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Andrea Camilleri: Las Alas De La Esfinge

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Andrea Camilleri Las Alas De La Esfinge

Las Alas De La Esfinge: краткое содержание, описание и аннотация

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Montalvano se encuentra sumido en un mar de dudas. Su relación con Livia (se entenderá mejor si se ha leído Ardores de Agosto) es… compleja. Entonces aparece el cadáver de una joven, de quien por toda identidad se tiene el tatuaje de una esfinge (mariposa nocturna) en su espalda. Y esta pista le lleva a investigar una asociación benéfica (La Buena Voluntad) dedicada a redimir chicas de la calle. La asociación está respaldada por gente importante… pero a Montalvano el tema le huele mal…

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– ¿Cuántos disparos?

– Sólo uno, pero suficiente. Ha sido un arma de gran calibre. El disparo, efectuado a través de la ventanilla abierta, entró por la mandíbula izquierda, le arrancó media cara y salió un poco por encima del ojo derecho.

Entonces Montalbano hizo una pregunta que sorprendió al médico:

– ¿Le arrancó también los dientes superiores?

– Sí. ¿Por qué?

– Simple curiosidad. O sea que usted dice que…

– Cuestión de horas.

– Y ahora, ¿adónde vamos?

– A Vigàta, a la comisaría.

Volvieron a subir al coche y se fueron.

– ¿Por qué le ha preguntado lo de los dientes? -dijo Fazio-. ¿Cree que puede haber alguna relación con el homicidio de la chica tatuada?

– Puesto que eres tan listo haciendo preguntas, procura serlo también en darte respuestas.

– ¿A qué viene, dottore , ese mal humor? Yo comprendo que el contratiempo dificulta su marcha y lo pone nervioso, pero las cosas han ocurrido así, ¿qué le vamos a hacer? ¡Es de nuestra competencia!

– ¡Vuelve atrás enseguida!

– ¿Al hospital?

– No, a Jefatura. -A lo mejor, la solución del problema estaba en la palabra que acababa de pronunciar Fazio: competencia.

Al llegar al aparcamiento de Jefatura, le dijo a Fazio que lo esperara en el coche y entró corriendo en la antesala de Bonetti-Alderighi. Donde, tal como era inevitable, tropezó con el dottor Lattes, que al verlo fue a su encuentro con los brazos abiertos. Pero ¿cómo? Ahora que no investigaba a La Buena Voluntad, ¿ya no era el réprobo, el excomulgado?

– ¡Mi queridísimo amigo!

– La familia bien, gracias a la Virgen. Oiga, quisiera hablar con el jefe superior. Es muy urgente.

Lattes lo miró con expresión desolada.

– ¡Pero si está en Roma! ¿No lo sabía?

– No. ¿Cuándo regresa?

– Pasado mañana.

– Adiós.

– ¡Saludos a su familia!

Salió soltando maldiciones. Su intención era remarcarle al jefe superior la estrecha relación entre el intento de homicidio de Lapis y la muerte de la chica tatuada. Por lo cual, él, Montalbano, se vería obligado a abrir de nuevo las investigaciones acerca de La Buena Voluntad. ¿Qué pensaba el señor jefe superior? Seguramente Bonetti-Alderighi, aterrorizado ante la idea de que Montalbano volviera a moverse entre monseñores y almas piadosas con toda la gracia de un elefante, le pasaría la investigación, «por cuestión de competencia», a Di Nardo o la persona que lo sustituyese. Y él, Montalbano, podría irse a donde quisiera.

Pero las cosas habían salido de otra manera, por desgracia.

– ¿Y ahora adónde vamos?

– A la comisaría.

Al ver que estaba más furioso que antes, Fazio no se atrevió a abrir la boca. Habían recorrido en silencio unos tres kilómetros cuando el comisario dijo:

– Volvamos atrás.

– ¿Atrás? -repitió Fazio entre aturdido y enojado.

– Atrás, atrás. ¡Total, el coche es mío y la gasolina la pago yo!

– ¿Vamos a Jefatura?

– No. A Retelibera.

Entró con tanta furia que la chica de recepción se pegó un susto.

– ¡Por Dios, dottor Montalbano! Me ha dado…

– ¿Está Zito?

– Está en su despacho.

Montalbano empujó la puerta con tal fuerza que ésta golpeó contra la pared y el periodista dio un brinco en la silla.

– Pero ¿qué pasa? ¿El sistema Catarella ha sido adoptado por toda vuestra comisaría?

– Perdóname, Nicolò, pero es que tengo mucha prisa. ¿Te has enterado del intento de homicidio de un tal Lapis?

