Andrea Camilleri - Las Alas De La Esfinge

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Montalvano se encuentra sumido en un mar de dudas. Su relación con Livia (se entenderá mejor si se ha leído Ardores de Agosto) es… compleja.
Entonces aparece el cadáver de una joven, de quien por toda identidad se tiene el tatuaje de una esfinge (mariposa nocturna) en su espalda. Y esta pista le lleva a investigar una asociación benéfica (La Buena Voluntad) dedicada a redimir chicas de la calle. La asociación está respaldada por gente importante… pero a Montalvano el tema le huele mal…

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– Aquí están las listas -dijo Fazio entrando en el despacho.

– Muy bien. Os lo ruego: ningún periodista debe hablar con Picarella. Silencio absoluto con la prensa. Nos vemos al anochecer.

– ¿Contable Crapanzano? Soy el comisario Montalbano.

– A su disposición, comisario.

– Señor contable, usted se habrá enterado seguramente de la feliz conclusión del secuestro del señor Picarella, por lo que jamás terminaremos de dar gracias al Señor.

– ¡Cómo no! ¡Cómo no! ¡Hasta hemos brindado! Y estamos pensando en celebrar una misa de acción de gracias.

– ¡Muy bien! Entonces digamos que si se han terminado sus males, ahora los males empezarán para otros.

– ¿Para quiénes? -preguntó perplejo el otro.

– Pues para quienes lo secuestraron, ¿no? No nos hemos movido antes porque temíamos poner en peligro al señor Picarella, pero ahora ya tenemos las manos libres.

Mentira solemne pero plausible.

– ¿Y yo en qué puedo serle útil?

– Señor contable, aparte de usted, ¿cuántas personas trabajan en el almacén de via Bellini?

– Cinco. Un empleado y cuatro mozos de almacén.

– ¿Y en el almacén de via Matteotti?

– Allí también son cinco.

– Bien. -Echó un vistazo a las listas de Fazio. Coincidían-. Quisiera ver dentro de una hora como máximo a todos los empleados reunidos en su almacén.

– ¡Pero entonces ya será casi la una! ¡La hora del cierre para el almuerzo!

– Precisamente. Ustedes vuelven a abrir a las cuatro, ¿no? A mí me basta una hora escasa. No los obligaré a saltarse el almuerzo. Pero de esta manera no habrán de tener los almacenes cerrados fuera del horario.

– Bueno, siendo así…

Las listas elaboradas por Fazio eran minuciosas: no se limitaban a nombre, dirección y teléfono, sino que, respecto a cada empleado, había especificado si estaban casados, qué vicios tenían, qué antecedentes penales…

«Si Fazio -pensó el comisario-, en lugar de siciliano, hubiera sido ruso, habría hecho carrera en la época del KGB.» Quizá hasta llegar a primer ministro, tal como solía ocurrir por aquellos lugares en la época de la democracia.

Cuando llegó, ya estaban todos en el almacén.

El sexagenario contable Crapanzano le presentó al otro contable, un treintañero que se llamaba Filippo Strano, responsable del almacén de via Matteotti, y a la señorita Ernestina Pica, cincuentona y también contable. Había sólo cuatro sillas, en las que tomaron asiento el comisario y los tres empleados.

Los mozos de almacén, en cambio, se sentaron encima de dos mesas de madera adosadas a otras mesas. Crapanzano los presentó a todos, de izquierda a derecha.

Montalbano tomó la palabra:

– Seguramente el señor Crapanzano ya les habrá dicho quién soy y por qué quería verlos. No queremos perder ni un minuto más en la caza de los peligrosísimos delincuentes que secuestraron al señor Picarella. Les pido disculpas por haberlos obligado a quedarse aquí durante la pausa del almuerzo. Pero creo que ustedes comprenderán que las verdaderas investigaciones empiezan ahora. El pobre señor Picarella ha podido decirnos muy poco hasta ahora, dadas las preocupantes condiciones en que se encuentra.

– ¿Se encuentra mal? -se atrevió a preguntar Crapanzano.

Montalbano protagonizó una preciosa escena mímica. Abrió los brazos, elevó los ojos al cielo y movió repetidamente la cabeza.

– Muy mal. Apenas puede hablar.

– ¡Pobrecito! -exclamó la contable Pica enjugándose una lágrima.

