Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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El de la camioneta dio una pitada larga, excesiva, de adolescente:

– Encontré un muerto en el camino -dijo todo ligerito.

34. Como Picasso

El furgón saltaba en los pozos del camino sinuoso y en cada salto se escuchaban ruidos cambiantes en la parte trasera, cosas que rodaban, deslizamientos acompañados con nubes de polvo.

– ¿Dónde trabajás, Cacho?

– En la panadería. Hago el reparto: con el furgón, para la zona; y con la bici en el pueblo.

– ¿Y cómo lo encontraste?

– ¿Al muerto?

Etchenike asintió. El muchacho manejaba vigorosamente; apurado como alguien que ha descubierto o intuido un tesoro y regresa angustiado a ratificar si es cierto, si no lo han robado, si no es un sueño.

El Chevrolet dio un salto mayor al pasar del camino de tierra a la ruta asfaltada que se extendía a la derecha.

– Es en el camino que va al faro, la primera bajada después del arroyo Los Sapos. Yo voy dos o tres veces por semana: llevo galleta, pan, algunas facturas -suspiró-. Espero que no lo haya visto nadie. Hace un par de horas, estaba.

Anduvieron unos minutos más por la ruta que parecía más serena y silenciosa que lo habitual en el atardecer. Luego de un puente de cemento excesivo para los húmedos pajonales del arroyo Los Sapos, algo que era poco más que una huella amarillenta entre alambradas cubiertas de arbustos los desvió otra vez hacia el mar.

– Está acá nomás, en una curva entre los árboles.

Y llegaron a la curva y a los árboles, y Cacho clavó los frenos más nervioso que asustado.

– Ahí lo tiene. Yo no bajo.

Primero reconoció el automóvil. Aunque semioculto por el ramaje, estacionado o empujado hacia una especie de garaje natural entre arbustos, el Volkswagen convertible rojo no era fácil de disimular. Ni de olvidar, tampoco. No ronroneaba ni derrapaba. Apenas destellaba rojo y frío al sol del atardecer. Tenía una de las puertas abiertas y la capota baja como la última vez que lo había visto, manejado por Coria, unas horas y unos kilómetros más atrás.

Precisamente Coria era el hombre caído junto a la puerta abierta, del lado del volante. Estaba tendido con el cuerpo ladeado, el rostro contra las piedras y los brazos sueltos a los costados, como si se hubiera ido de bruces, empujado. El empujón eran, en realidad, los dos o tres balazos que le habían agujereado primero el saco blanco, después la camisa estampada gris y rosa, y luego -inevitablemente- el tostado cuerpo atlético.

Uno de los vidrios de los anteojos negros se había roto al caer, aplastado entre la dureza del camino y la cara del hombre. Por eso tenía un corte bajo el ojo derecho que permanecía abierto, celeste y asombrado.

– ¿Lo conoce?

Cacho no había podido resistir la tentación y estaba junto a él.

– Sí, creo que sí. No toques nada que nos vamos enseguida.

Se acuclilló. Coria estaba frío. La sangre no manaba ya aunque el charco bajo el pecho era considerable.

Lo dio vuelta con cuidado, revisó los bolsillos. Examinó las tarjetas de una billetera con bastante dinero y se quedó con dos. La cédula de identidad con su innegable rostro estaba a nombre de Carlos Forlán.

Se la guardó. Copió otros datos en su libreta y dejó todo en el lugar.

Después fue al auto. Tomó el número que ya conocía, revisó la guantera y no encontró nada de interés excepto una pistola del veintidós con todo el cargador envuelta en una gamuza. La dejó allí.

El baúl estaba vacío. En el asiento trasero había un bolso de cuero con poca y buena ropa. Había quedado abierto y revuelto.

Etchenike cerró con cuidado, dejó todo como estaba y volvió junto al cadáver. La ropa y los mocasines eran nuevos y estaban impecables a no ser por la suciedad del revolcón final y algunas manchas oscuras en la botamanga del pantalón beige. Observó todo con detenimiento y hasta arrimó la cara, la nariz, como un perro.

– ¿Qué busca? -dijo Cacho impaciente ya.

