Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Laguna pasó entre Etchenike y el marco de la puerta metálica y se acercó a la pileta:

– ¿Cuál es tu coartada, Mojarra?… A ver, mostrame los huevos a ver si están como pasa de uva… A ver…

– ¿Qué hacés por acá? Andá a la playa, apagá el fuego… -dijo el nadador.

Friedrich cerró la puerta con fuerza.

– ¿Qué lo tiene tan mal? -preguntó Etchenike-. ¿Un ahogado y un incendio?

– Hay gente rara y pasan cosas raras en Playa Bonita: violencia física, robos… Usted ha estado atentando contra la propiedad privada…

El veterano sonrió.

– No se ría. Hay, además, acusaciones formales, por lesiones.

– ¿Quién me acusa?

– El sereno del motel Los Pinos: Rafael… -miró su libreta- Ingrao… Tiene los huevos acá y un hematoma hasta la sien.

Etchenike no se inmutó:

– ¿Quién más?

– Un suboficial de la Policía Federal: Brunetti.

– Ese no es un suboficial; es un hijo de puta. Y Laguna lo sabe.

Friedrich siguió derecho, hizo como si nada:

– Usted lo lastimó, lo golpeó en la playa el domingo a la tarde. Tiene testigos.

– No tiene vergüenza… Además, trata de implicarme con Algañaraz. La tarjeta de la agencia que yo llevaba encima me la quitaron él y los otros, junto con el arma y la guita, cuando me atacaron la otra noche. Precisamente fui a hacer la denuncia de eso ante usted… Ahora la han puesto en el cuarto de Algañaraz cuando entraron sin autorización. Eso es así.

Friedrich se apoyó en el banco y enfrentó a Etchenike con severidad:

– ¿Qué es “eso”?

– “Eso” es una cama -sintetizó Etchenike.

– No… “Eso” es una boludez. Lo único que hay acá es un muerto. Un muerto, ¿entiende?

Friedrich resopló y comenzó a dar una vuelta al cuarto. Se enredó con las sogas de la red de voley que separó de una patada y quedó de cara a la puerta entreabierta. Pero no miraba. Los ojos claros estaban ensombrecidos, opacos, semicerrados.

– Un muerto -repitió-. Eso es lo único que hay. En circunstancias sospechosas; para colmo, periodista. Y de “ La Nación ”. En menos de 24 horas tenemos esto lleno de hinchapelotas que sacan fotos, preguntan a cualquiera y largan versiones. Hay que tener algo armado para ese momento.

– Yo ya le conté un cuento. No le sirve para el periodismo pero sí para empezar: estos hijos de puta me atacan cuando yo me ocupo de buscar al pibe.

Friedrich resopló.

– ¿Y por qué no me lo contó todo ayer a la mañana?

– Porque todavía no sabía que lo habían matado.

– No lo mataron. Por ahora, murió.

– ¿Qué dice el forense? -insistió Etchenike.

– ¡Cómo jode con el forense!

– No puede decirse nada hasta que no se sepa cuándo y cómo murió.

– No me dé clases de procedimiento. Es nuestro laburo. El suyo va a ser tratar de zafar de la situación en que está: ¿a qué vino a Playa Bonita?

El veterano metió la mano en el bolsillo y sacó un folleto de Romar como quien vende o espera vender.

– Se lo dije en Necochea también -y mostró el arma entreabriéndose el saco-. Vigilancia del Complejo Romar.

– ¿Qué más? -dijo el otro sin levantar la vista.

– Sólo eso. Ahora, desde anoche, trabajo para Mojarrita Gómez tras el récord.

– No joda. Nadie va a buscar a un investigador privado a Buenos Aires para que le cuide durante quince días una obra en construcción, para que se siente como un pelotudo a mirar un tipo en el agua.

Etchenike sacó del bolsillo un papel plegado en cuatro y se lo extendió.

– El contrato de trabajo con todo especificado. Fíjese.

El subcomisario dejó el folleto y leyó detenidamente el papel con membrete de Etchenike Investigaciones Privadas.

– ¿Silguero es el gerente de Romar? -preguntó levantando la vista y las cejas.

