Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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Una hora después sonó el teléfono.

Dottori , aquí hay uno que dice que es comandante de la Fiscal y que se llama Lacañà.

– Pásamelo.

– No si lo puedo pasar porque il susodicho se incuentra aquí personalmente en persona.

¡Oh, Dios mío, y él estaba prácticamente en cueros!

– Dile que estoy hablando por teléfono y hazlo pasar dentro de cinco minutos.

Volvió a vestirse a toda prisa. Parecía que acabaran de planchar la ropa: aún estaba impregnada de calor. Salió al encuentro de Laganà. Lo invitó a sentarse y cerró con llave la puerta de su despacho. Se avergonzó al ver a su visitante, vestido con un uniforme que parecía recién salido de la lavandería.

– ¿Le apetece tomar algo, mi comandante?

– Nada, dottore , todo lo que tomo me hace sudar.

– ¿Por qué se ha molestado? Podía haber llamado por teléfono…

Dottore , ahora mismo no conviene decir las cosas por teléfono.

– Pues entonces, quizá mejor unos pizzini como los de Provenzano.

– Ésas también se pueden interceptar. Lo único que se puede hacer es hablar directamente, a ser posible en lugar seguro.

– Éste tendría que serlo.

– Esperemos. -Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja doblada en cuatro y se la entregó a Montalbano-. ¿Es esto lo que le interesaba?

El comisario la examinó.

Era el resguardo de entrega de la empresa Ribaudo de unos tubos y unas mallas de protección con fecha del 27 de julio a la obra de Spitaleri en Montelusa. Firmado por Filiberto Attanasio, el vigilante.

– Se lo agradezco; esto es precisamente lo que estaba buscando. ¿Se han dado cuenta de algo?

– No creo. Esta semana hemos retirado de allí dos cajas de documentos. En cuanto encontré el resguardo de entrega, lo hice fotocopiar y se lo he traído.

– No sé cómo agradecérselo.

En la entrada de la comisaría, mientras ambos se estrechaban la mano, Laganà dijo sonriendo:

– No hace falta que le ruegue que no diga a nadie cómo ha conseguido este documento.

– Me ofende usted, mi comandante.

Laganà vaciló un instante, puso una cara muy seria y después añadió en voz baja:

– Tenga mucho cuidado con Spitaleri.

– ¿Federico? Soy Montalbano.

El comisario Lozupone pareció alegrarse sinceramente de oírlo.

– ¡Salvo! ¡Pero qué alegría! ¿Cómo estás?

– Bien. ¿Y tú?

– Bien. ¿Necesitas algo?

– Quisiera hablar contigo.

– Pues habla.

– En persona.

– ¿Es urgente?

– Bastante.

– Mira, seguramente estaré en el despacho hasta…

– Mejor fuera.

– Ah. Podríamos vernos en el café Marino a las…

– Mejor que no sea un lugar público.

– Me estás asustando. ¿Dónde?

– En tu casa o en la mía.

– Tengo una mujer muy curiosa.

– Pues entonces ve a mi casa de Marinella, que ya sabes dónde está. ¿Te va bien a las diez de esta noche?

A las ocho, cuando estaba saliendo del despacho, llamó Tommaseo. Había decepción en su voz.

– Quería pedirle una confirmación.

– Se lo confirmo.

– Perdone, Montalbano, pero ¿qué confirma?

– Ah, pues no sé, pero si usted me pide una confirmación, yo estoy dispuesto a dársela.

– ¡Pero si no sabe qué tiene que confirmar!

– Comprendo, usted no quiere una confirmación genérica sino concreta.

– ¡A ver!

De vez en cuando le gustaba tomarle el pelo a Tommaseo.

– Pues entonces, dígame.

– Esa chica, Adriana… hoy entre otras cosas estaba más guapa que nunca, no sé cómo lo hace, es como un concentrado de mujer, cualquier cosa que diga o haga, uno se queda extasiado… Bueno, dejémoslo correr, ¿qué le estaba diciendo?

– Que uno se queda extasiado.

– No, Dios mío; eso era un inciso. Ah, sí, Adriana me ha dicho que su hermana había sido atacada, sin consecuencias que lamentar, por un joven alemán que posteriormente murió en un accidente ferroviario en Alemania. Lo diré en la rueda de prensa.

