumbrado a robos menores, alguna disputa con puñaladas en el puerto de Quequén o ciertos cajeros de bancos provinciales que se quedaban con los vueltos, el Dr. Martínez Dios estaba desbordado por tantos avatares, nombres falsos y verdaderos, apodos, calibres e intereses entretejidos.

– Pero hay algo que no entiendo -dijo eligiendo entre sus dudas-. Su golpe final al comisario Laguna me parece de una exquisita cobardía… El hombre estaba desarmado y no esperaba ni merecía eso.

– Es un amigo, juez. Recuerde eso -dijo Etchenike mirando el paisaje.

El forense, a su lado, hizo como que no oía, como que no sabía de qué hablaban. El veterano le tocó el hombro:

– Qué trabajo el suyo: tiene muchas más manos que armas para analizar.

– Los de balística pueden tardar un siglo pero ya hay algunas cosas: el revólver que disparó la bala clavada en el pasillo del Flamingo es el mismo que mató a Cacho, el panadero. No quiere decir que sea el mismo dedo el que apretó el gatillo, pero… Los balazos que tiene adentro Brunetti salieron del mismo caño que el que tiene el cadáver del Baba en la pierna.

– Y la pistola no es de ninguno de los dos que la gatillamos -dijo Etchenike divertido- Y ahora va a tener problemas nuevos, aunque ya se me ocurren algunas ideas al respecto. Sé que voy a tardar un poco en conseguir el arma que hizo lo que vamos a ver. Pero casi seguro que es un treinta y ocho.

Ante una indicación de Etchenike, Sayago se zambulló en el camino lateral y aceleró levantando arena y polvo. El veterano temió por un momento que algo hubiese cambiado, pero no. Ahí estaba, entre los árboles, el Volkswagen rojo, impecable. Coria había tenido menos suerte: habían comenzado a visitarlo las hormigas.

El juez y el forense hicieron su trabajo y preguntaron mucho más de lo que Etchenike contestó. Dijo que Cacho había descubierto el elegante cadáver pero insinuó que no eran ésas las razones de su muerte, que giraban, como el juez debía entenderlo, alrededor de la noche del domingo y de quiénes habían estado con Beba Vargas.

– Esa mina es la clave, doctor -dijo sentándose frente al volante y cerrando la puerta del convertible.

– ¿Qué hace? No puede llevárselo.

– Voy a devolverlo. Mañana o pasado hablamos. Suerte…

Puso la marcha atrás, enderezó, metió primera y los dejó en medio de una nube de polvo.

Sayago saludó con el brazo extendido, un copiloto feliz.

CUARTA

“Ésa es la diferencia entre el crimen y los negocios.

Para hacer negocios es necesario tener capital.

A veces pienso que es la única diferencia.”

CHANDLER, El largo adiós

45. Duchas

El escaso pelo gris al viento, la barba sin afeitar y desprolija, los peludos agujeros de la nariz expuestos al aire impiadoso del mediodía, la cabeza de Etchenike reposaba sin demasiado reposo y con los ojos cerrados, reclinada en el asiento delantero del convertible, entregada al sol y a un sueño inquieto.

El autito se deslizaba brillante y rápido entre curvas que ni siquiera lo parecían, corría por la ruta costanera de acceso a Mar del Plata como por el riel de un Scalectrix. Sayago lo llevaba con el gozo fácil y el cuidado del que desliza una plancha sobre una bandera de colores queridos.

En la bajada del faro, antes de la curva a la izquierda que descubría la amplia bahía de Punta Mogotes, la inercia zarandeó un poco más al veterano y lo despabiló:

– ¿Dónde estamos?

– Llegando -dijo el Negro.

– Estoy todo torcido -se quejó Etchenike. Tenía las piernas encogidas y había sumado una nueva contractura a los hombros y al cuello.

– Extrañás el Plymouth… -se burló Sayago.

– No. Pero el armatoste tiene otro andar. Vos sabés lo que estás pisando cuando apretás el acelerador.

Se reacomodó, trató de ubicar el cuerpo más erguido y extendió los brazos sobre el borde de la ventanilla y por encima de los hombros del Negro.

– Además -golpeó sus rodillas más cerca del esternón que del tablero-, en el Plymouth vas sentado, estás naturalmente sentado, como en una mesa de bar o en el cine… Acá, no: entrás calzado, puesto en el lugar para manejar o viajar con una sola posición posible…

Sayago lo miró sin hacer ningún comentario. Etchenike se calló. Sonrieron.

– Sí -dijo después de un rato-. Extraño todo. Hasta la oficina. Hace una semana que salí. Parece mucho más.

– Es cierto.

El tránsito se adensó al llegar al puerto y al subir por Juan B. Justo quedaron unos minutos trabados entre dos micros. El calor arreciaba. Un jeep con cuatro jóvenes de shorts, remera y tablas de surf quedó un rato atravesado frente a ellos en una bocacalle. Los muchachos los miraron largamente. Dos de ellos hacían comentarios y reían. Sayago se secaba el sudor con fastidio.

– No es auto para pasar inadvertidos -dijo.

– Parece que no.

Zafaron del embotellamiento y Sayago pudo volver a acelerar rumbo al centro.

– No es sólo el auto, Negro, somos nosotros. Un chorizo y una morcilla en una fuente de acrílico.

– ¿Qué es el acrílico?

– No te digo… -y sonrió, teatralmente desalentado-. Llegaste tarde al acrílico, al descapotable rojo…

– Así vamos a llegar tarde a todas partes.

– No son tantas.

– ¿Cuánto nos vamos a quedar en Mar del Plata?

– Unas horas: hacemos lo que hay que hacer y listo.

– ¿Qué hay que hacer?

Etchenike lo miró diciéndole que él ya sabía qué había que hacer:

– Ajustar cuentas con Silguero, cobrarle el laburo a Romero, hacer averiguaciones para la huérfana paralítica y cobrar un vale que tengo por dos revólveres perdidos… Ah: localizar al chileno.

– ¿Y a quién hay que pegarle?

– A varios.

– ¿Por dónde empezamos?

– Por bañarnos.

Sayago puso tercera y en la esquina siguiente dobló hacia el norte con buen sonido de gomas sobre el asfalto caliente:

– Vamos al gimnasio del Club Peñarol -dijo-. Vas a conocer a Raúl Ludueña y a aprender a compartir la toalla con boxeadores… Maricón.

Izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, uno-dos, pausa, cintura para dejar pasar la bolsa, izquierda, derecha, pausa, izquierda, derecha, izquierda, cintura… Y la bolsa iba y venía como un péndulo.

Con una camisa fresca y oscura, pantalón claro y una campera liviana al hombro, las axilas y los pies entalcados como un cafishio y una exhaustiva afeitada, un Etchenike impecable miraba transpirar al Negro Sayago haciendo bolsa con pantalón largo, zapatos, musculosa, guantes prestados y veteranía propia.

Se apartó sin que el ex olímpico lo advirtiera y atravesó el gimnasio entre los rítmicos saltarines a la cuerda, un ceñudo castigador del punching y dos minimoscas forrados en cuero acolchado que hacían sonar los golpes como parches, a los guantazos en medio de un ring que parecía una cancha de fútbol para ellos.

El olor a resina y a aceite verde lo acompañó más allá de la puerta de vidrios opacos cuando entró en el bar contiguo del Club Peñarol.

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