– De acuerdo. Pero ahora sabemos que sólo hay que visitar cinco pueblos.
– ¿Cinco?
– ¡Cinco, sí, señor! Ven a contarlos en el mapa.
– Dottore, los pueblos son ocho. A esos cinco hay que añadir Spigonella, Tricase y Bellavista.
Montalbano inclinó la cabeza sobre el mapa y la volvió a levantar.
– Este mapa es del año pasado. ¿Por qué no aparecen?
– Son pueblos que han surgido de manera ilegal.
– ¡Pueblos! Serán cuatro casas que…
Fazio lo interrumpió, negando con la cabeza.
– No, señor dottore. Son auténticos pueblos. Los propietarios de las casas pagan al municipio el impuesto sobre bienes inmuebles. Disponen de alcantarillado, agua, electricidad y teléfono. Y cada año son más grandes. Saben que esas casas jamás serán derribadas, ningún político quiere perder votos. ¿Me explico? Después viene la recalificación, la anulación de las sanciones, y todos encantados de la vida. ¡No sabe usted la cantidad de chalets y casitas que han construido en primera línea de mar! Cuatro o cinco de ellos disponen de un pequeño muelle particular.
– ¡Apártate de mi vista! -le ordenó Montalbano, enfurecido.
– Dottore, yo no tengo la culpa… -dijo Fazio mientras se retiraba.
A última hora de la mañana recibió dos llamadas que contribuyeron a empeorar su mal humor. La primera fue de Livia para decirle que no había conseguido que le adelantaran las vacaciones. La segunda fue de Jacopello, el ayudante de Pasquano.
– Comisario -dijo éste en un susurro-. ¿Es usía?
– Sí, soy yo -contestó Montalbano, bajando instintivamente la voz.
Parecían dos conjurados.
– Disculpe que le hable así, pero no quiero que me oigan mis compañeros. Quería decirle que el doctor Mistretta ha adelantado la autopsia a esta mañana. Insiste en que se trata de un ahogamiento, lo que significa que no mandará realizar los análisis que quería el doctor Pasquano. He intentado convencerlo, pero no ha habido manera. Si hubiera apostado conmigo, habría ganado.
Y ahora ¿qué? ¿Cómo hacía para actuar oficialmente? El informe del imbécil de Mistretta en el que excluía la posibilidad del homicidio cerraba la puerta a cualquier investigación. Y el comisario no disponía ni siquiera de una denuncia de desaparición. No había excusa. De momento, aquel muerto era un nuddru ammiscatu cu nenti, una nada mezclada con nada. Pero, como decía Eliot en su poema Muerte por agua, a propósito de Flebas, un fenicio que murió ahogado -«Gentil o judío, / oh, tú que das vueltas a la rueda y contemplas la dirección del viento, / piensa en Flebas…»-, él también seguiría pensando en aquel muerto sin nombre. Era un compromiso insoslayable, pues había sido el propio muerto el que había ido a su encuentro a primera hora de una fría mañana.
* * *
Ya era hora de ir a comer. Sí, pero ¿adónde? La confirmación de que su mundo se estaba yendo al carajo la recibió el comisario apenas un mes después del G8, cuando, al término de una comida de muy señor mío, Calogero, el propietario-cocinero-camarero de la trattoria San Calogero, le anunció que, muy a su pesar, se retiraba.
– ¿Me estás tomando el pelo, Calò?
– No, señor dottore. Como sabe usía, me han hecho dos «baipás» y tengo setenta y tres años cumplidos. El médico no quiere que siga trabajando.
– ¿Y yo? -se le escapó involuntariamente a Montalbano.
De repente, se sintió tan desgraciado como un personaje de las novelas populares, la seducida y abandonada a la que echan de casa llevando en sus entrañas al hijo de la culpa, la pequeña vendedora de cerillas andando bajo la nieve, el huérfano que busca entre la basura algo que llevarse a la boca…
A modo de respuesta, Calogero extendió los brazos en un gesto de desconsuelo. Y después llegó el terrible día en que Calogero le dijo en voz baja:
– Mañana no venga. Está cerrado.
