Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– ¿A ver qué más sabés?

– Que te sentís mal.

– Me siento muy bien -se recostó, hizo espaldas clásicamente, flexionó una rodilla-. ¿Y vos qué hacés acá? ¿Sos policía también? Está lleno de canas.

– Terminé mi trabajo y vine a presentarme a la autoridad -el veterano comenzó a ponerse de pie-. Pero la autoridad no estaba: la estoy buscando.

Ella echó una risotada.

– Yo también busco a alguien -hizo una pausa burlona, levantó el índice-. Pero no a cualquiera.

Era una caricatura. Era mentira. Etchenike sintió que podía derrumbarse en cualquier momento. No haría ruido; se deslizaría hasta quedar tirada allí.

– Te puedo ayudar.

– Ese laburo que tenés… Trabajás para Romero.

– Para Romar, antes. Ahora, para Mojarrita Gómez, no sé si sabés…

Beba hizo un gesto de escepticismo sobrador. Todo era obvio para ella.

Le hacía sentir que no sabía nada o que ella sabía todo lo que él creía saber o que ella desdeñaba cosas que él todavía no sabía. Manejaba ella. Pero no estaba en condiciones de manejar nada.

– Tendríamos que hablar -dijo Etchenike dando un paso-. Hay mucha ropa sucia…

– La ropa estaba limpita… -y se volvió a reír. Hizo un gesto con las manos, el mar fue y volvió.

Sonó el teléfono y el agente Russo atendió. Los otros dos quedaron mirándose como en una sala de espera de dentista, de médico de pueblo.

– Sí, subcomisario. Casualmente está acá, subcomisario. Ahora mismo, señor.

Russo colgó y miró al veterano.

– Friedrich lo está buscando. Vaya al hotel.

Etchenike se inclinó un poco ante el agente, miró hacia la dama:

– ¿Vamos?

Ella lo siguió y embocó la puerta con alguna dificultad. En la vereda de tierra el veterano se dio cuenta de que no podía contar con ella para un itinerario de dos cuadras en línea recta.

– ¿Tomaste mucho?

Beba meneó la cabeza. Ni si ni no.

– Pagame una ginebra -dijo adelantando el mentón.

– Vamos ahí -dijo Etchenike.

Cruzaron la calle y se sentaron frente a un destartalado kiosco de lata iluminado por dos faroles a kerosén. El olor y el humo de las hamburguesas y los chorizos que crepitaban en la parrilla lateral inundaba el aire. Las tres mesas eran postes clavados en el piso de tierra con tapas circulares de madera. Las patas metálicas de las sillas vacilaban en el suelo irregular. La mujer que atendía recogió el pedido desde atrás del mostrador y luego vino con la ginebra, la cerveza y los maníes. Se había levantado algo de viento y los faroles se bamboleaban, hacían oscilar los conos de luz. Una racha vigorosa levantó la tierra de la calle y les hizo entrecerrar los ojos. Etchenike le pidió un pañuelo. Ella revolvió su cartera y se lo alcanzó.

Brindaron casi espontáneamente, sin saber bien por qué. Tal vez porque la cerveza estaba helada y el hielo de la ginebra golpeaba prometedor contra el vidrio grueso y empañado.

– ¿Cómo fue? -dijo Etchenike estirándose, picando los maníes.

– ¿Por qué te tengo que contar a vos?

El veterano se encogió de hombros, lejano y relajado. La dejó a ella que se respondiera si quería.

– Estuviste bien la otra noche… -Beba hizo una pausa, se empinó rápidamente el resto de la bebida-. Bah… Tal vez el Mojarrita me hubiera ensartado. O tal vez no. Amenaza y amenaza…

– ¿Y en la playa cómo estuve?

– Ahí estuviste boludo.

– Boludo pero rápido.

– No tanto. El rodillazo te salió caro, me imagino. Mirá cómo te dejaron la cara… -y le señaló los estragos-. Yo sé todo.

– Contame todo entonces. O por lo menos lo que le contaste a la cana. El pibe no era mi amigo pero podría haberlo sido.

Ella se empinó infructuosamente el vaso, hizo sonar el hielo.

– Pagame otra -dijo.

– Hablá.

