Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– Antes de iros, limpiadlo todo -dijo Montalbano, bajando por la escalerita para acercarse a la orilla.

– Sí, pero tú límpiate el culo -replicó uno de los jóvenes a su espalda.

El otro chico y la chica se echaron a reír.

Habría podido hacer la vista gorda, pero decidió dar media vuelta y regresar muy despacio.

– ¿Quién ha hablado?

– Yo -contestó el más fornido y con más pinta de prepotente.

– Baja.

El chico miró a sus amigos.

– Le arreglo las cuentas al viejo y vuelvo.

Sonoras carcajadas.

El muchacho se le colocó delante con las piernas separadas, se preparó y le soltó un guantazo diciendo:

– Ve a bañarte, abuelo.

Montalbano lo paró y lanzó un izquierdazo que el otro esquivó, por lo que el derechazo, como era de prever, lo alcanzó en pleno rostro y lo hizo tambalearse hacia atrás, medio desmayado. No había sido un puñetazo sino un mazazo. Las carcajadas de los otros dos enmudecieron de golpe.

– Cuando regrese, tiene que estar todo limpio.

Hubo de adentrarse mucho para encontrar un poco de agua limpia, pues cerca de la orilla flotaba de todo, desde cagarros a vasos de plástico; una auténtica guarrería.

Antes de regresar, anduvo por la playa buscando un lugar donde hubiera menos gente y donde el agua quizá no estuviera tan sucia. Pero eso lo obligó a caminar aproximadamente media hora por la orilla.

Cuando por fin llegó a su casa, los chicos ya se habían ido. Y la galería estaba limpia.

Bajo la ducha, que todavía estaba caliente, pensó en el puñetazo que le había propinado al chico. ¿Sería posible que tuviera todavía tanta fuerza? Después comprendió que no se había tratado tan sólo de fuerza, sino también de una descarga violenta de toda la tensión acumulada a lo largo de aquel 15 de agosto.

15

Bien entrado el anochecer, las familias con niños que lloraban o gritaban, las pandillas de borrachos pendencieros, las parejitas bien pegadas, los chicos solitarios con un móvil pegado a la oreja, otras parejitas con radio, CD y chismes sonoros a todo volumen, despejaron finalmente la playa.

Ellos se fueron, pero la suciedad se quedó.

«A estas alturas, la suciedad -pensó el comisario- se ha convertido en un signo seguro del paso del hombre. Hasta el Everest es ya un vertedero, e incluso el espacio se utiliza como lugar de descarga de desperdicios.»

Dentro de diez mil años la única prueba de la existencia del hombre en la tierra será el descubrimiento de enormes cementerios de coches, el monumento superviviente de una civilización (?) perdida.

Cuando llevaba un rato sentado en la galería, empezó a notar que el aire apestaba: la basura que cubría la playa ya no se veía porque estaba oscuro, pero le llegaba el hedor de la rápida putrefacción causada por el excesivo calor.

No era cuestión de quedarse fuera. Pero tampoco se podía estar dentro con las ventanas cerradas para que no entrara el mal olor, pues el calor absorbido por las paredes jamás llegaría a desprenderse.

Entonces se vistió, cogió el coche y se fue a Pizzo. Al llegar al chalet, se dirigió a la escalera que llevaba a la playa.

Se sentó en el primer escalón y encendió un pitillo. Había acertado, allí estaba muy alto y no llegaba el olor de las porquerías que también debía de haber en la playa.

No quería pensar en Adriana, pero no lo consiguió.

Se pasó dos horas así, y cuando se levantó para regresar a Marinella, ya había llegado a la conclusión de que, cuanto menos viera a la joven, mejor.

– ¿Qué le dijo ayer la señorita Adriana? -preguntó Fazio.

– Me dijo algo que no sabía, pero que imaginaba. ¿Recuerdas que Dipasquale nos contó, y Adriana lo confirmó, que Rina había sido atacada por Ralf y que Spitaleri la había salvado?

– Pues claro que lo recuerdo.

