– Muy burdo, es cierto. No sé a quién se le puede haber ocurrido algo así.
– No sé a quién -dijo Etchenike sin un dejo de ironía-. No creo que al boludo de Toledo, que apenas sirve, y mal, para intentar negociar en “ La Julia ” y convertirse en sospechoso por estupidez.
El Lobo lo interrumpió con una carcajada breve:
– Es muy bueno, eso… ¿Sabe que Willy sospecha de Toledo por el incendio?
– ¿Se lo dijo?
– Llamó hoy: dijo que puede probar que fue un atentado… Willy está muerto, definitivamente muerto. Se cae solo. No necesito apretarlo más.
Etchenike tuvo un repentino ataque de asco:
– Volvamos a nuestro sucio asunto, mejor: decía que pudo haber sido idea del mismo Silguero, que conocía la relación de Forlán con María Eva y se le ocurrió, cínicamente, hacer un servicio bien pagado a la empresa. Pero se me ocurre que no le da el ingenio para tanto, aunque quizá la obsecuencia haga maravillas e inspire a las personas.
– Yo lo llamaría lealtad. No hay empresa exitosa sin lealtad.
– No hay extorsión exitosa sin lealtad, diríamos en este caso.
– Diríamos.
El Lobo concedía con benevolencia, daba hilo, dejaba que el viento se llevara la cuestión bien lejos. Ya recogería, empezaría a tirar.
– Puede haber sido idea del mismo Forlán: se levantó a la renga y les ofreció el negocio a los patrones. Pero salió mal. A él, por lo menos: lo mataron y las fotos de la encamada las tienen ellos. Todo al pedo.
– ¿Las tiene Willy?
– Tal vez.
– Si quiere cobrar, recupérelas. Se ve que usted va y viene con soltura.
– No es tan simple. Usted no está en una posición como para plantear ningún tipo de condiciones.
Etchenike se puso de pie, las manos en la cintura:
– Tiene mucho que perder, Romero. Y lo sabe. Se hace el boludo pero acá ha habido varios muertos; yo he estado involucrado y si me aprietan voy a hablar: todo. Nunca he participado de una empresa exitosa, por eso no soy leal. Por lo menos con los empresarios…
– No amenace -el Lobo señaló la pistola, el teléfono y dijo con suavidad-: podría no salir vivo de acá.
– Eso no es cierto. Acá adentro no puede disparar. Si me lastima queda pegado con un quilombo tan grande que olvídese de sus aspiraciones de copar el Hotel Atlantic. Por algo trató de mantenerse al margen.
– Estoy al margen. Y no tengo enemigos. Ni me los voy a inventar.
Romero se puso de pie él también con una resolución inédita. Era como si finalmente se diera cuenta de algo evidente que no había sabido valorar y estaba ahí, tan claro.
– Simplifiquemos -dijo yendo hacia el escritorio, abriendo un cajón-. Necesito su ayuda, Etchenike, y lo reconozco. Voy a pagar esa ayuda, ese silencio eventual. Voy a pagar bien por esas fotos que usted, estoy seguro, me va a traer esta noche a casa, sin alharaca ni escándalos. Y voy a pagar bien por cerrar el desgraciado caso Forlán sin complicaciones. Usted se calla y cobra.
Sacó un fajo de billetes verdes y separó cinco mil dólares que puso frente a Etchenike.
El veterano los tomó sin un gesto, los guardó en el bolsillo trasero.
– Yo cobro y me callo -dijo-. Por ahora.
– Estoy más tranquilo.
– No tanto: sigue teniendo miedo.
– Willy está liquidado.
– No es por Willy… ¿Qué creyó ver hoy, cuando yo llegué?
Romero parpadeó, una ola de turbación le arrebató la sobria arrogancia que había podido armar a fuerza de palabras y una pila de papelitos con el rostro de Benjamin Franklin.
– Un fantasma -dijo-. Un fantasma del pasado.
– Ludueña.
– ¿Qué sabe usted de eso? -y se le quebró la voz.
– Nada. Un hombre que estaba muerto vuelve después de veinticinco años no se sabe por qué pero deja mensajes, amenazas, promesas difusas…
– ¿Qué piensa?