– Yo no busco, encuentro -dijo Etchenike citando a Picasso sin saberlo.

Volvió al camino, observó las huellas, las marcas en el piso, algunas ramas rotas de los árboles cercanos y finalmente retornó junto al furgón.

Cacho estaba al volante y con el motor en marcha.

– ¿Estaba todo así cuando lo viste por primera vez? -dijo sentándose a su lado.

– Creo que sí.

– Entonces salteate esta visita conmigo y mañana temprano contale a la policía la primera. Les va a interesar.

– No pienso ir a la policía. Por eso se lo mostré a usted.

– Está bien. Yo tampoco hablaré. Tampoco te voy a contar nada… Cuanto menos sepas, mejor -y se volvió hacia la ventanilla para no ver la decepción en la cara del muchacho.

El furgón retomó la huella. Cuando llegaron al asfalto, antes de doblar hacia Playa Bonita, Etchenike lo hizo detenerse y miró para atrás. Una sutil nube de polvo marcaba el sendero que acababan de recorrer.

– Ya está -dijo-. Ahora imaginemos algo para explicar qué andábamos haciendo juntos. Cualquier cosa menos encontrar cadáveres.

35. Lo sabía II

En la oficina de destacamento, a las ocho y media de la noche, el agente Russo estaba solo. Hablaba por teléfono a los gritos bajo la mustia lamparita de cuarenta y decía sí señor, sí señor, se lo diré señor.

Etchenike esperó que colgara:

– ¿Dónde están?

– En el hotel. Se fueron todos.

– ¿En el Atlantic?

– Sí.

El veterano se asomó a la habitación contigua que estaba abierta. Miró bien. Volvió y se sentó frente a Russo.

– También se llevaron el cadáver -dijo.

– También. No había ambulancia para trasladarlo a Necochea hasta mañana. El juez ordenó no tocar nada hasta que venga él. Acaba de hablar por tercera vez…

– ¿Y por qué al hotel?

– Es la única heladera grande que hay en el pueblo. La única industrial. Tenía un olor…

Etchenike imaginó el mar. Vio el mar y a Sergio Algañaraz rodando por el fondo, enredado de algas, sucio de arena, con el pelo en movimiento, en olas. Lo volvió a ver muerto en la playa. Lo recordó en ese cuarto de al lado, tirado sobre las hojas de un diario zonal, mal cubierto. La imagen era cada vez peor, más sucia, más obscena.

– ¿Cómo lo llevaron? -insistía en detalles para qué.

– No había camilla. La de los bañeros está en la casilla de la playa, que está cerrada desde el primero de marzo. Así que sacaron la puerta para poder transportarlo sin manosear. Lo taparon con una lona.

El agente Russo señaló el itinerario del cadáver con un gesto que iba de la habitación que ahora Etchenike descubría sin puerta, hasta la calle, y luego las tres cuadras que imaginó en procesión hasta el Atlantic.

– Acá nada está donde debe -se oyó decir.

– ¿Cómo?

– La ambulancia, la heladera, la camilla, el juez, los bañeros, el forense, los bomberos… Todo está en otra parte.

– ¿En dónde?

Etchenike no contestó. Por un momento, el único sonido en el cuarto fue el zumbar de los bichos alrededor del foquito.

– Así que apareció la ropa… -dijo al cabo de un suspiro.

– Toda: la remera, el pantalón, las ojotas, hasta la llave del cuarto, la guita…

– ¿Quién es la mujer?

– ¿Qué mujer?

– La que encontró la ropa de Algañaraz.

– Yo.

Giró la cabeza y la Beba estaba allí, apoyada en la puerta de entrada.

Tenía el vestido floreado; el pelo recogido en una cola de caballo le hacía la cara más ancha; la sonrisa violenta ocupaba mucho espacio pero tenía poco sentido allí.

– Lo sabía -repitió Etchenike, sabio e inútil.

36. Maníes salados

Ella avanzó dos o tres pasos. Se sacó los anteojos. Estiró un brazo y lo apoyó en la pared. Su mirada brillaba. Pero no era cosa de llorar:

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