Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Como por un acuerdo secreto, luego de cambiar unas palabras se hizo un silencio casi artificial, compulsivo, de ceremonia. Nadie habló de lo que aparentemente no hubiera podido dejar de hablarse. Pero también era imposible irse a dormir o trivializar las circunstancias con la política, el fútbol, el tiempo o la tristeza:

Hasta que repentinamente Etchenike lo encaró al Polaco:

– Y usted, Gombrowicz, ¿de dónde sacó tantas películas viejas?

El viejo iba a excusarse pero miró a Laguna como pidiendo un permiso que le sería concedido:

– Tómenlo como un cuento -dijo-. Han pasado tantos años ya que no importa si las cosas fueron así o de otra manera. Pero créanme como si…

– ¿Qué pasó? Nadie te va a meter preso ahora, Polaco, si es lo que te preocupa tanto -dijo Laguna indulgente.

Pero el otro no vaciló, a pesar o gracias a la incipiente borrachera, en contar lo que quería:

– Fue en el sesenta, cuando todavía el Atlantic funcionaba y el cine también. La camioneta de la distribuidora pasaba los lunes y traía las películas para toda la semana. Venía del segundo o tercer circuito de Mar del Plata y después de pasar por Necochea y Miramar llegaba acá. Generalmente traía quince: dos para cada día de la semana y tres para el miércoles: que siempre fue día de aventuras. Fueron años con ese sistema y siempre venía la misma gente. Hasta que esa vez -era un jueves- no apareció la camioneta sino un camión con dos tipos desconocidos. Pero era un camión de la distribuidora. Enseguida me di cuenta de que había algo raro: querían hacer dinero con las películas pero no sabían cómo… Suponían que podían venderlas, que en cualquier cine les darían buen dinero por las copias. “Es buena mercadería”, decían, como si fueran alfombras o saldos de fábrica. Me hice el gil y fui al camión con ellos: lo que había ahí era increíble. Estaban prácticamente todos los estrenos de la Fox, la Warner y la Paramount, de los últimos cinco años, y un montón más. Eran ciento cincuenta películas… Habían robado el camión en la ruta pero cuando vieron lo que cargaba no supieron qué hacer. Se equivocaron…

– Se equivocaron al traerlo acá -dijo Laguna sonriente.

– Eso es -confirmó Etchenike.

– Tal vez el camión iba para Chile o al sur y creyeron que cargaba heladeras, estufas, qué sé yo…

– ¿Y qué hiciste?

– Les “alquilé” quince para esa semana, argumentando que no podía hacer más pero les di a entender que era peligroso para ellos andar con todo eso. Agarraron la guita, yo entré las películas y quedaron en volver a la semana. Todos sabíamos que mentíamos pero vi la posibilidad de mi vida. Cuando los tipos fueron a comer al bar que quedaba en la esquina de la avenida, le pinché dos gomas al camión y le avisé al cabo Bulnes, que ahora está jubilado, para que los jodiera un poco pidiéndoles los papeles cuando estuvieran por salir. Al ver a la cana mirando el camión y las gomas pinchadas los tipos se asustaron… Afanaron una Ford F 100 y rajaron. Nunca más se supo de ellos. La camioneta apareció en Bahía Blanca dos meses después.

– ¿Y el camión?

El Polaco tomó un sorbito de su Legui, parpadeó como para recordar mejor:

– Apareció también, semivolcado en la banquina a pocos kilómetros de acá, a la mañana siguiente… Vacío.

Y se quedó mirando a Laguna.

– No me acuerdo… -dijo el comisario.

– Eso se llama “mejicaneada” -dijo el padre de Sergio.

– “Polaquiada”, mejor-dijo Etchenike.

Pero al narrador le faltaba el final:

– Claro que vino la policía en averiguaciones a los dos o tres días. Yo reconocí que les había alquilado algunas películas bajo sospecha de que eran robadas y las entregué… Pero ellos buscaban el resto. No encontraron nada. Estaba muy bien escondido.

– ¿Dónde? -la voz de Laguna denotaba que había hecho muchas veces esa pregunta en circunstancias parecidas.

