Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– La violaron, ¿verdad?

Era la pregunta que Montalbano esperaba de un momento a otro, temiéndola. Se había preparado una buena respuesta, pero ahora se le había ido por completo de la cabeza.

– No.

¿Por qué le dio aquella respuesta? ¿Para no ver apagarse de golpe la luz de la belleza?

– No me dice la verdad.

– Créame, Adriana, la autopsia estableció que…

– ¿… era virgen?

– Sí.

– Peor.

– ¿Por qué?

– Porque entonces la violencia fue todavía más terrible.

La presión de su mano, que ahora quemaba, se intensificó.

– ¿Podemos tutearnos? -preguntó Adriana.

– Si quiere… si quieres…

– Querría confesarte una cosa.

Le soltó la mano, que de pronto se quedó fría, movió la silla para colocarla al lado de la de Montalbano y se sentó. Ahora podía hablar en voz baja, en susurros.

– Violada lo fue; estoy segura. Cuando estábamos en la comisaría, no he querido decirlo delante del otro oficial. Pero contigo es distinto.

– Has comentado que unos minutos antes de aquel dolor en la garganta habías sentido otra cosa.

– Sí. Una sensación de pánico absoluto y total. Una especie de angustia prácticamente existencial. Jamás me había ocurrido.

– Explícamelo mejor.

– De repente, de pie junto al armario, vi reflejada la imagen de mi hermana. Estaba trastornada, aterrorizada. Un instante después me sentí catapultada a una espantosa oscuridad total. Percibía a mi alrededor un ambiente sombrío, viscoso, sin aire, malévolo. Un lugar, mejor dicho, un no lugar en que cualquier horror, cualquier infamia era posible. Quería gritar, pero mi voz carecía de sonido, igual que en las pesadillas. Durante unos segundos me quedé ciega, me tambaleé en el vacío con los brazos extendidos hacia delante, me fallaban las piernas, apoyé las manos en la pared para no caer. Y fue entonces cuando…

Se detuvo; Montalbano no abrió la boca, no se movió. Sólo que ahora el sudor empezó a resbalarle por la frente.

– … fue entonces cuando me sentí robada.

– ¿Cómo? -no pudo por menos que preguntar él.

– Robada a mí misma. Es difícil expresarlo con palabras. Con violencia, con brutalidad, alguien estaba poseyendo mi cuerpo separado de mí para ofenderlo, para humillarlo, para anularlo, para convertirlo en objeto, en una cosa… -La voz se le quebró.

– Ya basta -dijo Montalbano. Y le tomó las manos entre las suyas.

– ¿Fue así?

– Creemos que sí.

Pero ¿cómo era posible que no llorara? Los ojos se le volvieron de un azul oscuro, la arruga junto a la boca se marcó más, pero no lloraba.

¿Qué era lo que le daba aquella fuerza, aquella dureza interior? Tal vez el haber tenido conocimiento de la muerte de Rina en el preciso instante en que ésta moría, mientras sus padres seguían esperando que estuviera viva.

Y a lo largo de todos aquellos años de dolor, el llanto, las lágrimas se habían transformado en una especie de masa sólida, en un grumo rocoso que ya no podía disolverse en un gesto de compasión hacia Rina y hacia sí misma.

– Has dicho que viste la imagen de tu hermana reflejada en el espejo. ¿Eso qué significa?

Adriana esbozó una leve sonrisa.

– Empezó como un juego cuando teníamos cinco años. Estábamos delante de un espejo y nos pusimos a hablar. Pero no directamente: cada una se dirigía a la imagen reflejada de la otra. Después seguimos haciéndolo también de mayores. Cuando teníamos algo serio o secreto que contarnos, nos situábamos delante de un espejo.

Y entonces apoyó un instante la cabeza en el hombro de Montalbano. Y él comprendió que no era para buscar consuelo, sino para aliviar el profundo cansancio que debía de experimentar tras haber hablado con un extraño acerca de algo tan íntimo y secreto.

A continuación la joven se levantó con gesto decidido y consultó el reloj.

