Andrea Camilleri - Las Alas De La Esfinge

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Montalvano se encuentra sumido en un mar de dudas. Su relación con Livia (se entenderá mejor si se ha leído Ardores de Agosto) es… compleja.
Entonces aparece el cadáver de una joven, de quien por toda identidad se tiene el tatuaje de una esfinge (mariposa nocturna) en su espalda. Y esta pista le lleva a investigar una asociación benéfica (La Buena Voluntad) dedicada a redimir chicas de la calle. La asociación está respaldada por gente importante… pero a Montalvano el tema le huele mal…

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– Pero ¿no podríamos haber ido a una playa menos concurrida?

– Ésta es la menos concurrida de la isla. Pero ¿por qué no te quitas la ropa?

– No me he traído el bañador.

– ¡Pues aquí venden! ¿Ves allí abajo, aquel avión? Venden de todo, trajes de baño, toallas, gorros…

Había un avión en la playa, con gente alrededor comprando cosas.

– Me he dejado el billetero en el hotel.

– ¡Tú te las inventas todas con tal de no bañarte! ¡Pero ahora vas a ver tú!

Y de repente ya no estaban en las Bahamas.

Ahora se encontraban en el cuarto de baño de una casa y Livia era su tía sin dejar de ser Livia.

– ¡No, tú no vas al colegio si primero no te quitas la ropa y te bañas!

Él se quitaba la ropa un poco avergonzado y Livia-su-tía le miraba una enorme mancha oscura sobre el corazón.

– ¿Y esto qué es?

– No lo sé.

– ¿Cómo te lo has hecho?

– Ni idea.

– Lávatelo, y antes de vestirte llámame para que le eche un vistazo. No salgas de la bañera si la mancha no se ha ido.

Lava que te lava, pásale jabón y restriega con la esponja, pero no había manera: la mancha no se iba. Desesperado, se echaba a llorar.

Abrió los ojos y vio a Adelina con una taza de café de la cual brotaba un aroma delicioso.

– ¿ Dutturi , me he equivocado? A lo mejor quería seguir durmiendo…

– ¿Qué hora es?

– Están a punto de dar las nueve.

Montalbano se levantó, se duchó, se vistió y se dirigió a la cocina.

Dutturi , quería decirle que esta mañana temprano me ha llamado el abogado de mi hijo Pasquali porque ayer por la tarde fue a verlo. Me ha dicho que mi hijo le dijo que me diera una dirección que después yo tenía que darle a usía.

Montalbano experimentó un ligero mareo al seguir las curvas de la última frase.

– ¿Y cuál es esa dirección?

– Via Palermo dieciséis, de Gallotta.

Era el lugar donde se encontraba Peppi Cannizzaro. El cual estaba claro que se había trasladado de Montelusa a Gallotta. Pero ahora la cosa no tenía importancia, pues la investigación ya no le correspondía a él.

– ¿Y cuándo se deciden a concederle el arresto domiciliario?

– Parece que dentro de dos días.

– Dale las gracias por la dirección. Anda, sírveme otra taza de café.

– ¡Ah, dottori , dottori ! ¡Ayer me pasé todo el día sin verlo!

– ¿Me echaste de menos? En los próximos días me verás hasta hartarte.

– ¡Yo nunca me harto de usía, dottori !

Una declaración de amor en toda regla. Dicha por otro, habría resultado como mínimo turbadora.

– ¿Quién está?

– Están todos, dottori.

– Envíame a Augello y Fazio.

Se presentaron conversando animadamente entre sí.

– Felicidades -dijo Mimì-. Fazio me ha contado que la de ayer con Morabito fue una de tus mejores interpretaciones.

– Modestia aparte. Oye, Fazio, no me cuentes nada de lo que ha dicho Morabito. Sólo quiero saber una cosa: por qué pegó fuego a la tienda.

– Por culpa de Ragonese.

– ¿El periodista de Televigàta?

– Sí, señor. Al día siguiente del hallazgo del cadáver, Ragonese, hablando en la televisión del asesinato de la chica sin nombre… él lo llama el asunto, el caso del cadáver sin nombre…

– Parece el título de una película -dijo Mimì.

– De serie B -añadió Montalbano.

– … reveló un detalle conocido a través del doctor Pasquano.

– ¿La purpurina?

