Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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El protector saludó muy bajo al pasar y Castro hizo la venia.

– La novia y el jefe del pibe -sintetizó mientras la pareja cruzaba la calle-. Lo reconocieron.

– Un muerto es siempre un desconocido -dijo Etchenike.

Dio media vuelta y entró al hotel. Castro lo siguió como una sombra.

38. Personas en la sala

Precisamente cuando el veterano abrió la puerta del comedor, el subcomisario Friedrich abría una gaseosa. Fue un ruidito pálido, fina escupida más o menos explosiva y breve, pero todos, en silencio, estaban pendientes de esa operación. Sin duda había realizado el gesto en medio de una explicación, era una pausa en su palabra, porque los que estaban allí siguieron con la mirada fija en él.

El inmenso y desolado comedor del Hotel Atlantic parecía un escenario montado para el final de una novela de Agatha Christie: los policías, los testigos, investigadores oficiales y oficiosos, algún sospechoso potencial y hasta la vigilancia discreta con que Russo custodiaba la puerta daban esa impresión.

Había uno que hablaba y el resto que callaba: estaban Laguna, el Polaco, el Baba, su mujer, los hombres del motel Los Pinos, los policías Russo y el cabo Castro, más dos o tres personas que Etchenike no conocía. No faltaba ni siquiera el cadáver, que el veterano adivinó tras los vidrios opacos de la Westinghouse de cuatro cuerpos.

Sobre el mostrador se acumulaban dos jamones, una caja de plástico con sachets de leche, botellas de vino, un pan de manteca, la caja del dulce de membrillo y la lata de dulce de batata, las botellas de coca cola, un cajón de cerveza… El cadáver de Sergio Algañaraz no quería compartir su morgue improvisada.

– Esas son las circunstancias que no debemos olvidar -concluyó el comisario luego de empinarse la botella. En ese momento reparó en el veterano-. Ah, Etchenique, siéntese, por favor. Acabo de explicar cuál es la situación en este caso desgraciado.

Se detuvo en esa palabra: la desgracia cayó sobre el grupo como una sombra.

Hubo suspiros. Etchenike descubrió a un hombre sentado en un extremo del salón; tenía los codos apoyados en las rodillas separadas y la cabeza caía hacia abajo, el pelo gris llovido.

– Se lo he dicho a la señorita y al señor periodista -continuó Friedrich, aludiendo a la rubia novia y al maduro jefe-: no podemos dejar que el accidente de Sergio deje de ser eso, un accidente, hasta que no estemos completamente seguros de que no lo es. Quiero decir: sólo la discreción nos garantiza el respeto por las personas y los sentimientos y la eficacia.

Ahí respiró. Se dirigió directamente a Etchenike:

– Tenemos algo o mucho: una testigo. Como usted sabrá, Etchenique, ha dejado de ser el último que vio con vida a Sergio. La declaración del señor Hutton cubre las horas de la tarde y el personal del motel Los Pinos certifica que no volvió por allí. Eso nos permite tener una visión más plausible de cómo sucedieron las cosas. Ya hay un informe del forense.

– ¿Dónde está Brunetti? -dijo Etchenike mirando a su alrededor.

– Debía reintegrarse hoy. Ya debe haber llegado a Mar del Plata. Avisó que se iba pero quedaba a disposición por cualquier cosa… -dijo Friedrich.

– Por cualquier cosa no, precisamente… -ironizó el veterano.

Pero no pudo proseguir.

La puerta vaivén se abrió violentamente y Willy Hutton entró al comedor embravecido, buscando algo rojo, algo móvil, algo:

– ¿Por qué mierda, acá? -gritó.

Caminó unos pasos y se enfrentó casi cara a cara con Friedrich que había quedado, por lo menos, sorprendido.

– ¿Por qué carajo tienen que meter esta gente en mi hotel, inclusive el cadáver de ese tipo en mi casa? ¿Quiénes se creen que son?

– Escuche Hutton… Usted está alterado por…

– ¡Yo sé por qué estoy como estoy! ¡Y mire cómo estoy!