– Sí, he dado la noticia hace media hora.

– ¿Sabes quién era?

– ¿Era?

– Sí, vengo del hospital. Le quedan pocas horas de vida. Bueno, ¿quién era?

– Una buena persona. Cuarenta años, soltero. Hasta el año pasado tenía un comercio de tejidos. Después le fueron mal los negocios y tuvo que cerrar. Es un homicidio inexplicable. A lo mejor, una terrible confusión con otro.

– ¿Inexplicable?

A Zito le brillaron los ojos mientras se repantigaba en su asiento.

– ¿Para ti no es inexplicable?

– Se podría explicar.

– ¿Cómo?

– ¿Conoces La Buena Voluntad, la asociación fundada por monseñor Pisicchio?

– No… o quizá sí… he oído hablar vagamente de ella. Se encarga de la reinserción de chicas que…

– Exactamente. ¿Sabes que Tommaso Lapis era el que convencía a las chicas de que abandonaran la vida que llevaban y pasaran a la custodia de la asociación de monseñor Pisicchio?

– No lo sabía. ¿Tú crees que por eso algún chulo…?

– Espera. ¿Sabes que la chica de la mariposa tatuada, la que mató Morabito, se encontraba bajo la protección de La Buena Voluntad?

– ¡Coño!

– Pues sí. Nicolò, tendrías que empezar enseguida a armar un escándalo, un follón impresionante sobre esa conexión. En La Buena Voluntad todo es un chanchullo tremendo. A alguien como tú le basta medio día para comprender cuál es la situación. Pero tendrías que empezar a armar jaleo ahora mismo.

– ¿Por qué?

– Ya te lo he dicho, tengo mucha prisa, Nicolò. Es más, ¿qué hora es?

– Las doce y diez.

¡Virgen santa, ya iba con retraso!

– ¿Me permites hacer una llamada?

– Pues claro.

«El número marcado no…»

18

Encontraron a Mimì Augello esperándolos a la entrada de la comisaría; tenía la cara de alguien que no ha pegado ojo en toda la noche.

– ¿Cómo está el crío?

– Ahora mejor.

– Pero ¿qué tenía?

– Una tontería magnificada por Beba.

– Vamos a mi despacho.

– Ah. Quería deciros que acaban de llamar del hospital: Lapis ha muerto.

– Bueno pues… -empezó Montalbano nada más sentarse-. Tenemos que recuperar el asunto de La Buena Voluntad. Os había pedido que me facilitarais la mayor cantidad de información posible acerca de…

– Guglielmo Piro, Michela Zicari, Anna Degregorio, Gerlando Cugno y Stefania Rizzo -enumeró Fazio de memoria-. Estaba también Tommaso Lapis, pero hemos de tacharlo de la lista por fuerza mayor.

– Ahora ya no tenemos tiempo que perder con los datos. Debemos pasar a los hechos. Quiero verlos uno por uno a partir de ya mismo. El primero de la lista ha de ser el querido cavaliere Guglielmo Piro.

– Un momento -dijo Mimì-. ¿No tendríamos que informar al ministerio público?

– Tendríamos, pero no lo haremos.

– ¿Por qué?

– Porque en un noventa y nueve por ciento, Tommaseo encontrará una serie de pegas para hacernos perder el tiempo.

– Pues perdámoslo. Lo esencial es que no nos bloquee.

– Mimì, en primer lugar, tengo mucha prisa. Y en segundo, mucho me temo que alguno de sus jefes obligue a Tommaseo a bloquearnos.

– ¿Por qué tienes tanta prisa?

– Cosas mías.

Mimì se levantó, hizo una reverencia y volvió a sentarse.

– Ante una explicación tan exhaustiva de tus motivos -dijo-, me considero plenamente satisfecho. O sea, ¿que tú crees en la existencia de una relación entre el homicidio de Lapis y el de la chica tatuada?

– Me parece evidente.

– ¿Y de dónde sale esa evidencia?

– Del hecho de que el disparo que mató a Lapis siguió exactamente la misma trayectoria que el que mató a la chica.

– Habrá sido una casualidad.

– No, Mimì; es un mensaje. Muy claro para quien quiera leerlo. Para quien no quiera leerlo es sólo una casualidad, tal como dices.

– ¿Y qué dice el mensaje?

– «He matado a este hombre de la misma manera en que él hizo que mataran a aquella chica.»

– Pero quizá…

– Mimì, me estás haciendo perder demasiado tiempo. Ánimo, Fazio, ponte en marcha. Y por favor, Mimì, échale tú también una mano.

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