– No, señor, Pasquano no habló de la purpurina. Dijo que el disparo le había arrancado los dientes superiores a la chica. Por consiguiente, Morabito pensó que los dientes tenían que encontrarse cerca del lugar donde él la había matado. En cuanto cerró la tienda, se pasó la noche buscándolos, pero no los encontró. Al día siguiente debía ir el equipo de la limpieza, pero él, con una excusa, lo impidió. Y continuó buscando infructuosamente. Entonces, cuando ya estaba a punto de volverse loco, se le ocurrió que lo único que podía hacer era prender fuego a la tienda.

– Saldrá bien librado -comentó Montalbano.

– No creo. El ministerio público estaba fuera de sí. Ocultamiento y profanación de cadáver, incendio doloso…

– ¿Di Nardo te dijo por casualidad si tenía intención de ponerse en contacto conmigo para saber a qué punto habíamos llegado?

– No. No paraba de elogiarlo a usted ante el ministerio público. Pero dejando eso aparte…

– Bueno. Y tú, Mimì, ¿qué has hecho con Picarella?

– ¿Qué querías que hiciera? Ése es un actor más hábil que tú. Me lo encontré tumbado en la cama, con su mujer consolándolo y sujetándole la mano. El doctor Fasulo acababa de visitarlo y lo había encontrado en un grave estado de confusión. De todas maneras, tuve ocasión de hacerle una pregunta: ¿podía enseñarme el pasaporte?

– ¡Bravo, Mimì!

– Gracias. Me contestó que se lo habían quedado los secuestradores.

– ¡Claro! ¡No podía enseñarte el pasaporte con los visados de Cuba! ¿Has dicho secuestradores?

– Sí. Dice que eran dos, aunque la señora Picarella declare que sólo vio a uno.

– ¿Hablasteis de la fotografía?

– Claro. Él y su mujer me llenaron de insultos y maldiciones. No dicen que es una falsedad pergeñada por nosotros, pero poco les falta.

– ¿O sea, que tú piensas que lo de Picarella va a ser una historia muy larga?

– Pues sí. Picarella se mantendrá en sus trece, más por su mujer que por nosotros. Ten en cuenta que la que tiene dinero es ella; personalmente él anda más bien escaso. Pero en este momento no tenemos gran cosa, excepto una fotografía más que discutible.

– ¿Cómo piensas actuar?

– Hoy a las tres de la tarde vuelvo allí con Fazio. Estará también el fiscal para el interrogatorio formal. Y en cuanto a aquellos nombres que me diste…

– ¿Los de La Buena Voluntad? Déjalo correr, Mimì, ¿todavía no has comprendido que ya estamos fuera de todo eso? ¿Puedo sugerirte unas cuantas cosas que deberías preguntarle a Picarella delante del fiscal?

– Habla.

– Como es natural, el fiscal tratará de averiguar detalles acerca del secuestro, dónde lo tenían, cómo lo trataron, bobadas de este tipo. Picarella ya se habrá preparado muy bien esas respuestas. Tú, en cambio, tendrías que preguntarle: primero, ¿tiene idea de por qué los secuestradores no presentaron una petición de rescate? Segundo: si el secuestro no se hizo por dinero, ¿qué otra razón pudo haber? Tercero: ¿quién sabía que había retirado una elevada suma de dinero y que la guardaría en casa una sola noche, precisamente la misma en que lo secuestraron?

– Me parecen tres buenas preguntas.

– ¿Cuántos almacenes de madera tiene Picarella? -le preguntó a Fazio.

– Dos.

– Dame las direcciones. ¿Tenemos listas de todos los que trabajan en ellos?

– Sí, señor.

– Tráemelas. Pero antes dime una cosa: en ausencia de Picarella, ¿quién ha estado al frente de los almacenes?

– El contable Crapanzano.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Mimì mientras Fazio iba a buscar las listas.

– Se me ha ocurrido una idea.

– ¿Podrías darme un pequeño anticipo?

– Mimì, Picarella ha tenido uno o dos cómplices, ¿vale? Unos cómplices que se han arriesgado y se arriesgan desde el punto de vista penal. Quiero decir que son cosas que se hacen por amistad o por dinero. ¿Tú y Fazio no me habéis dicho que Picarella no tiene amigos íntimos?

– En efecto, es un lobo solitario. Permanece escondido en su guarida, y cuando sale, se va a cazar mujeres.

– Lo cual significa que la complicidad que necesitaba para el falso secuestro tuvo que pagarla muy cara. Y yo quiero empezar a buscar entre los que trabajan para él.

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