– Lo sé -dijo el subcomisario mirándolo a los ojos-. Estaba con usted. ¿Y después?
El veterano agitó la cabeza.
– ¿Por qué?
– Hay que encontrarla, ya.
– No me diga que…
Pero Friedrich no decía; se iba caminando hacia Willy Hutton que lo esperaba en la esquina, lo dejaba con Laguna a su lado.
Se miraron. Se encogieron de hombros.
– Quédese en el molde -dijo el comisario poniéndole la mano en el hombro. Y después agregó, como en el final de una película en que a uno se lo llevan detenido, derrotado o perdedor:
– Vamos.
Y fueron. El veterano pudo aceptar que mientras alguien se dedicaba a buscar o no a Beba, él era conducido amistosamente a sus aposentos; que mientras la gente se dispersaba prolijamente de la esquina y la mandaban secamente a la casa, el cadáver de Cacho era transportado a poblar la Westinghouse.
En el tapete de la noche de Playa Bonita se desparramaban las últimas fichas, los personajes en pose de combate se congelaban en el reposo luego de una jornada densa, increíble.
En un solo día la muerte había ido a poner sus huevos al calor de esa playa olvidada como una tortuga caprichosa e imbécil, fuera de rumbo, de latitud, un animal arbitrario que desesperara a los zoólogos.
Aturdido, cacheteado por el desaliento más que por dolor, y con una nube que iba y venía dentro de su cabeza sin atreverse a la tormenta pero que tapaba el sol o cualquier claridad, Etchenike sentía que había hablado demasiado, había andado demasiado; demasiada gente en tan poco pueblo, demasiadas cosas en tan pocas horas: los sentimientos y las sensaciones se atropellaban, se encimaban, no se daban tiempo y lugar para entrar o salir. Como en un vagón de subte en el que hay apuro adentro y afuera. Y esta historia proponía jornadas densas, con horarios excesivos, desaforadamente exigentes e inverosímiles. Era como si se negara a aceptar que pudieran pasar tantas cosas en un solo día.
– Laguna… ¿qué día es hoy?
El otro miró el reloj.
– Martes, todavía.
– Qué lo parió.
40. Limpio y bien iluminado
Al entrar nuevamente al comedor del Hotel Veraneo, la sensación de irrealidad se hizo intolerable: sólo hacía cuatro días que había llegado a Playa Bonita.
El patrón estaba de espaldas. El muchacho granujiento que suplantaba a Gustavo por la noche preparaba un café en la máquina para el único cliente acodado en un extremo de la barra.
Le pidieron dos sándwichs de salame y queso y medio litro de vino. Al reconocer las voces, el señor Fumetto giró dispuesto a decir algo.
– Bu-buenas noches -vaciló.
El esquivo Etchenike y el veterano policía que había venido a buscarlo aparecían sorpresivamente juntos. No pudo decir más; sólo los miró sentarse, más ofendido que confuso.
– Es como en las películas, Etchenique -dijo el comisario-. Usted vio que todo ocurre seguido y sin pausas intermedias. Y éste en que estamos metidos, no parece un caso común de asesinato o de doble asesinato, si quiere… Es como una serie de aventuras, uno de esos episodios que veíamos en el cine, de chicos.
Y Laguna reflexionaba casi divertido. Casi “deportivo”, lo sintió Etchenike. Pensó también, sorpresivamente, en el cadáver de un hombre que se hacía llamar Coria, muerto en un sendero cercano y secreto. Su aventura había terminado.
– Alguien definió a la aventura -dijo siguiendo su propio hilo- como la situación ideal en la que nunca hay que parar para ir a comer, ir a cagar o a trabajar para ganar ese dinero que le permite al héroe pagar siempre el taxi con la guita justa…
Laguna asintió. Bebieron. El comisario humedeció los labios:
– Por eso nosotros nunca tendremos aventuras sino casos: siempre es laburo.
– Hay que ver -dijo Etchenike enigmático.
En ese momento el patrón le avisó que tenía un llamado.
