Andrea Camilleri - Las Alas De La Esfinge

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Montalvano se encuentra sumido en un mar de dudas. Su relación con Livia (se entenderá mejor si se ha leído Ardores de Agosto) es… compleja.
Entonces aparece el cadáver de una joven, de quien por toda identidad se tiene el tatuaje de una esfinge (mariposa nocturna) en su espalda. Y esta pista le lleva a investigar una asociación benéfica (La Buena Voluntad) dedicada a redimir chicas de la calle. La asociación está respaldada por gente importante… pero a Montalvano el tema le huele mal…

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Costantino Morabito pegó un respingo en la silla.

– ¿Y po… por… por qué iba usted a decirles algo así? ¡Si estábamos de acuerdo en que los Stellino no tienen nada que ver!

– ¡Pues entonces abre la boca y dime quién es el que tiene que ver! -gritó repentinamente el comisario, dando un manotazo en el escritorio que también sobresaltó a Fazio.

– ¡No lo sé! ¡No lo sé! -gritó Morabito a su vez. Y de repente rompió a llorar con desconsuelo, como haría un chiquillo asustado.

Montalbano vio encima de la mesita un paquete de pañuelos de papel, sacó uno y se lo dio. A aquellas alturas, con el de Morabito se habría podido fregar el suelo.

– Señor Morabito, pero ¿por qué se pone así? ¡Me sorprende, siendo usted un hombre tan sensato! ¿Tengo yo la culpa? ¿Qué he dicho? Fazio, échame una mano, ¿qué he dicho?

– A lo mejor se ha impresionado porque hablaba usted en dialecto -dijo Fazio con una cara más dura que el cemento.

– No me he dado cuenta; pido disculpas. Algunas veces se me escapa el dialecto.

El hombre seguía llorando. Entonces Montalbano se incorporó para inclinarse hacia él y le gritó:

– ¿Cuánto son siete por ocho? ¿Y seis por siete? ¿Y ocho por seis? ¡Conteste ahora mismo, por Dios!

Morabito, pese a estar sumido en el llanto, se llevó tal sorpresa que se giró hacia el comisario.

– ¿Ve cómo se ha calmado? Es lo que siempre digo: en los momentos de crisis, basta con repasar las tablas para que todo se arregle. -Montalbano volvió a sentarse con semblante satisfecho-. Oiga, ¿necesita algo?

– Un… un poco de agua.

– Vamos a buscársela -le dijo a Fazio. Y a Morabito-: Venimos enseguida.

Salieron al pasillo.

– Otra sacudida y se derrumba -aseguró Montalbano.

– ¿Es él quien ha pegado fuego a la tienda?

– No me cabe la menor duda. Y tiene miedo de que les echen la culpa a los Stellino. Casi me da pena: es como un ratón acosado por dos gatos famélicos: ¡la mafia y la ley!

– Pero ¿por qué iba a hacerlo?

– ¿Recuerdas la película que te conté? Para esconder algo que podría tener fatales consecuencias.

– ¿O sea?

– ¿Y si fuera él quien disparó y mató a la chica?

– Eso también es posible. Pero antes usted ha hablado de un casquillo. ¿Y si Morabito hubiera utilizado un revólver?

– Se lo pregunto enseguida. Ve a buscarle el agua; no le demos tiempo para pensar. Y prepárate para intervenir, porque ahora voy a poner toda la carne en el asador.

Morabito se bebió el vaso de un solo trago; debía de tener la garganta seca y más abrasada que su tienda.

– Tengo una curiosidad: ¿usted dispone de un arma? -preguntó el comisario, volviendo a la carga.

Morabito, que no se esperaba aquel repentino cambio de tema, se sobresaltó. El esfuerzo que hizo para contestar fue evidente. Y Montalbano comprendió que había elegido el camino adecuado.

– Sí.

– ¿Fusil, carabina, pistola, revólver?

– Un revólver.

– ¿Declarado?

– Sí.

– ¿De qué calibre?

– No lo sé. Pero es grande.

– ¿Dónde lo guarda?

– En casa. En el cajón de la mesita de noche.

– Cuando terminemos aquí, vamos a su casa.

– ¿Por qué?

– Quiero ver el revólver.

– ¿Por qué?

– Perdone, pero debe usted terminar con ese constante por qué y por qué.

El sudor había manchado la pechera de la camisa de Morabito.

– ¿Tiene calor? ¿Quiere otro pañuelo?

– Sí.

