Etchenike consultó su reloj.
– Me queda una hora todavía. Esta noche estaré en el Hotel Veraneo, si me necesitan.
– Nos vamos.
Los tres hombres abandonaron el vestuario en la ventosa agonía del atardecer. Laguna saludó amistosamente a Mojarrita al pasar. El veterano se quedó en la puerta, demasiado grande para el lugar, rígido, recortado en la luz pobre. De pronto, se fue tras ellos, que ya salían:
– ¿Quién encontró la ropa? -dijo tomando del brazo al forense.
– Una mujer -dijo el otro y de inmediato se arrepintió.
Friedrich lo miraba con severidad.
– Lo sabía -dijo Etchenike en voz baja.
Volvió lentamente, cabizbajo, hacia la pileta.
– ¿Saben algo más? -preguntó Mojarrita-. ¿Qué averiguaron?
– No. Nada nuevo…
Y se puso a encender las luces de colores para iluminar tribunas vacías.
Al doblar la esquina del hotel casi chocó con Gustavo que corría a buscarlo:
– Lo llamaron por teléfono. El señor Silguero y el señor García.
– ¿Qué dijo Silguero?
– Que lo llame a Mar del Plata o que vaya inmediatamente.
– Acompañame a Entel.
La mirada del pibe fue y vino a los dos lados. Algo temía:
– Dejé el mostrador para venir.
– Vení conmigo.
Etchenike lo agarró del brazo y lo llevó flameando, las zapatillas apenas rozando el piso.
– Contame otras novedades -dijo en tono formal mientras lo arrastraba.
– Estuvieron dos hombres, dos policías. Uno morocho y canoso, más viejo; el otro rubio y más joven. Venían de hablar con Castro y con Brunetti y preguntaron por usted. El patrón se asustó, se hizo un lío con los nombres: no sabía si era Etchenique o Etchenike, si era uno o dos… Los policías le preguntaban y él se ponía nervioso.
– ¿Entonces?
– Yo me metí y expliqué todo clarito. Se fueron conformes, al club.
– Muy bien, Gustavo. Ya estuve con ellos. ¿Y qué más?
– El patrón se enojó mucho cuando se fueron y me tiró un sopapo, bah, varios sopapos, por meterme. Pero yo le expliqué, mientras lo esquivaba, que usted le explicaría cuando volviese…
– Eso es.
– Pero uno me lo acertó.
El pibe se tocó la cara. Etchenike se detuvo, se agachó un poco para mirar la zona enrojecida junto a la oreja derecha.
– Te dolió.
– Más o menos.
– Me hiciste un favor a mí… -lo palmeó en el hombro-. Sos un tipo en el que se puede confiar.
– Sí -dijo Gustavo con naturalidad-. También lo estuvo buscando el Polaco.
– Será porque me olvidé el paraguas en el cine…
– No creo -dijo el pibe muy serio.
– Yo tampoco.
Entraron a la oficina de teléfonos. El veterano fue al mostrador e hizo el pedido a una operadora vieja y de delantal celeste. Casi de inmediato le indicaron que la comunicación estaba en línea.
– Ya salgo. Esperame que vamos juntos -le dijo a Gustavo metiéndose en la cabina.
Mientras aguardaba, observó tras el vidrio al chico que permanecía quieto, sentado allí en el largo banco de madera, con el delantal de trabajo aún puesto, las piernas extendidas y los muslos apoyados sobre las manos, esperando. Al descubrir que lo miraba, Gustavo le sonrió. Etchenike le guiñó un ojo. En ese momento atendieron.
– Hola, habla Julio.
– Por fin -dijo Tony-. La noticia de lo de Algañaraz llegó justo cuando yo estaba averiguando en “ La Nación ”. Ya te habrá contado el Negro: todo normal con ese pibe. Está todo el mundo muy impresionado. Ya salieron para allá el padre, la novia y un tipo del diario, el abogado, un tal Murguía… Nadie cree en otra cosa que no sea un accidente.
– Bien, gallego… Ahora necesitaría que me averigües dos cosas: qué tipo de enganches con sectores de poder en la provincia de Buenos Aires tienen los Hutton; con “hache” con dos “te”, como Watson Hutton, el de Alumni, o como Betty Hutton.
