Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– ¡No!

– ¿Quién? -Sayago lo pateó, lo hizo agarrarse del tablón.

– El Tano… Brunetti.

– ¿Y dónde está? -preguntó Etchenike desde lejos.

– En Mar del Plata.

– No es cierto.

– Sí.

Etchenike le apuntó a la cabeza desde el otro lado de la pileta.

– No es cierto -dijo bajito. Y disparó.

El balazo hizo saltar una astilla del borde del trampolín. La cabeza del Baba se agitó a un lado y a otro.

– ¡En el Flamingo! ¡Está en el Flamingo con la Beba! -dijo.

– ¿Y eso dónde queda? -el veterano amartillaba otra vez la cuarenta y cinco.

– Suelte esa arma. Está detenido.

El subcomisario Friedrich le apuntaba serenamente a sus espaldas. Willy Hutton estaba junto a él pero no precisamente sereno:

– ¡Asesino! -lo increpó-. ¿Qué iba a hacer?

– Hacía confesar a una rata…

Etchenike arrojó el arma lejos, como para no tentarse. Hutton corrió hacia el trampolín.

– ¿Qué le han hecho al Baba? ¡Suéltelo!

– ¡Deje a ese hombre! -gritó Friedrich.

Sayago sacó el pie y bajó los escalones con cuidado, retrocediendo sin dar la espalda.

– No se equivoque, Friedrich -dijo Etchenike-. Quiso matar al Mojarrita. Desprendió el cable sobre el agua: fíjese.

– ¡Tráigalo, Willy! Que no se escape -dijo el policía sin prestarle atención.

El Baba se aferraba al tablón, lloriqueaba, bajaba temblando.

– ¿Y dónde está Gómez? -dijo Friedrich.

Etchenike lo buscó con la mirada.

– Estaba ahí -se dio vuelta hacia la salida-. Puede ser que se haya…

Hubo un grito e inmediatamente el ruido de un cuerpo al agua. La pileta se conmovió por unos segundos. El Baba emergió un momento, abrió los ojos, sacó la lengua en un grito sordo y quedó quieto boca arriba. Muerto.

Se hizo un silencio espeso. Todas las miradas convergieron en Hutton.

– Quiso escapar, resbaló… -dijo Willy aún en el borde, a la defensiva.

– Lo empujó -dijo Sayago-. Lo dejó caer.

Etchenike dio un paso hacia él:

– Hijo de puta.

– Quieto -amenazó Friedrich-. No se mueva.

– Lo mataste… -y el veterano siguió avanzando.

El golpe justo del policía, exacto en la base del cráneo con el perfil del caño de la pistola, lo derrumbó hacia adelante, lo desmayó antes de que tocara el piso y quedase tirado como un trapo para secar tanta agua, un poco de sangre, suciedad acumulada.

33. The Flamingo affair

La claridad, el ruido que entró con la claridad y la mano que lo tocó segundos después lo despertaron junto con las palabras del entrevisto comisario Laguna:

– ¿Cómo está?

– Dolorido.

El policía fue a la ventana y corrió las cortinas. La luz llenó el cuarto. De pronto fue demasiado para Etchenike, que parpadeó.

– ¿Dónde estoy? -dijo.

– Retenido en una habitación del Atlantic.

– ¿Detenido?

– Retenido -Laguna sonrió, lo invitó a distenderse-. En un rato el juez lo va a llamar a declarar, como a todos. Le voy a traer un café y una aspirina.

Cuando quedó solo comprobó al tacto que tenía una gran inflamación en la nuca que casi le impedía volver la cabeza y que eran las nueve de la mañana. La habitación tenía olor a humedad y a arena seca a la sombra. El depósito de olores bien podía estar dentro de ese ropero desproporcionado con un espejo vertical en el que no quiso verse y ante el que pasó furtivo rumbo a la ventana. Desde allí vio las palmeras polvorientas, el cuadriculado blanco y negro de la galería.

Laguna regresó con una taza grande de café con leche con dos medias lunas y una aspirina en el platito.

– Coma.

Primero se tomó la aspirina, después mojó una medialuna.

– ¿Qué pasó con el Baba? -dijo.

El pulgar del policía señaló el piso.

– ¿Y Hutton?