– ¿Ha utilizado recientemente el revólver? -preguntó Fazio, que había comprendido al vuelo la intención del comisario.

– No. ¿Por qué habría tenido que utilizarlo?

– ¿Nosotros qué sabemos? Tiene que decirlo usted. Por otra parte, sabremos enseguida si lo ha disparado hace poco o no.

El pañuelito se rompió entre las manos de Morabito.

– ¿C… cómo?

– Hay muchos sistemas -respondió Fazio-. Oiga, ¿ha sido víctima de tentativas de robo?

– Pues sí. En la tienda ocurre de vez en cuando que alguien…

– Lo que se llama hurto, no robo.

– No he…

– Me refería a tentativas de robo en su casa.

– No.

– ¿Nunca? -terció Montalbano, que se había tomado un descanso.

– ¿Suele tener mucho dinero en casa?

– La caja de la jornada, que ingreso en el banco al día siguiente.

– ¿Por qué no la ingresa la misma noche en el cajero automático?

– Porque dos comerciantes han sido agredidos cuando iban a ingresar la recaudación.

– O sea, que el dinero de la caja del viernes y el sábado lo ingresa usted en el banco el lunes por la mañana.

– Ss… í.

– Entonces cabe suponer que el sábado por la noche siempre tiene en casa una suma considerable.

– Sí.

– ¿Dónde suele guardar el dinero? ¿Tiene caja fuerte?

– No; en un cajón del escritorio que tengo en casa.

– ¿Vive solo?

– Sí.

– ¿Quién le arregla la casa?

– Pues mire… como viene una empresa de limpieza para el almacén, llegué a un acuerdo con ellos… -El esfuerzo que tuvo que hacer para hablar tanto lo dejó agotado. Empezó a respirar afanosamente, como si le faltara el aire.

– Señor Morabito, veo que está cansado y quisiera terminar. Conteste a mis preguntas simplemente con un sí o un no. ¿Usted descarta que el incendio haya sido doloso?

– Ss… í.

– ¿Descarta por tanto cualquier participación de los Stellino?

– Sí.

– Bien. Pues entonces sólo me queda una cosa por hacer.

– ¿Cuál?

– Convocarlo aquí mañana por la mañana a las nueve.

– ¡¿Todavía?! ¿Y para qué?

– Para un careo.

– ¿Con quién?

– Con los hermanos Stellino. Esta misma tarde los mando detener.

Gruesas lágrimas empezaron a resbalar por el rostro de Morabito. Le temblaba la papada. El temblor era tan evidente que el hombre parecía atravesado por una corriente eléctrica.

– Señor Morabito, veo que el incendio lo ha afectado mucho. Y no quiero cansarlo más. Ahora vamos a su casa a ver el revólver.

– ¡Pero es que… no… se puede!

– ¿Por qué?

– Los bom… bomberos… han…

– No se preocupe; les pediremos autorización. ¿Ha venido con su coche?

– No.

– Pero ¿tiene?

– Sí.

– ¿Dónde lo guarda?

– En un ga-ga-garaje que se co-co-comunica con la ti-tienda.

– ¿Tiene un maletero grande?

– Bastante.

– ¿Podría ser más concreto? Le pondré un ejemplo: ¿dentro cabría un cuerpo?

– Pero ¿qué…?

– No se altere, no hay motivo. Después iremos a echar un vistazo a su coche. Especialmente al maletero. Fazio, antes de que nos vayamos, ¿tienes alguna pregunta?

El comisario rogó a Dios que Fazio hiciera la jugada adecuada.

Y Fazio, que había comprendido que le pasaban el balón, chutó directamente a portería.

– Perdone, ¿usted vende purpurina?

Marcó. Morabito se levantó, dio media vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo como un saco vacío. Fazio se inclinó, lo agarró con fuerza y lo sentó de nuevo en la silla, pero el hombre, nada más sentarse, volvió a resbalar. Un muñeco de trapo.

– Déjalo así. Llama a Sanfilippo y que le diga a Di Nardo que venga aquí enseguida. ¡Seguro que este imbécil ha matado a la chica! ¡Lástima!

– ¿Lástima por qué?

– Porque ahora la investigación pasará a Di Nardo y de Di Nardo pasará a los de homicidios. Competencia territorial.

– Pues entonces, a partir de este momento ¿ya estamos fuera?

– Por completo. Es más, ¿sabes qué te digo? Que llamo un taxi y me voy a Marinella. Nos vemos mañana por la mañana y me cuentas la continuación.

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