¿Accidente ferroviario? Pero ¿qué demonios había comprendido Tommaseo?

– Pero, por más que he insistido, no ha sabido o querido decirme nada más, señalando que de nada servía que siguiera interrogándola porque ella no mantenía ninguna relación de confianza con su hermana y, además, ella y Rina se peleaban a menudo con tal violencia que los padres hacían todo lo posible por mantenerlas separadas. Tanto es así que el día que Rina fue asesinada, ella no estaba en Vigàta. Y ahora yo le pregunto, puesto que la chica me ha dicho que ayer por la mañana usted la interrogó, si a usted también le dijo que ella y su hermana no mantenían muy buenas relaciones.

– ¡Cómo no! Me dijo que llegaban a las manos prácticamente dos o tres veces al día.

– Por consiguiente, ¿es inútil que la convoque de nuevo?

– Creo con toda sinceridad que es inútil.

Al parecer, Adriana estaba hasta las narices de Tommaseo y se había inventado esa mentira contando con su complicidad.

Adriana lo llamó a Marinella cuando ya eran casi las nueve.

– ¿Puedo pasar por tu casa dentro de una hora?

– Lo siento, pero tengo un compromiso. -Y si no lo hubiera tenido, ¿qué le habría contestado?

– Bien, qué remedio. Quería aprovechar que han llegado unos tíos de Milán, ya te hablé de ellos, los que estaban en Montelusa.

– Sí, me acuerdo.

– Han venido para el entierro.

Él lo había olvidado por completo.

– ¿Cuándo es?

– Mañana por la mañana. Mis tíos se irán inmediatamente después. Para mañana por la noche no aceptes ningún compromiso; espero que mi amiga la enfermera pueda venir.

– Adriana, yo tengo un trabajo que…

– Procura hacer todo lo posible. Ah, hoy me ha convocado a su despacho Tommaseo. Se le caía la baba mirándome las tetas. Y pensar que, para la ocasión, me había puesto un sujetador blindado… Le he contado una mentira para quitármelo de encima de una vez por todas.

– Sé lo que le has contado, me llamó para preguntarme si era verdad que tú y Rina no os soportabais.

– ¿Y qué le dijiste?

– Se lo confirmé.

– No dudaba de ello. Te quiero. Hasta mañana.

Montalbano corrió a ducharse antes de que llegara Lozupone. Aquellas dos palabras, «te quiero», le habían producido un sudor instantáneo.

Lozupone tenía cinco años menos que Montalbano, era un hombre macizo y de palabras mesuradas. Acerca de él no circulaban chismes, era honrado y siempre había cumplido con su deber. Por consiguiente, Montalbano tenía que hablar utilizando las palabras adecuadas. Le ofreció un whisky y lo invitó a sentarse en la galería. Por suerte, soplaba un poco de aire.

– Adelante, Salvo. ¿Qué tienes que decirme?

– Es una cuestión muy delicada y, antes de actuar, quiero hablar contigo.

– Aquí me tienes.

– Estos días me estoy encargando del homicidio de una chica…

– He oído algo al respecto.

– Y he tenido ocasión de interrogar a un especulador inmobiliario, Spitaleri, al que tú también conoces.

Lozupone pareció ponerse en guardia y reaccionó con cierta aspereza.

– ¿Qué significa que lo conozco? Lo conozco tan sólo porque me encargué de las investigaciones sobre la muerte accidental de un albañil en una obra suya de Montelusa.

– Precisamente. Y yo quería saber algo acerca de tu investigación. ¿A qué conclusión llegaste?

– Creo que ya te la he dicho: muerte accidental. La obra, cuando yo llegué, estaba en regla. Permití reanudar los trabajos después de cinco días de cierre.

– ¿Cuándo te llamaron?

– El lunes por la mañana, cuando descubrieron el cuerpo del albañil. Y te lo repito, todas las medidas de seguridad eran correctas. La única conclusión posible era que el árabe, que había bebido unas copas de más, saltó por encima de la barandilla de protección y cayó. La autopsia estableció, entre otras cosas, que dentro tenía más vino que sangre.

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