Pero ya fuera porque las habitaciones carecían de muebles y los ruidos retumbaban o porque todo el apartamento estaba revestido de nailon y éste no permitía la dispersión de los sonidos, el caso fue que el disparo sonó con un estruendo impresionante, casi tan fuerte como la explosión de una bomba.
El primero que se pegó un susto fue el propio Montalbano, quien tuvo la sensación de que el revólver le había estallado en la mano. Totalmente aturdido por el retumbo, irrumpió en el salón.
El aterrorizado fotógrafo había soltado la cámara y, temblando de pies a cabeza, se había arrodillado con las manos extendidas y la frente contra el suelo. Parecía un musulmán rezando.
– ¡Queda detenido! ¡Soy el comisario Montalbano!
– Po… po… -pió el hombre alzando ligeramente la cabeza.
– ¿Por qué? ¿Quiere saber por qué? ¡Porque ha roto los precintos para entrar aquí!
– Pero… es que no… pero… es que no…
– ¡Pero es que no había ningún precinto! -dijo una trémula voz que no se sabía de dónde salía.
Montalbano miró alrededor y no vio a nadie.
– ¿Quién ha hablado?
– Yo.
Y desde detrás de los marcos envueltos asomó la cabeza del señor Callara.
– Señor comisario, debe creernos: ¡no había ningún precinto! -repitió.
Y entonces Montalbano recordó que, en su prisa por seguir a Adriana, no había tenido tiempo de volver a colocarlos.
– Los habrá quitado algún gamberro -dijo.
En el salón, el calor de la bombilla de gran potencia se añadía al del aire, por lo cual allí no se podía ni hablar, la garganta enseguida se abrasaba.
– Salgamos de aquí.
Todos fueron al piso de arriba, bebieron unos grandes vasos de agua mineral y se sentaron en el salón con la puerta cristalera abierta de par en par.
– Por poco me da un ataque del susto que me he pegado -afirmó el hombre a quien Montalbano había confundido con un fotógrafo.
– A mí también -coincidió Callara-. ¡Cada vez que vengo a este maldito chalet me ocurre algo!
– Soy el aparejador Palladino -se presentó el hombre de la cámara.
– Pero ¿qué han venido a hacer aquí?
Tomó la palabra Callara.
– Comisario, como falta poco para que venza la moratoria para la regularización y puesto que precisamente esta mañana he recibido por medio de un servicio de mensajería los papeles de la señora Gudrun, le he pedido al aparejador Palladino que empezara a hacer todo lo necesario…
– … y lo primero es sin duda la documentación gráfica de la construcción ilegal -intervino Palladino-. Unas fotografías que habrá que adjuntar a las planimetrías.
– ¿Ha terminado de hacerlas?
– Me faltan todavía tres o cuatro del salón.
– Pues vamos.
Montalbano salió con ellos y los acompañó hasta la ventana, pero no entró. En su lugar, se detuvo a recoger las cintas y los precintos, que habían ido a parar debajo de los dos tablones, y los dejó a un lado.
– ¡Yo los espero arriba!
Se fumó dos pitillos sentado en una parte del murete de la terraza donde ya hacía un buen rato que no tocaba el sol.
Poco después apareció Callara.
– Ya hemos acabado.
– ¿Y Palladino?
– Ha ido a llevar el equipo al coche. Ahora viene a despedirse.
– Si necesita volver aquí, dígamelo primero.
– Gracias. Por cierto, quería preguntarle una cosa, dottore.
– Dígame.
– ¿Cuándo van a quitar los precintos?
– ¿Tiene prisa?
– Cierta prisa sí tengo. Quisiera concretar la fecha de la retirada de la tierra y la restauración con Spitaleri. Si no hago la reserva con tiempo, con la de cosas que él tiene que hacer…
– Si Spitaleri no puede, búsquese a otro.
Regresó Palladino.
– Ya podemos irnos.
– No puedo buscarme a otro -dijo Callara.
