Cuando tendió la mano hacia la cartera de ella, la Beba la apartó de un zarpazo.
– No toques mi cartera.
– No te voy a afanar nada, Beba. Prestame la birome que tenés ahí.
– No tengo.
– Sí tenés. Te la vi recién cuando abriste la cartera para darme el pañuelo.
Ella apretó el cierre con los dedos crispados, apretó los labios con los ojos encendidos. Era como si retuviera entre las manos a un bicho dispuesto a saltar.
– Esa birome no anda -balbuceó.
– No tiene tanque -especificó Etchenike.
– Se me rompió. No sirve.
– Sí que sirve. La llevás siempre encima y la usaste hace un rato, Beba.
Etchenike se inclinó sobre la mesa e hizo el gesto de esnifar con una fuerte aspiración.
– ¿Me equivoco?
Ella negó con la cabeza.
– ¿No? ¿No me equivoco?
Ella volvió a agitar la cabeza.
– Y después tenés que bajarla con ginebra. Se sabe…
Ella manoteó la botella que se tambaleó sobre la mesa. Esta vez Etchenike no se lo impidió. La ayudó a servirse un poco más. Pidió hielo. La dejó que tomara un sorbo largo.
– Te hace bien.
Ella asintió.
– Te podés llevar la botella si me decís quién te pasa la merca.
Por primera vez en un largo rato, la Beba levantó la mirada; sonrió burlona.
– Vos te creés que soy boluda. Querés que me amasijen.
– Como al pibe.
– Ese sí que era un boludo: se ahogó.
– Vos no. Vos sos piola-. Etchenike la agarró delicadamente del pelo y la obligó a levantar la cabeza-. ¿Sabés que vas a quedar pegada? ¿Sabés que no te puede creer nadie? Te enterraste sola: nadie lo vio vivo después que vos…
La soltó. Se puso de pie y fue hasta el mostrador. Pagó y volvió. Se empinó el resto de cerveza y agarró un puñado de maníes. Le fue tirando con ellos a la Beba, derrumbada sobre la mesa húmeda de ginebra. Le tiró cuatro, cinco, diez, como si fueran bolitas, mientras le hablaba:
– Estás cocinada. Si hablás la podés sacar más barata. Pero estás regalada, por puta y falopera.
Ella levantó la cabeza, protestó apenas.
– ¿Sabés lo que pienso? Que lo mataste vos, para afanarlo.
– Estás loco.
– Dejaste algo de guita para disimular, pero yo sé que el pibe estaba forrado y las drogonas como vos son capaces de cualquier cosa por un gramo de blanca. Fue fácil. Él estaba muy mamado y se quería bañar. Con el pretexto de acomodarle la ropa, le sacaste la guita, pero él no te dejaba ir. Entonces aceptaste meterte en el mar y ahí le diste con algo en la cabeza. Una piedra tal vez… El golpe está.
Ella negaba y sonreía.
– Yo no le hice nada al pibe.
– No querías, tal vez. Pero lo desmayaste… Y se ahogó.
– No, no, no.
– Sí. Rajaste con la guita a darte un saque. Estabas tan loca que te pasaste, te diste vuelta y te empezaste a sentir mal. Ahí fue cuando encontraste a Cacho y conseguiste que te acompañara.
– No lo metas al pibe ése.
– Lo llevaste por la playa primero. Tenías esperanzas de que se hubiera salvado…
La Beba se aferró a los bordes de la mesa y con la barbilla apoyada sobre la madera dijo lentamente:
– Estoy en pedo pero no soy tan gila. Yo no hice nada. No lo toqué al pibe. Nadie puede decir que lo maté yo.
– Yo lo voy a decir. Ahora mismo. Y lo voy a probar. Eso te pasa por drogona y por boluda: nadie te va a defender, te van a mandar al frente y los otros hijos de puta se la van a llevar de arriba.
Esperó un instante pero ella no dijo nada. Permaneció quieta, derrumbada, tal vez desmayada sobre la mesa. Apoyó una mano en su hombro y la zamarreó.
– Beba: me voy. Y voy a hablar.
Le contestó un gruñido.