– Y está así -continuó Montalbano- porque ha sido duramente golpeado, día y noche, a lo largo de todo el secuestro. Eso nos ha dicho. Puntapiés, puñetazos, bastonazos. Malos tratos y humillaciones de toda clase. Y sin ningún motivo.

– ¡Pobrecito, pobrecito! -repitió la contable.

– Sus carceleros han sido despiadados. Ese comportamiento agrava su situación. Creo que el ministerio público quiere calificarlo de intento de homicidio. ¡Y nosotros seremos inexorables con sus carceleros!

¿Sería posible que fuera tan fácil? Acababa de aludir a los malos tratos sufridos por Picarella, inventados justo en ese momento, cuando el tercer mozo de almacén empezando por la izquierda, el cuarentón Salvatore Spallitta que antes había puesto una cara absolutamente sorprendida, ahora parecía bastante asustado.

Consultó una de las listas que llevaba en la mano. Spallitta trabajaba en el almacén de via Matteotti y Fazio lo había calificado de drogodependiente y camello ocasional.

Puesto que estaba ofreciendo una representación improvisada, Montalbano decidió seguir por ese camino.

– Pero hay algo más. Les ruego que me escuchen con atención. Para la puesta en libertad del señor Picarella no se ha exigido ningún rescate. Entonces, ¿por qué lo secuestraron? La respuesta a esta pregunta es muy sencilla: para mantenerlo alejado algún tiempo de su lugar de trabajo. ¿Y a qué se debía esa necesidad? Al hecho de que en esos días, en uno de sus almacenes o en los dos, iba a ocurrir algo a sus espaldas, algo que él habría podido advertir de haber estado presente.

– Pero… ¡aquí estos días no ha ocurrido nada! -dijo Crapanzano.

Montalbano rezó al Señor para que hubiera sucedido cualquier cosa en el otro almacén. Y miró a Filippo Strano.

– En nuestro almacén tampoco. Aparte de un gran cargamento de madera…

– ¿De qué procedencia?

– Ucrania.

Montalbano soltó una carcajada sardónica. Le salió muy bien.

– ¿Y eso dice usted que no es nada?

– Pero, perdone, ¿por qué?

– ¡Yo sé bien por qué!

Preocupado, Strano se calló.

– ¿La madera se encuentra todavía en el almacén?

– No. Era un encargo y ya la hemos…

– No han perdido el tiempo, ¿eh?

Strano miró a Crapanzano como pidiéndole ayuda.

– Pero ¿se puede saber por qué era tan importante esa madera? -preguntó Crapanzano, olvidándose del italiano y hablando con un acusado acento siciliano.

– Porque algunos tablones estaban huecos y contenían droga -disparó el comisario.

Fue como si a todos los reunidos les hubiera dado un ataque repentino. Sobre todo le dio de lleno a Spallitta, quien se quedó más pálido que un muerto.

– Es una suposición de la brigada antidroga, que conste. La cual no suele hablar a tontas y a locas.

En el almacén se hizo un silencio tan profundo como en el interior de un ataúd.

– No quiero robarles más tiempo. A partir de mañana por la mañana, serán ustedes convocados uno a uno. Practicaremos interrogatorios muy largos y minuciosos. También estarán presentes los de la brigada antidroga. En cualquier caso, he querido verlos por eso: si a alguno de ustedes se le ocurre algo, puede llamarme. Les doy las gracias.

Se levantó y se fue, dejándolos a todos pasmados.

En la trattoria de Enzo comió con tanto apetito como si llevara un retraso de varios años. Después, para aprovechar el día, dio su habitual paseo hasta el faro.

– ¿Qué tiempo nos viene? -le preguntó al pescador.

– Bueno.

Se sentó en la roca aplanada. Pero no le apetecía pensar en nada; se sentía vacío por dentro. Se pasó media hora tocándole los cojones a un cangrejo que intentaba subir a la roca. En cuanto ganaba cinco centímetros, lo obligaba a regresar al punto de partida empujándolo hacia atrás con una varilla.

«¡Míralo! -dijo Montalbano primero-. Pero ¿no te da vergüenza? ¿Ves a qué estado has quedado reducido? ¡A jugar con un cangrejo!»

«¿Quieres dejarlo en paz? -terció Montalbano segundo-. ¿Acaso está prohibido pasar el rato como a uno le dé la gana? Esta mañana ha hecho su trabajo, ¿sí o no?»

«¡Menudo esfuerzo! ¡Se ha desriñonado!»

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