Los pantalones manchados, la cara tiznada y los brazos llenos de marcas y magullones rojos y oscuros le daban un aire entre épico y ridículo. Pero era evidente que no quería ni podía evitar la teatralidad de la situación.

– ¡A mí se me quiere desprestigiar, la puta que los parió! -gritó a todos y a cada uno-. ¡Sáquenme inmediatamente este cadáver de mi hotel!… ¡Llévenselo! La gente de Playa Bonita no tiene nada que ver con todo esto.

Su mirada se fijó en Etchenike. Habló mirándolo a los ojos:

– Todo esto empezó con alguna gente extraña en la playa… ¿A qué vinieron?

– Yo le puedo contestar -le contestaron de un costado.

La voz, entrecortada pero firme, anunciaba mucho más que una respuesta.

El hombre de cabellos grises no había levantado la cabeza para hablar y silenciar mesuradamente a Willy Hutton. Le hablaba al piso, le contestaba al piso antiguo y dibujado que sin duda no veía:

– Yo he venido a reconocer el cadáver de mi hijo -hizo una pausa y ahora sí miró al rubio chamuscado y elocuente-. Es una buena y desgraciada razón, si le parece. Y le ruego, señor Hutton, que nos permita seguir con nuestra reunión, ya de por sí demasiado penosa…

Y entonces se dirigió al subcomisario Friedrich:

– ¿Quién es esa mujer que mencionó, señor Friedrich? Ya veo quién es el señor Hutton. Ahora quiero saber quién es esa señorita Beba Vargas…

– No fui anteriormente más explícito, señor Algañaraz, por la presencia de su futura nuera… -se excusó el subcomisario-. Pero lo seré.

Y desgranó la versión que -con variantes que no supo entonces si eran significativas- había desembuchado la Beba ante Etchenike, derramada sobre la ginebra derramada. En el detallado informe de Friedrich faltaban algunas palabras sobre el ir y venir de las mareas, sobraban párrafos respecto de la pericia policial y se omitían algunas líneas de cocaína.

Pero no iba a ser Etchenike el que tirara esa línea sobre la mesa. No por el momento. Pero algo podía sugerir:

– No quiero contradecir al subcomisario ni tengo pruebas que puedan servir para desarrollar una versión de los hechos que refute la idea de accidente -se oyó decir en un lenguaje preciso y afectado que lo sorprendió-. Pero puedo atestiguar que aquí han pasado cosas raras: de algún modo, Sergio fue amenazado; yo por otra parte, y sin otro motivo aparente que el preocuparme por su paradero, fui agredido y hostigado hasta esta misma tarde. Quiero decir: quedémonos con el accidente pero abramos los ojos.

El padre de Sergio los abrió, los mostró a Etchenike por primera vez en la noche. Tenía una mirada enturbiada por las lágrimas, clara y conmovida.

– Me doy cuenta de que estoy tratando de creer lo que me dicen. Tengo ganas de creer, necesidad de creer para quedarme tranquilo. No me gustaría enterarme de que han asesinado a mi hijo. Me da miedo y soy muy cobarde. Les pido que me ayuden. Tengo muchas ganas de escapar de aquí. Es asqueroso todo lo que pasa. Es asqueroso el tono con que hablan. Mi hijo está metido dentro de esta asquerosa heladera todo comido por los peces…

El hombre sollozó en una convulsión que terminó casi en grito:

– ¡Hijos de puuuuta! ¡Uno no quiere que le ensucien su hotel, otros están especulando con la imagen, se preocupan por cómo van a dar la información! ¡Y él está ahí, muerto! ¡Qué carajo saben de Sergio ustedes, hijos de puta!

Mientras los gritos subían, Etchenike notó que Willy Hutton se retraía, hablaba quedamente con el Baba en un ángulo del salón. En voz baja pero enfática, hubiera definido. Es que se había hecho un repentino y violento silencio.

Cuando Laguna se levantó de su lugar y caminó hacia el hombre que había dejado de gritar, ahogado en sus propias lágrimas, Etchenike creyó que lo iba a zamarrear, que le iba a dar un sopapo ahí nomás. Sin embargo el comisario se detuvo frente a él y se agachó buscándole la cara:

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