– Esa noche me vino a buscar a El Trinquete como habíamos quedado -dijo mirándolo fijo, intentándolo.

– Lo trajeron de la estancia. Pero vos estuviste antes con él. A la tarde alguien lo llamó, o vos o de parte tuya, y él fue. Antes de ir a “ La Julia ” estuvo con vos…

– De eso no me acuerdo… Tal vez estuvo con otra o con otros…

Etchenike indicó a la mujer que trajera la botella y el jarro de hielo.

– Seguí -dijo.

– El pibe iba a hacer de escribano pero llovía, vos viste. Entonces cerré la boletería y me fui con él a tomar algo.

– ¿A qué hora?

– Las nueve, las nueve y media. No me acuerdo bien.

– ¿Adónde fueron?

– Me quería llevar al motel pero llovía mucho.

– Al motel no iban a ir a tomar algo: iban a coger.

Ella fijó la mirada perdida y no respondió. Tomó la botella y se sirvió una ginebra desastrosa, como decía Expósito en “Fangal”.

Etchenike la vio que se venía en falsa escuadra, se venía, se venía…

La retuvo del hombro antes de que cayera.

– ¿Adónde fueron a coger?

– Llovía mucho. Fuimos al cine. A franelear al cine.

– ¿Qué daban?

Ella lo miró con asombro. Qué importaba eso.

– No sé. Una comedia: estaba empezada cuando llegamos y nos fuimos antes de que terminara. Era una boludez.

– ¿Por eso se fueron?

– ¿Para qué nos íbamos a quedar? Había parado de llover. Nos fuimos a la playa.

– Se hubieran ido al motel.

– Era lejos y él estaba muy borracho. Se había terminado la petaca de whisky él solo.

– ¿Y vos cómo estabas?

– Bien. No me gusta el whisky.

– No precisamente.

Ella sonrió, babeó un poco.

– Me gustaba el pibe. Era medio boludito y hablaba demasiado pero era un buen pibe.

– ¿Por qué lo mataron si era tan bueno? ¿Qué hizo?

La Beba se arrimó al vaso, acercó los labios otra vez a los cubitos solos, chocadores. Etchenike le bajó el brazo.

– ¿Por qué lo mataron?

– ¿Quién lo mató? Se ahogó -y forcejeaba para arrimar los labios-. Se hacía el canchero pero con el pedo que tenía ni se le paraba. Decía: vení guacha que te hago de goma… Pero lo único de goma era el firulo. Pobre pibe… Meterse en el agua con el pedo que tenía.

– ¿Cómo fue?

– Nos fuimos caminando para aquel lado -señaló-. Anduvimos un montón. Después nos tiramos y estuvimos rascando un rato. Pero de pronto le agarró la locura, se quiso bañar: se sacó la ropa y se metió en el agua. Yo le dije que me iba. Y me fui.

– ¿Y él qué hizo?

La Beba alzó los hombros, indicó con la mano vertical la marcha hacia adelante, lo hizo perderse mar adentro. Después desplegó las palmas, se disculpó, manoteó la botella y quiso insistir. Pero Etchenike no la dejó.

– Pará ahí: la ropa, dónde quedó.

– La dejó metida así -hizo el gesto- en una cueva del acantilado. En el hueco… La puso como si… Se detuvo.

– Como si pensara que iba a tardar mucho en volver -completó el veterano.

– Claro -pero repentinamente se rectificó-. No, si iba a volver enseguida.

– Él, con el pedo que tenía, puso la remera, el pantalón, las llaves y hasta la petaca vacía en el hueco -reconstruyó Etchenike-. Y después se metió en el mar.

Ella asintió con el mentón. No lo miraba.

– Raro. Lo más lógico era que dejase todo tirado en la arena… Era casi medianoche, estabas vos con él. Pensaba entrar y salir. Tal vez no te acordás bien y en realidad él dejó las cosas desparramadas y a vos te dio miedo de que se perdieran o que las robaran y entonces las pusiste vos allí. Después te fuiste.

– No me acuerdo.

– Sí que te acordás. Y vamos a anotar algunas cosas, así no me olvido yo tampoco -Etchenike se tanteó los bolsillos. Sacó una hoja de papel y siguió revisando-. Prestame tu birome.

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