Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– A fotógrafo. Fueron ellos.

– ¿Quiénes? ¿Vos los viste?

– No.

– Pero si fue al cine el domingo, a ver Piso de soltero… Estuvo ahí.

El Polaco recobró una repentina lucidez:

– No estuvo -dijo.

– Lo declaró ella, la Beba. Llegaron tarde, con el pendejo.

– Yo no les abro la puerta, no los dejo entrar si empezó.

Pero esa puerta se abrió. Entró Laguna y fue al inodoro.

– Hablar en el baño es de putos -dijo entre chorro y chorro.

– Llegó El tercer hombre -dijo Etchenike.

– Cuando me abran la sala, le prometo que la doy -dijo el Polaco.

– Eso me interesa tanto como lo otro -dijo Etchenike.

Y con el ruido de la cadena salieron los tres.

Eran las dos cuando el patrón apagó la luz y Etchenike notó, sin sorpresa ya, que Laguna había decidido velar en el salón, sentado en un sillón junto a la escasa luz del mostrador.

– No me voy a acostar -dijo-. Puede haber novedades en cualquier momento y prefiero esperar acá, cerca del teléfono. En pocas horas llega el juez y va a haber que estar listos para todas las diligencias. Si andamos rápido, a mediodía podemos estar en Necochea de vuelta.

– Despiérteme a las siete -dijo Etchenike-. Y cuídeme la puerta, aunque ya queda poco por robar o por romper.

Como respuesta, Laguna se golpeó sonoramente el flanco donde abultaba la cuarenta y cinco.

41. El mar cambia

Cuando la franja de claridad gris fue tan ancha y nítida como para perfilar el contorno del cuerpo dormido de Rizzo, Etchenike, cuidadosamente, manejando sus propias piernas con las manos, separando el culo del colchón con inédita sutileza, se levantó.

No se había desvestido, no se había lavado. Tirado allí, alerta y sin poder dejar de pensar, había sentido pasar las horas hasta el amanecer como quien oye un desfile cercano, un rumor bajo la ventana, un río detrás de la puerta.

Salió al pasillo y desde allí vio, en el hueco de la escalera, el opaco resplandor de la lámpara que iluminaba el mostrador: Laguna todavía velaba.

Pero no fue a verificarlo. Caminó hacia el otro extremo del pasillo, abrió la última puerta y bajó, sin encender ninguna luz, a tientas, por la escalera de servicio. Llegó a la cocina, iluminada por la ventana del patio trasero, y encontró la puerta que daba al exterior cerrada pero con la llave puesta. La abrió y salió a la calle lateral. Corrió rápidamente médano arriba y luego lo bajó a zancadas, alejándose del hotel y de la avenida. Respiró hondo y se detuvo. Miró a su alrededor. Nada se movía en Playa Bonita que amanecía. Sólo los gorriones aturdían todos en un mismo árbol y algunas gaviotas se aventuraban algo más lejos de la costa. Corría una brisa leve que venía del mar. Aunque estaba en una playa y en las desoladas puertas de los chalets se apoyaban las sillas de lona de temporada, este amanecer crecido era ya casi casi el otoño.

No lo vio enseguida. Sólo cuando estuvo a diez metros del bote roto y varado en la arena lo descubrió casi hecho un ovillo, semioculto y tiritando.

– ¡Es tarde! Le dije al amanecer… -se quejó incorporándose.

Sobre la mallita negra se había puesto una vieja salida de baño a cuadros negros y blancos que le cubría los dedos, le tapaba las rodillas. Parecía la bata de Firpo antes de pelear con Dempsey. O no: después de pelear con Dempsey, mejor.

Mojarrita le hizo un gesto que indicaba lejos y adelante. Echó a andar.

– ¿Qué pasa? ¿Adonde vamos?

El nadador siguió su marcha y Etchenike caminó tras él.

Andando unos metros detrás, el veterano comparaba, sin querer, sus pesadas pisadas de zapatos grandes con las huellas casi de gaviota que iba dejando el nadador descalzo.

Notó que Mojarrita hablaba solo, se detenía repentinamente, miraba el mar, gesticulaba y seguía. En un momento dado clavó la mirada en la arena a sus pies y enseguida se volvió hacia Etchenike.