– Imagínense un lugar en Playa Bonita, seguro y aislado… De acceso difícil y sin embargo cercano…

Gombrowicz había conseguido la atención de todos. Sólo Fumetto lo escuchaba con desdeñosa paciencia. Pero nadie imaginó un lugar así, nadie pudo adivinar dónde había escondido el mejor cine norteamericano de la década del cincuenta.

– ¿Dónde? -insistió el comisario.

– ¡Allá!

Todas las miradas siguieron el itinerario, la dirección del brazo extendido del Polaco que apuntaba a la ventana, a la negrura de la noche sobre el mar.

– ¿Cómo “allá”? -ahora Etchenike lo miraba a él.

– En el barco.

– No puede ser -dijo Fumetto hastiado.

– En el barco, allá… -se apasionó el narrador-. Ahí dejé todo. En varios viajes. Un bote como el que tenemos puede ir en la noche hasta el barco cuantas veces quiera. Acondicionándolas bien, cualquier cosa se puede guardar ahí.

– Polaco… -y Etchenike le apuntó con el índice-, nadie puede creer eso.

– Precisamente: el poder del vampiro está en que nadie cree en él.

– No jodamos: qué tienen que ver los vampiros…

– Que se cuente Drácula, ahora… -dijo Fumetto casi resentido.

– Creo que… -quiso concluir el Polaco-. Creo que el cuento es bueno.

Sonrió ampliamente, miró a Etchenike con intensidad.

– Y creo que… las películas también. Por eso vale la pena.

– Tiene razón.

La afirmación del padre de Sergio cerró el relato y Etchenike quedó pensativo: el señor Algañaraz estaba ahí, en un hotel de una playa miserable oyendo historias absurdas de robos más absurdos e improbables mientras su hijo se pudría en las primeras horas de la muerte.

Y recordó una situación clásica de El halcón maltés, cuando sin que nada lo anticipe ni justifique, Spade le cuenta a Brigid, aparentemente sólo para matar el tiempo, la historia del hombre común que abandona todo y se va a vivir a Spokane el día que casi lo mata la caída de una viga.

– Traiga las cartas, patrón -dijo Laguna.

Un rato después, cuatro hombres grandes y tristes entretejían los sentimientos y derrochaban habilidades en la esgrima del truco. El juego los retenía, estiraba y acortaba la noche a voluntad. Ellos jugaban.

El primer partido lo ganaron Etchenike-Algañaraz por escándalo.

– Hay afano -dijo el Polaco, que recurría al lunfardo cuando se soltaba de lengua y de bebida, después de perder un vale cuatro con un caballo sobre una sota-. Ustedes tienen demasiada suerte… Un culo bárbaro, bah.

Cambiaron y Etchenike quedó con Laguna. Apostaron otra vuelta de bebidas para todos. Gombrowicz iba por la cuarta Legui y Algañaraz repetía las ginebras mientras Etchenike sumaba cautelosos cafés.

Y el Polaco tuvo razón. Luego de un desarrollo ruidoso y cambiante, el desenlace se precipitó con una falta envido que el veterano se atrevió a conceder con 32 de copas.

En el momento de cantar las suyas, el Polaco ni habló: se puso de pie sonriente, depositó la maraña de trece espadas sobre la humilde mesa y extendió la mano que estrechó a su compañero triunfante y melancólico.

– Señores, con permiso… -dijo.

Y se fue a mear.

Mientras la mesa se levantaba, Etchenike lo siguió.

El baño tenía dos mingitorios de pared enturbiados por la meada de centenares de miles de paseantes. La lamparita del techo iluminaba apenas los hombros, la luz se deshilachaba más abajo.

Etchenike notó que el Polaco apoyaba la cabeza en los azulejos sucios para mantener el equilibrio, sostener el cuerpo contra el viento del alcohol y el sueño.

– Polaco… -se atrevió, desabrochándose-. Me vas a tener que ayudar: yo sé que sabés más de los que decís.

– No tenían por qué dársela al pibe -dijo.

– Claro que no -lo alentó al veterano-. ¿A cuál pibe?

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