Se abrazaron casi llorando. Y así dio comienzo su particular viacrucis por restaurantes, trattorias y tabernas. Probó media docena de ellos, pero ni punto de comparación. No es que pudiera decirse que cocinaran mal, pero a todos les faltaba el toque indefinible de Calogero. Durante un tiempo, decidió volverse casero y comer en Marinella, en lugar de irse a cualquier trattoria. Adelina podía prepararle una comida al día, sí, pero eso presentaba un problema: si se lo comía todo al mediodía, por la noche debía conformarse con un poco de queso, o aceitunas, o sardinas saladas, o salami; si en cambio lo guardaba para la noche, resultaba que al mediodía se tenía que conformar con un poco de queso, o aceitunas, o sardinas saladas, o salami. A la larga, la solución resultaba un poco deprimente. Por tanto, prosiguió la búsqueda, hasta que encontró un buen restaurante en la zona de cabo Russello, en la playa. Los platos eran abundantes y no muy caros. El problema era que entre ir, comer y regresar tardaba como mínimo tres horas y él no siempre disponía de tanto tiempo.
Aquel día decidió probar una trattoria que le había recomendado Mimì.
– ¿Tú has comido allí? -le había preguntado Montalbano con recelo, pues no se fiaba ni un pelo del paladar de Augello.
– Yo no, pero un amigo mío que es más tiquismiquis que tú me ha hablado muy bien de ella.
Como la trattoria, que se llamaba Da Enzo, estaba situada en la parte alta del pueblo, el comisario se resignó a coger el coche. Fuera había una terraza cubierta con una chapa ondulada, mientras que la cocina debía de estar en el interior de la casa que había al lado. Todo ofrecía un aire improvisado y provisional que fue muy del agrado de Montalbano. Entró y se sentó a una mesa. Un enjuto hombre de unos sesenta años, que vigilaba con ojos penetrantes los movimientos de los dos camareros, se le acercó y se le plantó delante sin tan siquiera abrir la boca para saludarlo. Sólo sonreía.
Montalbano lo miró con expresión inquisitiva.
– Ya lo sabía… -dijo entonces el hombre.
– ¿Qué es lo que sabía?
– Que después de tanto ir de un lado a otro acabaría aquí. Lo esperaba.
Estaba claro que en el pueblo se había corrido la voz de su viacrucis como consecuencia del cierre de su trattoria habitual.
– Pues bien, aquí me tiene -dijo fríamente el comisario.
Ambos se miraron a los ojos. El desafío a lo OK Corral ya estaba lanzado. Enzo llamó a un camarero.
– Pon la mesa para el dottor Montalbano y vigila la sala mientras voy a la cocina. Yo me encargaré personalmente del comisario.
De entremés, le sirvió unos pulpitos a la sal que parecían estar hechos de mar condensado. Se deshacían nada más entrar en la boca. La pasta con tinta de jibia podía codearse dignamente con la de Calogero. Y en la parrillada de salmonetes, lubinas y doradas, el comisario recuperó aquel paradisíaco sabor que temía haber perdido para siempre. Una melodía empezó a sonarle en el interior de la cabeza, una especie de marcha triunfal. Se repantigó satisfecho en su asiento, y después respiró hondo.
Tras una larga y azarosa travesía, Ulises había arribado finalmente a su tan ansiada Ítaca.
Reconciliado en parte con la existencia, subió al coche para dirigirse al puerto. Era inútil que pasara por la tienda de garbanzos tostados y semillas de calabaza saladas. A esas horas estaba cerrada. Dejó el coche en la dársena y paseó por el muelle. Se cruzó con el habitual pescador de caña que lo saludó con la mano.
– ¿Qué, pican?
– Ni pagándoles dinero.
Se sentó en la roca que había bajo el faro, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con deleite. Cuando terminó, arrojó la colilla al agua. Ésta, impulsada por las olas, rozaba la roca sobre la que se encontraba sentado. Con la rapidez de un relámpago, le vino a la mente un pensamiento. Si en lugar de una colilla hubiera sido un cuerpo humano, éste no habría rozado, sino que habría golpeado contra las rocas. Justo como había dicho Ciccio Albanese. Cuando levantó la vista, vio su coche en la dársena. Había aparcado en el mismo lugar en el que se había detenido con el niño negro cuando su madre se rompió la pierna. Se levantó, fue hasta el coche y regresó de inmediato a la comisaría; le había entrado curiosidad por saber cómo había terminado la historia. Seguramente la madre estaba en el hospital con la pierna escayolada. Entró en su despacho y llamó a Riguccio:
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