– Sí, un hombre de Romero -dijo otra voz.

Laguna había entrado silenciosamente. Etchenike se sintió, de repente, fuera de la cuestión.

– ¿Por qué trató con Silguero y no directamente con Romero?

– No conozco a Romero.

La mirada de Laguna no le creía; la de Friedrich no estaba ahí; observaba a alguien que se acercaba.

– Ahí tiene al forense. Ahora se va a dejar de joder.

Venía por el sendero, impermeable y lentes negros. Las manos vacías, extraoficiales también. Caminaba rápido y cantando en voz baja, pues golpeteaba rítmicamente con el diario plegado contra el muslo. Llegó hasta la puerta, abrió y dijo:

– Treinta y cinco.

– ¿De máxima o de mínima?

– Treinta y cinco horas de máxima, pero con bastante precisión. La cuenta nos daría el domingo por la noche. Todos se miraron alternativamente.

– ¿Quién lo vio por última vez? -preguntó Etchenike.

Antes de que terminara la pregunta, Friedrich y Laguna le respondían con un dedo clásico, indudable, dirigido a su pecho.

– No. No puede ser que desde la tarde del domingo no haya habido nadie que…

– Comisario… -insinuó el forense.

– Un momento -lo paró Friedrich-. Ya aparecerá alguien, seguro. Pero no por ahora. Ni siquiera en el motel donde paraba. No hay certeza de que haya vuelto por allí después de que se fue con usted a las tres de la tarde.

– Sergio estuvo toda la tarde del domingo en “ La Julia ” viendo el partido de pato, haciendo fotos. Volvió, lo trajeron, a Playa Bonita al atardecer.

– ¿Cómo sabe eso?

– Estuve en “ La Julia ” ayer, de regreso de Necochea. Willy puede atestiguar lo que le digo.

El forense volvió a la carga:

– Comisario, discúlpeme; antes de venir para acá apareció el cabo Castro con la ropa de Algañaraz. La que se supone que tenía puesta antes de meterse en el mar. Estaba en la playa, en un hueco de los acantilados, bastante lejos del pueblo, en una zona de rocas.

– ¿Escondida?

El forense se encogió de hombros.

– No sé tanto. Como podría dejarla alguien que está solo y decide entrar a nadar. También había una petaca de whisky vacía y las llaves de la habitación.

Friedrich se mordisqueó la uña del pulgar:

– No suena tan mal. El muchacho regresó a Playa Bonita, se compró una petaca de whisky al atardecer, se alejó del centro y en un momento dado decidió darse un baño. Dejó todo bien escondido y se metió a nadar. Es buen nadador pero no está acostumbrado al mar. Entra demasiado y cuando quiere volver, media hora o más después, la corriente lo arrastra, la lleva mar adentro. No va a ser el primer caso.

– ¿Volvió a Playa Bonita y se quedó en la playa? Lo más probable sería que volviera o lo llevaran al motel… O sólo que tuviera algún motivo muy especial para ir a otra parte. Además, era temprano: ¿se ahogó bañándose a las ocho de la noche y nadie lo vio? Estaba feo para meterse en el mar picado. ¿Quién lo haría?

El mismo Etchenike se sorprendió de escucharse.

– Estaba borracho, no se olvide. No midió el peligro -dijo Friedrich.

– Tiene un golpe acá -Etchenike pronunció la sentencia mientras se golpeaba con el canto de la mano detrás de la oreja derecha-. Lo mataron.

– El médico forense soy yo -dijo el médico forense y se sacó los anteojos-. Y le digo que ese golpe no lo mató. Tal vez un raspón, un choque contra algo que flotara en el mar… Las rocas mismas que hay en la zona, bajo el agua… Pudo haberse desmayado. Pero ese golpe no lo mató. Murió ahogado, hace poco más o menos de treinta y seis horas.

El comisario Friedrich suspiró hondo, clavó los puños en los bolsillos de la campera y se dirigió a la puerta.

– Vamos a ver la ropa y los efectos de Algañaraz. Espero que no hayan tocado nada -se volvió hacia el veterano-. ¿Terminó el horario de trabajo?

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