Fue al teléfono. Era Mojarrita. Antes que pudiera decir nada, el nadador le pidió silencio:
– No me nombre, no haga bandera -le rogó.
– Claro que no.
Trató de imaginar la escena del otro lado y no pudo: el aparato en el borde de la pileta como en una serie californiana. Miró el reloj: la diez.
– ¿Qué hizo? ¿Abandonó al cumplir las 24 horas?
– No es eso.
– ¿Tiene que ir al baño? Lo autorizo por teléfono. No creo que pueda irme de aquí por ahora -dijo el veterano mirando a Laguna, su discreta vigilancia.
– No abandoné, no abandonaré. El reglamento permite una emergencia por día. Ésta es una.
Etchenike recordó los infinitos incisos de la letra chica.
– Está bien. Use la emergencia.
– Eso no importa -Gómez hizo una pausa-. Pero tenemos que hablar urgente: sé todo lo que pasó, lo de Beba.
– Dígame.
– No ahora. Al amanecer, en la playa. Donde estuvimos la otra tarde.
– De acuerdo. Junto al bote -miró nuevamente hacia Laguna-. Trataré.
Cuando regresó a la mesa, el policía lo esperaba con la pregunta desenfundada:
– ¿Era ella?
– Ojalá.
Pero no dijo quién era.
Se hizo un silencio largo. Volvieron a beber.
– Hay algo que no entiendo o que no quiero entender, Laguna -dijo Etchenike de repente.
– Diga.
– ¿Por qué se borra en este caso? ¿Por qué lo deja a Friedrich que lleve adelante la investigación y se queda en segundo plano?
– Usted sabe: estoy de licencia… -se encogió de hombros-. Además, me voy a jubilar. No quiero lola, no quiero más lola…
– Pero podría terminar bien.
– O muy mal… -Laguna se empinó el vaso-. Piense que vine por usted.
– A cuidarme.
– A controlarlo también.
Etchenike prefirió no contestar a eso. Quedaron en silencio. El patrón trajo los sandwichs en persona pero también en silencio.
– En esa mesa de ahí -dijo Etchenike al rato-, charlé el sábado a la mañana con el pibe Algañaraz por primera vez. Me pareció un boludo, un pendejo, un porteñito engrupido, en realidad. Le gustaba hablar fuerte, jactarse de que tal vez esa noche se cogía a una veterana que ni siquiera había tenido que laburar para levantársela. Pero ahora ese pendejo está muerto, probablemente asesinado, y a mí me interesa mucho más que cuando estaba vivo. Quiero decir que en otro caso o en otras circunstancias no le hubiera dado pelota.
– No le interesa el pibe, Etchenique.
– No, en realidad. No como supongo que debería importarme.
– ¿Y el otro, el panadero?
La pregunta lo agarró con el especial de salame y queso a medio camino hacia el mordisco. Se detuvo un instante en el pan que tenía entre los dedos.
– Patrón… Este pan se lo trajo Cacho hoy…
– Como siempre. A la mañana, antes de las nueve.
Mordió con cuidado, como temiendo romper algo que ya estaba roto.
– ¿Y qué hacía en bicicleta con la canasta llena de pan a esa hora de la noche?
– Lo llevaría para su casa. Supongo que le daban el sobrante del día…
El patrón se vino acercando, no se atrevió a arrimar una silla pero se apoyó en la mesa más cercana.
– ¿Por qué están pasando estas cosas? -dijo al fin.
En ese momento, como quien busca en la noche dura e impiadosa un lugar limpio y bien iluminado, otros dos hombres viejos que probablemente habían leído también a Hemingway entraron en el comedor del Hotel Veraneo.
El Polaco y el padre de Sergio Algañaraz venían juntos pero no era seguro que hubiesen salido juntos de alguna parte. Los traía la noche. Saludaron y se sentaron casi naturalmente junto a Laguna y Etchenike como si fueran los integrantes de un elenco teatral varado en un pueblo de provincia hasta que pasara el próximo e improbable tren.
Pidieron café. El Polaco agregó una Legui y podía suponerse que no era la primera.
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