Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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Pero sólo lo consiguió propinándose a sí mismo un golpe bajo tan doloroso como necesario: «Podría ser tu hija.»

– Soy Adriana Morreale.

– Salvo Montalbano.

– Disculpe el retraso, pero… -Llevaba una media hora de retraso.

Se estrecharon la mano. La del comisario estaba un poco sudada: la de Adriana, seca. Su aspecto era fresco, olía a jabón, como si no llegara de la calle, sino que acabara de salir de la ducha.

– Siéntese. Catarella, ¿has ido a llamar a Fazio?

– ¿Eh?

– Que si has ido a avisar a Fazio.

– Voy ahora mismito, dottori.

Se retiró mirando hacia atrás para poder ver a la joven hasta el último momento.

Montalbano aprovechó para observarla y ella se dejó observar.

Debía de estar acostumbrada.

Vaqueros superajustados a unas piernas muy largas, camiseta azul escotada, sandalias. Un punto a su favor: no llevaba el ombligo al aire. Y era evidente que no usaba sujetador. Tampoco se había puesto ni sombra de maquillaje; no hacía nada por mostrarse guapa. ¿Qué más habría podido hacer, por otra parte?

Mirándola, alguna diferencia con la fotografía de su hermana sí había. Sin duda era atribuible al hecho de que Adriana tenía seis años más y no habrían sido años muy fáciles. Los ojos eran iguales en color y forma, pero la resplandeciente inocencia que había en la mirada de Rina ya no estaba en la de Adriana. Además, la chica que tenía delante presentaba una arruga minúscula junto a la boca.

– ¿Usted vive con sus padres en Vigàta?

– No. Mi presencia constituía un sufrimiento para ellos. En mí veían a mi hermana, que ya no estaba. Así que cuando me matriculé en la universidad (estudio Medicina) compré un apartamento en Palermo. Pero vengo muy a menudo, no me gusta dejarlos solos demasiado tiempo.

– ¿Qué curso hace?

– Estoy en tercero.

Entró Fazio, que, a pesar de haber sido preparado por Catarella, abrió unos ojos como platos en cuanto la vio.

– Me llamo Fazio.

– Soy Adriana Morreale.

– Quizá sea mejor que cierres la puerta.

En cuestión de cinco minutos, en cuanto se corriera la voz sobre la belleza de la joven, el pasillo estaría tan concurrido como una vía pública en hora punta. Fazio cerró y se sentó en la otra silla que había delante del escritorio, pero de esa manera quedaba situado en línea con la chica. Prefirió adelantarse un poco hasta la parte lateral del escritorio, ligeramente desplazado hacia delante con respecto a Montalbano.

– Le pido disculpas por no haberle dejado ir a casa, comisario -dijo Adriana.

– ¡Faltaría más! Lo comprendo muy bien.

– Gracias. Hágame todas las preguntas que crea conveniente.

– Fue a usted, tal como nos ha dicho el dottor Tommaseo, a quien correspondió la dolorosa tarea de reconocer el cadáver. Lo lamento muchísimo, créame, pero mi trabajo me obligará, y le pido perdón desde ya, a formularle unas preguntas que…

Fue entonces cuando Adriana hizo una cosa que ni Fazio ni Montalbano se esperaban. Inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

– ¡Dios mío, pero si hablan de la misma manera! ¡Usted y Tommaseo hablan de la misma manera! ¡Casi con las mismas palabras! Pero ¿es que los obligan a seguir un cursillo especial?

Montalbano se sintió simultáneamente ofendido y aliviado. Ofendido por ser comparado con Tommaseo y aliviado porque a la chica no le gustaban los formalismos, le daban risa.

– Le he dicho -añadió Adriana- que me haga todas las preguntas que considere conveniente. Hágalas sin que parezca que anda pisando huevos. Por otra parte, no me parece su estilo.

– Se lo agradezco.

Fazio también puso cara de alivio.

– Usted, a diferencia de sus padres, siempre imaginó que su hermana había muerto, ¿verdad? -Fue directamente al grano, tal como ella quería y como convenía a todos.

Adriana lo miró con admiración.

– Sí, pero no lo imaginé. Lo supe.

Fazio y Montalbano pegaron un ligero y simultáneo respingo en la silla.

