– ¿Cuántos disparos?
– Sólo uno, pero suficiente. Ha sido un arma de gran calibre. El disparo, efectuado a través de la ventanilla abierta, entró por la mandíbula izquierda, le arrancó media cara y salió un poco por encima del ojo derecho.
Entonces Montalbano hizo una pregunta que sorprendió al médico:
– ¿Le arrancó también los dientes superiores?
– Sí. ¿Por qué?
– Simple curiosidad. O sea que usted dice que…
– Cuestión de horas.
– Y ahora, ¿adónde vamos?
– A Vigàta, a la comisaría.
Volvieron a subir al coche y se fueron.
– ¿Por qué le ha preguntado lo de los dientes? -dijo Fazio-. ¿Cree que puede haber alguna relación con el homicidio de la chica tatuada?
– Puesto que eres tan listo haciendo preguntas, procura serlo también en darte respuestas.
– ¿A qué viene, dottore , ese mal humor? Yo comprendo que el contratiempo dificulta su marcha y lo pone nervioso, pero las cosas han ocurrido así, ¿qué le vamos a hacer? ¡Es de nuestra competencia!
– ¡Vuelve atrás enseguida!
– ¿Al hospital?
– No, a Jefatura. -A lo mejor, la solución del problema estaba en la palabra que acababa de pronunciar Fazio: competencia.
Al llegar al aparcamiento de Jefatura, le dijo a Fazio que lo esperara en el coche y entró corriendo en la antesala de Bonetti-Alderighi. Donde, tal como era inevitable, tropezó con el dottor Lattes, que al verlo fue a su encuentro con los brazos abiertos. Pero ¿cómo? Ahora que no investigaba a La Buena Voluntad, ¿ya no era el réprobo, el excomulgado?
– ¡Mi queridísimo amigo!
– La familia bien, gracias a la Virgen. Oiga, quisiera hablar con el jefe superior. Es muy urgente.
Lattes lo miró con expresión desolada.
– ¡Pero si está en Roma! ¿No lo sabía?
– No. ¿Cuándo regresa?
– Pasado mañana.
– Adiós.
– ¡Saludos a su familia!
Salió soltando maldiciones. Su intención era remarcarle al jefe superior la estrecha relación entre el intento de homicidio de Lapis y la muerte de la chica tatuada. Por lo cual, él, Montalbano, se vería obligado a abrir de nuevo las investigaciones acerca de La Buena Voluntad. ¿Qué pensaba el señor jefe superior? Seguramente Bonetti-Alderighi, aterrorizado ante la idea de que Montalbano volviera a moverse entre monseñores y almas piadosas con toda la gracia de un elefante, le pasaría la investigación, «por cuestión de competencia», a Di Nardo o la persona que lo sustituyese. Y él, Montalbano, podría irse a donde quisiera.
Pero las cosas habían salido de otra manera, por desgracia.
– ¿Y ahora adónde vamos?
– A la comisaría.
Al ver que estaba más furioso que antes, Fazio no se atrevió a abrir la boca. Habían recorrido en silencio unos tres kilómetros cuando el comisario dijo:
– Volvamos atrás.
– ¿Atrás? -repitió Fazio entre aturdido y enojado.
– Atrás, atrás. ¡Total, el coche es mío y la gasolina la pago yo!
– ¿Vamos a Jefatura?
– No. A Retelibera.
Entró con tanta furia que la chica de recepción se pegó un susto.
– ¡Por Dios, dottor Montalbano! Me ha dado…
– ¿Está Zito?
– Está en su despacho.
Montalbano empujó la puerta con tal fuerza que ésta golpeó contra la pared y el periodista dio un brinco en la silla.
– Pero ¿qué pasa? ¿El sistema Catarella ha sido adoptado por toda vuestra comisaría?
– Perdóname, Nicolò, pero es que tengo mucha prisa. ¿Te has enterado del intento de homicidio de un tal Lapis?
– Sí, he dado la noticia hace media hora.
– ¿Sabes quién era?
– ¿Era?
– Sí, vengo del hospital. Le quedan pocas horas de vida. Bueno, ¿quién era?