– Sí. ¿Qué más?
– ¿Seguís teniendo contactos con esos viejos peronistas de la época de la Resistencia? Esos veteranos que van a jugar al ajedrez a La Academia.
– Sí, más o menos.
– Entonces averiguame todo lo que puedas sobre Juan Ludueña.
Y le dio nombres, fechas, posibilidades. Tony asintió. Se sentía lejano, marginado; necesitaba participar y se comprometía a llamar mañana, esta noche si era necesario.
– De acuerdo, Julio… -concluyó.
Esperó el saludo final, las recomendaciones, pero se hizo silencio en la línea.
– Julio… ¿Pasa algo?
Etchenike había descubierto, al girar la cabeza, que Gustavo ya no estaba sentado en el banco. Lo buscó con la mirada un poco más lejos…
– Julio… ¿Qué pasa?
– Nada, gallego. ¿Anotaste todo?
– Sí. Hutton y Ludueña.
– Te agradezco. Ahora voy a cortar.
Dejó apresuradamente la cabina. Gustavo no estaba allí. Se asomó a la calle y no lo vio. Volvió al mostrador, pagó la comunicación.
– ¿Y la llamada a Mar del Plata?
– Cancélela. ¿No vio adónde fue el chico?
Ella negó con la cabeza. Tampoco le interesaba; calculaba las monedas.
Etchenike dejó el vuelto sobre el mostrador y salió corriendo.
Lo encontró en la esquina. Al borde de la vereda, charlaba con otro muchacho al volante de un viejo furgón de reparto, un Chevrolet de los cincuenta.
– Mi primo Cacho -dijo Gustavo-. Quiere contarle algo.
– Hola -dijo Etchenike agitado aún, aliviado ya.
Cuando le estrechó la mano, el de la camioneta lo miró con admiración y respeto:
– Buenas. Gustavo me habló de usted.
Allí también había un ligero temblor. Eso era miedo. El veterano imaginó la información múltiple y azarosa respecto de su persona y sus hábitos: usar nombres de guerra, portar armas, frecuentar a la policía y ser frecuentado por ella. Además, la cara golpeada.
– Pero nosotros ya nos vimos la otra noche -concluyó Cacho.
Ahí lo reconoció: el potrillo que acompañaba a Beba el domingo.
– Sí, me acuerdo bien. En El Trinquete.
– En El Trinquete -repitió el primo y se ensombreció-. ¡Qué quilombo se armó esa noche! Pero yo quería hablarle de otra cosa, si me promete que…
Pero Etchenike no pensaba dejarlo pasar así, prometer nada:
– ¿Te la apretaste a la Beba? ¿Qué pasó?
– Yo pensé que sí, que me la iba a apretar -dijo el muchacho contrariado, desviado de su interés-. Creí que iba al frente cuando me pidió que la acompañara al club. Se sabe que la Beba es muy putona. Pero enseguida vi que tenía miedo nomás, que no quería andar sola. Por eso cuando apareció usted me rajé.
– ¿Y a quién le tenía miedo? ¿A Mojarrita?
– No creo. Pero se sentía mal. “Me siento mal, pibe” me dijo. Y me llevó a la playa y después a El Trinquete; me hizo caminar como un pelotudo. Esa mina está muy loca…
Repentinamente el morocho perdió la paciencia:
– Escúcheme: yo quería hablarle de otra cosa.
– Esperá, carajo… ¿No te mencionó a Algañaraz? Es importante…
– ¿A quién?
– Un tal Sergio. El que apareció muerto. Alguien con quien se tenía que encontrar o con quien había estado…
– No. Hablaba mucho pero no se le entendía demasiado… Y volvía con lo del miedo. Cuando se le pasó un poco fuimos a El Trinquete y ahí ya sabe…
Etchenike notó que Gustavo se había quedado silencioso a un costado.
– ¿Qué hacés vos, ahora?
– Me voy. Es tarde y está por llegar El Cóndor de Mar del Plata.
Le puso la mano sobre la cabeza.
– Andá. Gracias por todo.
Pero el pibe sabía lo que quería:
– Déjelo que le cuente -dijo señalando a Cacho.
– Es cierto. ¿Qué pasa?
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