– ¿Cómo que lo supo? ¿Quién se lo dijo?

– Nadie.

– Pues entonces, ¿cómo?

– Me lo dijo mi cuerpo. Y he acostumbrado a mi cuerpo a no mentirme jamás.

13

Pero ¿qué quería decir?

– ¿Podría explicarme cómo fue…?

– No es fácil. Se debe al hecho de que Rina y yo éramos hermanas monocigóticas. Es un fenómeno de difícil explicación que nos ocurría alguna vez. Una especie de confusa comunicación emotiva a distancia.

– ¿Puede explicarse mejor?

– Por supuesto. Pero he de aclarar que no era esa clase de fenómeno que si una se despellejaba una rodilla, la otra, aunque estuviera lejos, sentía dolor en la misma rodilla. Nada de eso. Se trataba en todo caso de la transmisión de una fuerte emoción. El día en que murió la abuela, Rina estaba presente y yo me encontraba en Fela, jugando con unos primos. Pues bien, de repente me asaltó una tristeza tan grande que rompí a llorar sin motivo aparente. Rina me había transmitido la situación emotiva de aquel momento.

– ¿Sucedía siempre?

– No siempre.

– ¿Dónde estaba usted el día que su hermana no regresó a casa?

– Me había ido la mañana del doce de octubre a casa de mis tíos de Montelusa. Iba a quedarme con ellos dos o tres días, pero volví aquel mismo día ya muy entrada la noche, pues papá llamó a mis tíos para decirles que Rina había desaparecido.

– Dígame, la tarde o la noche del día doce… ¿hubo entre su hermana y usted… bueno, esa comunicación…?

Montalbano no conseguía formular bien la pregunta, pero Adriana lo entendió muy bien.

– Sí, la hubo. A las diecinueve treinta y ocho. Consulté instintivamente el reloj.

Montalbano y Fazio se miraron.

– ¿Qué ocurrió?

– Yo tenía un cuartito en casa de mis tíos, y estaba sola eligiendo cómo vestirme porque por la noche estábamos invitados a cenar en casa de unos amigos… De repente experimenté, no una sensación como la de otras veces, sino algo de tipo físico. La estrangularon, ¿verdad?

Se había acercado mucho.

– No exactamente. ¿Qué le dijo el dottor Tommaseo?

– Nos dijo que la habían asesinado, pero no especificó cómo. Dijo también dónde la habían encontrado.

– Cuando usted fue al depósito de cadáveres para el reconocimiento…

– Pedí que me mostraran sólo los pies. Eso me bastaría. Rina tenía el dedo gordo del pie derecho…

– Lo sé. Pero después, ¿no le preguntó usted a Tommaseo cómo había muerto?

– Mire, comisario, mi único interés después del reconocimiento era librarme cuanto antes del dottor Tommaseo. Empezó a consolarme dándome palmaditas en la espalda y después su mano empezó a resbalar demasiado hacia abajo. Por mi manera de ser, no suelo interpretar el papel de virgen intocable, al contrario… Pero ese hombre estaba empezando a molestarme de verdad. ¿Qué tendría que haberme dicho?

– Que a su hermana la habían degollado.

Adriana palideció y se llevó una mano al cuello.

– ¡Dios mío! -murmuró.

– ¿Puede decirme qué sintió?

– Un dolor muy intenso en la garganta. Durante casi un minuto, que a mí se me antojó eterno, no pude respirar. Pero en aquel momento no pensé que el dolor tuviera que ver con algo que le estaba ocurriendo a mi hermana.

– ¿Con qué pensó que tenía que ver?

– Verá, señor comisario, Rina y yo éramos idénticas, pero sólo físicamente. En cambio, éramos muy distintas en nuestra manera de pensar y comportarnos. Rina jamás habría cometido una transgresión por pequeña que fuera, incluso mínima. Yo sí. Ya entonces me gustaba transgredir las normas. Y por eso había empezado a fumar a escondidas. Aquella vez, con la ventana del cuartito abierta, ya me había fumado tres pitillos seguidos, uno detrás de otro. Así, por el simple placer de hacerlo. Por eso me pareció natural pensar que el dolor me lo había provocado el humo.

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