Etchenike dio media vuelta y enfiló por el medio de la calle hacia las luces del Hotel Atlantic. Acaso esperaba, mientras se alejaba, que ella pegara un grito, que lo puteara o pidiera auxilio.
No pasó nada de eso.
El Polaco cruzaba la calle apresurado, trotaba casi, desvencijado por el apuro mientras lo chistaba.
Etchenike se detuvo en la puerta del Atlantic, lo esperó.
– Disculpe -dijo el viejo, agitado-. Quería hablar con usted.
– No vengo al cine.
– Yo tampoco. No hay función.
– Pero parece que el espectáculo continúa -Etchenike suspiró y con un ademán amplio indicó un sector de tiempo y espacio contiguos-. En la calle… Y no se imagina cómo, señor Gombrowicz.
– Sabe mi nombre.
El veterano asintió:
– Y suena falluto -dijo en un impulso.
Ahora fue el Polaco el que sonrió.
– No… Pero tiene algo de razón. Con las sorpresas de la guerra, los apuros de la partida, las persecuciones, los desencuentros, las pérdidas, uno va dejando todo.
Etchenike sintió que el discurso del Polaco era una antología de lugares comunes, que estaba escuchando hablar al arquetipo del emigrante del centro de Europa, al loco de la guerra.
– Uno va dejando todo -proseguía el otro-. Algunos perdimos también, además de la historia personal, la familia o la memoria, los testimonios formales de la identidad, toda huella o registro legal. Por eso yo puedo decir que soy Gombrowicz… Desde hace cuarenta años, desde 1939, soy Gombrowicz. Si es un nombre que suena demasiado típico para polaco anclado, lo siento. Pero es un apellido…
– Pero no el suyo.
– Digamos que es el mío, sí. A algunos les ponen un nombre; éste me lo puse yo. Como Witold, el escritor que tal vez usted conoce de mentas. Él ha vuelto a Europa, hace unos años… Yo, no. Yo nunca tuve otra patria que no fuera el cine.
– Suena lindo eso, pero es mentira.
– No es mío. Es una variación de “la patria del escritor es el lenguaje”, que dijo alguien.
– Es mentira, también -se excedió Etchenike-. La traducción, en esa línea de razonamiento, sería una especie de exilio… Y nadie se va en barco del idioma o lo amenazan para que abandone el cine.
– No vine en ése -dijo el Polaco señalando repentinamente hacia el océano, aludiendo a los hierros oxidados mar adentro-. Eso sí es leyenda, o tal vez simple mentira. Pero por ese barco me iré -y volvió a señalar la lejana mole encallada-. Por ese barco me iré pero no me iré solo.
– ¿Qué quiere decir?
Ahí el Polaco se transfiguró y Etchenike sintió el dulce y temido vértigo de estar a punto se ser objeto de una confesión.
– Yo me hago el boludo, mi amigo -y el duro argentinismo sonó más duro en boca del viejo-. Yo me hago el loco, también. Pero no soy ni boludo ni loco.
– Claro que no: los locos no tienen su memoria, su capacidad de observación.
El otro lo miró raro:
– Me está cargando…
– Hablo de cine, Gombrowicz. Recuerda nombres, rostros, fechas… Me imagino que sería capaz de reconocer a cualquiera, vivo o muerto.
El Polaco asintió.
– ¿Cuántos años hace?
– Cuarenta, como Witold.
– ¿Y las películas? ¿Cómo consiguió eso?
– Ésa es otra historia para otro día. Cuando demos El tercer hombre.
– Me interesa El tercer hombre, Polaco. Sobre todo el personaje de Orson Welles, que apenas aparece pero define todo.
– Eso: desaparece y aparece.
Gombrowicz soltó la frase y quiso seguir viaje hacia adentro.
– Espere: usted me quería decir algo -insistió Etchenike.
El otro lo miró con asombro:
– Ya se lo dije.
Y entró. Casi chocó con el cabo Castro que salía en ese momento:
– ¿Qué hace acá? -le dijo a Etchenike.
– Hacía tiempo con el amigo, hablando de cine.
El policía se le arrimó.
– Hay novedades… -dijo y calló de pronto.
Los sollozos de una mujer joven de pelo rubio y largo pasaron junto a ellos bajo el amparo de un brazo maduro y protector que no temblaba.
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