– ¿Era por acá?

– Sí. Creo que sí…

Recordaba el lugar. Ahí mismo había visto, desparramada y pálida, la pobre humanidad de Sergio Algañaraz hacía ya muchísimas olas.

– Preste atención y mire bien el lugar. Calcule las distancias…

– Sí, jefe.

Etchenike observó hacia atrás y adelante sin saber qué debía mirar. Era casi todo cielo. Supuso que debía atender al resto, sus confines.

Siguieron. Caminaron cuadras que al veterano le parecieron kilómetros y tal vez lo fueron. Al llegar a una zona de pequeños acantilados, Mojarrita se acercó dos o tres veces a las paredes arcillosas hasta que finalmente encontró lo que buscaba.

– Es acá.

Como ante una orden de desmontar, Etchenike se dejó caer sentado en la arena.

– Acá, en este hueco, así, dice Beba que dejó la ropa del pendejo…

Mojarrita había metido la mano, el brazo entero en la hendidura abierta por el mar a dos cuartas del suelo.

– ¿Cómo sabe que es exactamente acá?

– Me dijeron lo que declaró. Todo se sabe.

Etchenike se sintió repentinamente culpable.

– Yo se lo iba a decir: ella está muy comprometida, Gómez. Es muy difícil que pueda sostener lo que declara.

– Precisamente.

Mojarrita caminó hacia el mar. La bata se había abierto, descubría el pecho lampiño, flameaba a sus espaldas. Era un pequeño príncipe desafiando, desde un poder ilusorio, los elementos naturales.

– Claro que ella miente, Julio -dijo solemne-. Y yo le voy a explicar por qué.

Se sentó en la arena húmeda, agarró una pluma de gaviota mojada y marchita y dibujó el lugar esquemáticamente. Puso el cielo, el mar, la arena, los acantilados, el pueblo, el faro. Ubicó dos cruces.

– Si ellos estaban en este lugar y el pendejo entró al mar acá -y señalaba alternativamente el dibujo y la arena en la que estaba sentado-, ya resulta raro, por esas rocas -las dibujó-. Pero era de noche y se entiende… Así que supongamos que entró nadando hacia adentro, bien hacia adentro…

Señaló con una flecha perpendicular a la orilla del mar.

– Yo conozco bien las corrientes marinas, las correntadas de esta playa. Son muchos años… Y le digo que si se ahogó allá, bien al fondo, frente a nosotros -y señaló el horizonte-, el cadáver no hubiera aparecido jamás donde apareció. Porque la correntada corre hacia el norte, no hacia el sur.

La flecha que hizo sobre el mar indicaba cada vez más lejos de Playa Bonita.

– Fíjese los cambios de colores del mar: son las corrientes. ¿Ve?

– Veo.

El veterano se puso de pie, señaló un poco más allá de la rompiente.

– ¿Y si se hubiera ahogado más cerca y golpeado en las rocas, por ejemplo?…

– No hubiese tardado más de treinta horas en aparecer ni se lo hubieran comido los peces.

– Ah.

Etchenike observó el esquema y luego paseó la mirada por la costa, trató de ubicar el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Sergio.

– Quiere decir que para aparecer donde apareció, no entró al mar acá.

Mojarrita asintió.

– Para ser devuelto por el mar donde lo dejó, después de un día y medio de ahogado, tiene que haber entrado al agua o por lo menos debe haberse ahogado mucho más lejos y hacia el sur… No de este lado.

– Frente al pueblo, en el centro.

– Más lejos.

Contra el cielo se recortaba el perfil oscuro del Hotel Atlantic y frente a él pero más lejos, apoyado en las rocas más negras del mar, el barco encallado.

Gómez se puso de pie, borroneó lo que había dibujado, se cerró la bata y sin mirar a Etchenike comenzó a rehacer el camino.

– Hace veinte años atrás -dijo señalando hacia el sur- lo hacíamos nadando, íbamos hasta las rocas, trepábamos al barco, nos zambullíamos mar adentro y después nos dejábamos traer por la corriente. Salíamos por acá.

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