– Demasiadas huellas para ser cierto. Si realmente quisiera hacer algo no se anunciaría: alguien quiere que algunos crean que Ludueña está de vuelta. Y todos le temen: Willy y usted.
Romero no estaba convencido de los argumentos de Etchenike.
– Ayer llamó acá -y señaló el teléfono-. También la semana anterior… Y hoy vino -concluyó-. Un tipo de barba y con gorra se hizo anunciar en planta baja, esperó. Cuando la gente de seguridad pidió instrucciones para saber qué hacer ya se había ido.
– ¿Lo hizo seguir?
– Imposible.
– Puede ser un impostor, alguien que quiere sacar dinero.
– Todos quieren sacar dinero acá.
– No crea, Romero. Conocí en “ La Julia ”, hace dos días, a alguien decidido a ponerlo: un inversionista chileno del rubro hotelería que…
El Lobo rió por segunda vez en la tarde:
– Willy está loco si espera salvarse con el chileno ése -concedió-. El hombre está tanteando el negocio del Atlantic… Lo que Hutton no sabe es que estuvo primero aquí, conmigo, hace cuatro días, y que precisamente…
Romero consultó su reloj, paseó la mirada por el ventanal que daba al mundo y sus alrededores:
– Hoy viene a casa -completó.
– Nos veremos, entonces -dijo Etchenike poniéndose de pie.
– No. A usted le doy más tiempo… Pero aparezca con las fotos, mejor para usted.
El Lobo sacó una tarjeta y garabateó un teléfono sobre la dirección impresa. Se la alcanzó.
– Resumiendo, Etchenike: el asunto Forlán está cerrado con eso que le di. Yo creo que usted sabe cómo conseguir las fotos que dice que le quitaron. Tráigalas. Espero hasta medianoche.
– Puede esperar sentado, charlando con el chileno.
– No cancheree.
– No me amenace.
Romero meneó la cabeza sonriendo, señaló la pistola sobre la mesa:
– No me conoce, Etchenike. No estaba cargada.
El veterano la tomó y le apuntó al pecho. Romero inmovilizó la sonrisa.
Etchenike fue desviando el arma, dio un medio giro con el brazo siempre extendido y disparó.
El lobo marino dorado que sostenía los libros en el extremo derecho de la biblioteca estalló en pedazos. Los libros se derramaron.
– No se preocupe, hijo de puta -dijo arrojando el arma sobre el sillón-. Mi abrecartas tampoco tenía filo.
Al salir se topó con toda la gente que salía del ascensor, se agolpaba ante la puerta, llenaba el palier convocada por el ruido.
– ¿Qué pasó? -dijo uno que llegaba.
– Reventó un lobo -dijo Etchenike.
No lo esperaba. Etchenike bajó del taxi y verificó la dirección. Era, efectivamente, allí: dos cuadras arriba del Golf Club, en la loma de Playa Grande, un antiguo chalet de tres plantas rodeado de césped ocupaba una esquina con las paredes de piedra, los troncos y las tejas cuidadosamente enmohecidas por los años. Pero el garaje no era ya garaje. Había una tienda de antigüedades en el lugar: El Naufragio. Cosas Viejas, decían las letras góticas caladas en el cartel de madera que se balanceaba apenas con la brisa húmeda de la tarde.
Un ancla en la puerta y una vidriera que compartían, en sabio y polvoriento desorden, los libros viejos, un uniforme militar en un maniquí con sombrero de copa, un arcón lleno de monedas y caracoles, llaves viejas de todos los tamaños, un pingüino apolillado, un traje de buzo completo matizado con armas antiguas y modernas de todos los calibres.
Etchenike entró y al sonido de la campanilla apareció una viejita que bien podría haber salido de una de las vitrinas y no de la trastienda.
– Vengo a retirar esto -dijo extendiendo el vale que le firmara Willy Hutton.
La viejita lo examinó unos momentos como si fuera un documento antiguo o una carta de navegación de Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
– ¿Es amigo de Willy?
El gesto de Etchenike hacía suponer que sí pero que bien podría no serlo.
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