– ¿Cómo que no puede?
– Hay un compromiso por escrito que yo desconocía. Lo he visto entre los papeles que recibí esta mañana desde Alemania.
– A ver si lo entiendo.
– Es un compromiso en regla -aseguró Palladino-. Callara me lo ha enseñado.
– ¿En qué consiste?
Esta vez habló Callara.
– En él se dice que el señor Angelo Speciale se compromete formalmente a encargar las obras de retirada de la tierra y restauración de las paredes del apartamento ilegal a la empresa del aparejador Spitaleri en cuanto se formalice la solicitud de regularización. Y se compromete también a no recurrir a otras empresas en caso de que Spitaleri esté ocupado en ese momento con otras obras y a esperar a que esté disponible.
– Un contrato privado.
– Sí, pero completamente legal y con firma por duplicado. Y si alguien no lo cumpliera, sobre todo tratándose de un personaje como Spitaleri, comprenderá que podría haber graves problemas -señaló Palladino.
– Disculpe, aparejador, pero ¿le ha ocurrido otras veces?
– Es la primera vez; jamás había visto un pacto escrito con tanta antelación. Y no consigo entenderlo, pues, para alguien como Spitaleri, ¿qué importancia puede tener una obra como ésta, una cosa de cuatro perras?
– Seguro que fue Speciale quien quiso firmar ese contrato -dijo Callara-. Sabía que podía fiarse de Spitaleri y que, de esta manera, no sería necesario que él estuviera presente en el momento de comenzar las obras.
– ¿Se ha fijado en la fecha del contrato?
– Sí, veintisiete de octubre del noventa y nueve. La víspera de la partida de Angelo Speciale a Alemania.
– Señor Callara, me encargaré de que se retiren los precintos lo antes posible.
De momento, fue a colocarlos otra vez en su sitio. Después subió al coche y se fue. Pero frenó unos metros más allá.
La puerta y las dos ventanas de la casa de Adriana estaban abiertas. ¿Sería posible que la joven hubiera ido allí en busca de un poco de paz después del sufrimiento del entierro? Tenía un corazón de asno y otro de león. ¿Ir a reunirse con ella o seguir su camino?
Después vio a una anciana, sin duda una criada, que cerraba las dos ventanas. Esperó un poco. La mujer apareció en la puerta y cerró con llave.
Montalbano se puso nuevamente en marcha y regresó a la comisaría, en parte decepcionado y en parte contento.
– Esta mañana he ido al entierro -dijo Fazio.
– ¿Había gente?
– Dottore de mi alma, había mucha y con la emoción a flor de piel. Mujeres que se desmayaban, mujeres que lloraban, las antiguas compañeras del colegio con flores blancas… En resumen, el numerito de siempre. Tanto es así que cuando el féretro salió de la iglesia, todo el mundo se puso a aplaudir. ¿Podría usted explicarme por qué aplauden a los muertos?
– Quizá porque han hecho bien en morirse.
– Pero, dottore , ¿está de guasa?
– No. ¿Cuándo aplaude la gente? Cuando algo le ha gustado. Siguiendo la misma lógica, tendría que significar: me encanta que finalmente hayas dejado de tocar los cojones. ¿Quién había de la familia?
– El padre, al que sostenían un hombre y una mujer que debían de ser parientes suyos. La señorita Adriana no estaba, seguro que se quedó en casa para atender a su madre.
– Tengo que decirte una cosa que no te gustará.
Y le habló de su reunión con Lozupone. Al término de su relato, Fazio no se mostró sorprendido.
– ¿No dices nada?
– ¿Qué quiere que le diga, dottore ? Me lo esperaba. De la manera que sea, Spitaleri saldrá bien librado ahora y siempre e in sécula seculorum.
– Amén. Hablando de Spitaleri, tendrías que hacerme un favor: llámalo, que a mí no me apetece nada hablar con él.
– ¿Qué tengo que preguntarle?
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