Laguna chasqueó los dedos, lo hizo esfumarse en el aire, como un mago.

– ¿Friedrich lo dejó ir?

– Tenía que arreglar cuestiones del seguro en Mar del Plata, por el incendio del campo. Recién se fue.

– Al Baba lo mató él.

El gesto del policía dejó todas las posibilidades abiertas:

– Es lo que dice Sayago, pero Friedrich no vio eso.

– No vio nada, como yo.

– Y no hay más testigos.

– Mojarrita. Estaba ahí.

El comisario se echó a reír:

– No, ya no estaba. Eso lo sé muy bien. Me lo encontré en la vereda de El Trinquete. Yo iba medio dormido. Había escuchado el tiro y salí a la calle rumbeado por el movimiento de la gente, los gritos aislados. Ni siquiera me di cuenta de que me había madrugado por la puerta de atrás.

– Me hubiera quedado -dijo Etchenike con la boca llena.

– Si es por eso, se hubiera quedado en Buenos Aires, mejor -lo cortó el comisario-. O se hubiera quedado un tiempo más desmayado ahora… En fin… Ya está hecho.

Laguna encendió un cigarrillo. Etchenike no sabía adónde iba.

– ¿Se acuerda de lo que hablábamos anoche? Aquí pasan demasiadas cosas para tan poco tiempo y tan poco lugar -prosiguió el comisario-. “Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda”, decían en la serie de la tele. Pero eso está bien para Nueva York, no para Playa Bonita. Veinte historias para una docena de personas es demasiado: uno se duerme en un sillón o lo desmayan de un culatazo y cuando vuelve a abrir los ojos hay un par de muertos más.

– ¿Un par?

– Por ahora -Laguna saboreó la morosidad del relato que se venía-. Cuando me lo crucé, Mojarrita iba corriendo hacia la playa: “¿Qué pasa? ¿Adónde vas?”, le digo. Ni me contestó. Era tan cómico verlo así, corriendo descalzo, semidesnudo y con el cuerpo todo embadurnado, que apenas me di cuenta de que llevaba un arma.

– La mía -dijo Etchenike que había dejado a un lado la taza y el platito vacíos.

– Bah… Tampoco es suya, precisamente -y le apuntó con el índice-. Digamos que era el arma que usted usaba y que él recogió del suelo cuando Friedrich lo desarmó.

– La pistola movediza -pensó el veterano en voz alta y calculó las sucesivas manos que la habían empuñado.

– Preferí dejarlo ir y seguir hasta el club. Y ahí fue donde me los encontré a Friedrich, Sayago, Willy, a usted en el piso y al Baba flotando. Cuando pregunté adónde podía haber ido el Mojarrita, Sayago dijo que sin duda había escuchado la confesión del Baba y había ido a buscar a Brunetti y la Beba al Flamingo. Entonces salí, pero nadie sabía dónde quedaba el Flamingo y me guié por los gritos y los disparos. Me crucé con gente que lo había visto pasar y lo quiso parar, pero él se dio vuelta, los enfrentó y tiró al aire… Todos se desparramaron y lo siguieron de lejos, por la vereda de enfrente.

– ¿Dónde queda el Flamingo?

– Acá nomás. Serán seis cuadras. Tiene entrada por la calle Uno y del otro lado da directamente al mar. Figura como night club pero todo el mundo sabe que es un mueble. Por unos mangos, se los deja laburar. Tienen el local adelante y un anexo con media docena de bungalows.

– ¿Y había mucha gente?

– Ya va a ver. Tengo la versión directa de la mucama, que acababa de llegar, a las siete.

Repentinamente, Laguna comenzó a teatralizar:

– Mojarrita armó un desparramo -dijo abriendo los brazos-. Pasó del local vacío a esa hora a las piezas, y se fue puerta por puerta… Debe haber sido una escena bárbara, con todas las parejas sorprendidas en la cama por un tipo con un revólver, enloquecido.

El narrador hizo una pausa y se acercó a Etchenike, le puso la mano en el hombro:

– Hasta que los encontró.

– Y los cagó a tiros.

– Sí… Pero Brunetti, con tanto escándalo, ya estaba sobre aviso y ni bien se abrió la puerta disparó primero. Hay un balazo clavado en el pasillo… Después, Mojarrita los barrió.

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