– Ya son las tres y media. ¿Nos vamos?

– Como quieras.

Pero ¿no había dicho que podía estar fuera hasta las cinco?

Montalbano se levantó un poco decepcionado y el camarero se acercó con la cuenta.

– Pago yo -dijo Adriana, y sacó el dinero que guardaba en el bolsillo de los vaqueros.

Pero al llegar a la explanada donde habían aparcado, ella no hizo ademán de abrir la puerta de su coche. Montalbano la miró perplejo.

– Vamos con el tuyo.

– ¿Adónde?

– Si me has comprendido, has comprendido también adónde quiero ir, no hace falta que te lo diga.

Pues claro que lo había comprendido. Lo había comprendido muy bien. Pero se estaba comportando como el soldado que no desea ir a la guerra.

– ¿Te parece oportuno?

Ella no contestó y se quedó mirándolo.

Y entonces Montalbano llegó a la conclusión de que, al final, no sabría decirle que no. El soldado iría a la guerra, no había más remedio. Además, el sol le estaba machacando la cabeza, era imposible permanecer allí un solo minuto más, discutiendo al aire libre.

– Muy bien. Sube.

Subir al coche fue como tumbarse encima de una parrilla.

Montalbano echó de menos el pequeño ventilador y Adriana abrió todas las ventanillas.

Durante todo el trayecto ella permaneció con la cabeza recostada contra el respaldo y los ojos cerrados.

El comisario, en cambio, se sentía traspasado por una pregunta: ¿no estaría haciendo una bobada monumental? ¿Por qué había accedido? ¿Sólo porque en la explanada el calor no permitía discutir? Pero ésa era una excusa circunstancial. La verdad es que le encantaba ayudar a aquella chica que…

«… ¡puede ser tu hija!», lo interrumpió su conciencia.

«¡Tú no te entrometas! -replicó enfurecido-. Estaba pensando en una cosa muy distinta: esta pobre chica lleva encima, desde hace seis años, un peso enorme, la percepción exacta de lo que le ocurrió a su hermana, y ahora está encontrando la fuerza de hablar, de librarse de ello. Es justo ayudarla.»

«Eres un hipócrita peor que Tommaseo», dijo la voz de su conciencia.

En cuanto giró para enfilar el caminito de Pizzo, Adriana abrió los ojos. Cuando estaban a punto de pasar por delante de su casa, la joven dijo:

– Para.

No bajó; se quedó mirando desde la ventanilla.

– Desde entonces no hemos vuelto. Sé que papá envía de vez en cuando a una mujer para mantenerla limpia y ordenada, pero no hemos tenido el valor de venir en verano, tal como hacíamos antes. Ya podemos irnos.

Cuando Montalbano se detuvo delante del chalet, la muchacha ya estaba abriendo la puerta del vehículo.

– ¿De veras tienes que hacerlo, Adriana?

– Sí.

El comisario dejó el coche abierto, con las llaves puestas. Total, no había ni un alma.

Pero nada más bajar, Adriana le tomó la mano, la levantó a la altura de su boca, posó un instante los labios en su dorso y siguió sujetándola con fuerza. Él la guió hacia el lado del chalet por donde se podía acceder al piso ilegal. Los de la Científica habían colocado dos tablones para facilitar la entrada. La ventana del cuarto de baño más pequeño estaba cubierta por tiras de papel coloreado, como las que se utilizan en las obras viarias. De una de las tiras colgaba una hoja de papel con timbres y firmas. Era el precinto. El comisario lo quitó todo y entró en primer lugar, diciéndole a la joven que esperara. Encendió la linterna que había llevado y recorrió todas las estancias. Le bastó aquel recorrido de pocos minutos para quedar empapado de sudor. Allí dentro se respiraba una humedad viscosa que producía una sensación de suciedad; el aire espeso y enrarecido quemaba los ojos y la garganta.

Después ayudó a Adriana a saltar por encima del alféizar.

En cuanto entró, ella le quitó la linterna y se dirigió sin el menor titubeo hacia el salón.

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