Entonces el comisario se lo contó todo, que a partir de aquel momento Spitaleri siempre había ido detrás de Rina, hasta que un día la manoseó en el coche y ella se salvó porque apareció un campesino. Y le contó también que el campesino las había pasado moradas por culpa de un pendiente de Rina que encontraron en su casa, pero que el pobre hombre no tenía nada que ver con el crimen.

No le mencionó que había acompañado a Adriana a Pizzo ni lo que había ocurrido allí.

– En resumen -dijo Fazio-, no tenemos nada de nada. Ralf no pudo haber sido porque era impotente, Spitaleri tampoco porque se había ido, Dipasquale tiene una coartada…

– La situación de Dipasquale es la más débil. La suya es una coartada que puede haberse fabricado.

– Cierto, pero vete tú a demostrarlo.

* * *

Dottori , está el fiscal Dommaseo.

– Pásamelo.

– ¿Montalbano? He tomado una decisión.

– Dígame.

– Lo hago.

¿Y quería contárselo a él?

– ¿Qué?

– Una rueda de prensa.

– Pero ¿qué necesidad hay?

– ¡La hay, Montalbano, la hay!

La verdadera necesidad era que Tommaseo se moría de ganas de exhibirse en la televisión.

– Los periodistas -añadió el fiscal- se han olido algo y empiezan a hacer preguntas. No querría correr el riesgo de que ofrecieran una imagen distorsionada del cuadro general.

Pero ¿qué cuadro general?

– Por supuesto que sería un grave riesgo.

– ¿Está de acuerdo?

– ¿Ya la ha convocado?

– Sí, para mañana a las once. ¿Vendrá?

– No. ¿Qué va a explicar usted?

– Hablaré del delito.

– ¿Dirá que la violaron?

– Bueno, lo insinuaré.

¡Imagínate! ¡A los periodistas les bastaba mucho menos que una insinuación para lanzarse en tromba sobre un tema!

– ¿Y si le preguntan si tiene alguna idea acerca del culpable?

– Bueno, ahí tendremos que ser muy hábiles.

– Tal como lo es usted.

– Modestamente… diré que estamos trabajando con dos pistas: una es el control de las coartadas de los albañiles y otra la de un obseso sexual de paso que obligó a la chica a acompañarlo al apartamento ilegal. ¿Está de acuerdo?

– Totalmente.

¡Un obseso sexual de paso! ¿Y cómo se las arreglaba un obseso sexual de paso para conocer la existencia de un apartamento ilegal si la obra estaba vallada?

– Para esta tarde he vuelto a convocar a Adriana Morreale -dijo Tommaseo-. Quiero vencer sus posibles reticencias, interrogarla a fondo, a fondo y largo rato, quiero dejarla al desnudo.

Le había cambiado la voz. Montalbano temió que empezara a suspirar y decir «aaaah, aaaah» como en una película porno.

Ahora ya se estaba convirtiendo en una costumbre. Antes de irse a la trattoria de Enzo, se cambió de ropa y le dio a Catarella las prendas sudadas. Después, al terminar de comer -poca cosa porque no tenía apetito-, experimentó una especie de desgana y se fue a Marinella.

¡Oh, milagro! ¡Cuatro basureros estaban terminando de limpiar la playa! Se puso el bañador y se metió en el agua en busca de frescor. A continuación se tumbó y se pasó una hora durmiendo.

A las cuatro ya estaba otra vez en la comisaría. Pero no le apetecía hacer nada.

– ¡Catarella!

– Dígame, dottori.

– Que no entre nadie en mi despacho sin antes avisar, ¿está claro?

– Sí, siñor.

– Ah, oye, ¿al final llamaron desde Montelusa por lo de aquel cuestionario?

– Sí, siñor dottori , ya lo envié.

Cerró con llave la puerta del despacho, se quitó la ropa hasta quedarse tan sólo en calzoncillos, arrojó al suelo los papeles que había encima de un sillón, lo acercó al pequeño ventilador, que orientó de tal manera que el aire le refrescara el torso, y se sentó confiando en sobrevivir.

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