– Una buena persona. Cuarenta años, soltero. Hasta el año pasado tenía un comercio de tejidos. Después le fueron mal los negocios y tuvo que cerrar. Es un homicidio inexplicable. A lo mejor, una terrible confusión con otro.
– ¿Inexplicable?
A Zito le brillaron los ojos mientras se repantigaba en su asiento.
– ¿Para ti no es inexplicable?
– Se podría explicar.
– ¿Cómo?
– ¿Conoces La Buena Voluntad, la asociación fundada por monseñor Pisicchio?
– No… o quizá sí… he oído hablar vagamente de ella. Se encarga de la reinserción de chicas que…
– Exactamente. ¿Sabes que Tommaso Lapis era el que convencía a las chicas de que abandonaran la vida que llevaban y pasaran a la custodia de la asociación de monseñor Pisicchio?
– No lo sabía. ¿Tú crees que por eso algún chulo…?
– Espera. ¿Sabes que la chica de la mariposa tatuada, la que mató Morabito, se encontraba bajo la protección de La Buena Voluntad?
– ¡Coño!
– Pues sí. Nicolò, tendrías que empezar enseguida a armar un escándalo, un follón impresionante sobre esa conexión. En La Buena Voluntad todo es un chanchullo tremendo. A alguien como tú le basta medio día para comprender cuál es la situación. Pero tendrías que empezar a armar jaleo ahora mismo.
– ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho, tengo mucha prisa, Nicolò. Es más, ¿qué hora es?
– Las doce y diez.
¡Virgen santa, ya iba con retraso!
– ¿Me permites hacer una llamada?
– Pues claro.
«El número marcado no…»
Encontraron a Mimì Augello esperándolos a la entrada de la comisaría; tenía la cara de alguien que no ha pegado ojo en toda la noche.
– ¿Cómo está el crío?
– Ahora mejor.
– Pero ¿qué tenía?
– Una tontería magnificada por Beba.
– Vamos a mi despacho.
– Ah. Quería deciros que acaban de llamar del hospital: Lapis ha muerto.
– Bueno pues… -empezó Montalbano nada más sentarse-. Tenemos que recuperar el asunto de La Buena Voluntad. Os había pedido que me facilitarais la mayor cantidad de información posible acerca de…
– Guglielmo Piro, Michela Zicari, Anna Degregorio, Gerlando Cugno y Stefania Rizzo -enumeró Fazio de memoria-. Estaba también Tommaso Lapis, pero hemos de tacharlo de la lista por fuerza mayor.
– Ahora ya no tenemos tiempo que perder con los datos. Debemos pasar a los hechos. Quiero verlos uno por uno a partir de ya mismo. El primero de la lista ha de ser el querido cavaliere Guglielmo Piro.
– Un momento -dijo Mimì-. ¿No tendríamos que informar al ministerio público?
– Tendríamos, pero no lo haremos.
– ¿Por qué?
– Porque en un noventa y nueve por ciento, Tommaseo encontrará una serie de pegas para hacernos perder el tiempo.
– Pues perdámoslo. Lo esencial es que no nos bloquee.
– Mimì, en primer lugar, tengo mucha prisa. Y en segundo, mucho me temo que alguno de sus jefes obligue a Tommaseo a bloquearnos.
– ¿Por qué tienes tanta prisa?
– Cosas mías.
Mimì se levantó, hizo una reverencia y volvió a sentarse.
– Ante una explicación tan exhaustiva de tus motivos -dijo-, me considero plenamente satisfecho. O sea, ¿que tú crees en la existencia de una relación entre el homicidio de Lapis y el de la chica tatuada?
– Me parece evidente.
– ¿Y de dónde sale esa evidencia?
– Del hecho de que el disparo que mató a Lapis siguió exactamente la misma trayectoria que el que mató a la chica.
– Habrá sido una casualidad.
– No, Mimì; es un mensaje. Muy claro para quien quiera leerlo. Para quien no quiera leerlo es sólo una casualidad, tal como dices.
– ¿Y qué dice el mensaje?
– «He matado a este hombre de la misma manera en que él hizo que mataran a aquella chica.»
– Pero quizá…
– Mimì, me estás haciendo perder demasiado tiempo. Ánimo, Fazio, ponte en marcha. Y por favor, Mimì, échale tú también una mano.
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