Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– Si cuando se fue a Bangkok el doce de octubre, recuerda qué día regresó.

– Voy ahora mismo.

Regresó al cabo de unos diez minutos.

– Lo he buscado en el móvil, pero lo tenía apagado. Luego lo he llamado al despacho y no estaba. Pero entonces la secretaria ha consultado una agenda antigua y me ha dicho que Spitaleri regresó el veintiséis por la tarde. También me ha dicho que recordaba muy bien aquel día.

– ¿Te ha dicho por qué?

Dottore de mi alma, ésa es tan charlatana que, como no le pares los pies, es capaz de pasarse todo un día hablando. Me ha dicho que el veintiséis de octubre es su cumpleaños y que aquél en concreto pensaba que su jefe se habría olvidado, pero, en cambio, Spitaleri no sólo le regaló la orquídea que la Thai, la línea aérea, entrega a todos los pasajeros, sino también una caja de bombones. Y eso es todo. ¿Por qué quería saberlo?

– Verás, es que hoy he ido a darme un chapuzón a Pizzo. Al salir del chalet… -Y le contó la historia-. Lo cual significa -terminó- que al día siguiente de su regreso, quizá porque sabía que Angelo Speciale estaba a punto de volver a Alemania, Spitaleri hizo ese contrato privado.

– Yo no le veo nada de extraño -dijo Fazio-. Y seguro que el que exigió el contrato fue Speciale, tal como dice Callara. A esas alturas, el hombre confiaba en Spitaleri.

Pero Montalbano no parecía muy convencido.

– Hay algo que no me cuadra.

Sonó el teléfono. Era Catarella, muerto de miedo.

– ¡Virgen santa, Virgen santa, Virgen santa!

– ¿Qué ocurre, Catarè?

– ¡Virgen santa, Virgen Santa, Virgen Santa! ¡Está il siñor jefe supirior al tilífono!

– ¿Y bien?

– ¡Loco parece, dottori !

– Pásamelo y vete a tomar un coñacito que te cure el susto.

Pulsó la tecla de altavoz e hizo señas a Fazio de que prestara atención.

– Buenos días, señor jefe superior.

– ¡Buenos días un cuerno!

Que Montalbano recordara, jamás había oído pronunciar una palabrota a Bonetti-Alderighi. Por consiguiente, el asunto tenía que ser muy grave.

– Señor jefe superior, no comprendo por qué…

– ¡El cuestionario!

Montalbano lanzó un suspiro de alivio. ¿Sólo eso? Esbozó una sonrisita.

– Pero, señor jefe superior, el cuestionario en cuestión ya no es una cuestión. -¡Ah, qué bonito era seguir de vez en cuando las enseñanzas del gran maestro Catarella!

– Pero ¿qué dice?

– ¡Ya me encargué de enviárselo!

– ¡Vaya si se encargó! ¡Se encargó y de qué manera!

Pues entonces, ¿por qué le tocaba los cojones? ¿Por qué le comía la oreja? Tradujo las preguntas:

– Pues entonces, ¿dónde está la cuestión?

– Montalbano, ¿usted se ha propuesto atacarme los nervios por narices?

Por culpa de aquel «por narices» el comisario abandonó de repente el tono jovial y pasó al contraataque.

– Pero ¿qué coño está diciendo? ¡Usted delira!

El jefe superior hizo un esfuerzo por calmarse.

– Oiga, Montalbano, yo soy muy bueno y amable, pero si usted quiere darme por culo, sepa que…

¡Encima «bueno y amable»! ¿Es que quería dejarlo ciego de rabia?

– Dígame qué he hecho y no me amenace.

– ¿Qué ha hecho? Ha vuelto a enviarme el cuestionario del año pasado, ¡eso es lo que ha hecho!

– ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!

Pero el jefe superior estaba demasiado fuera de sí y ni siquiera lo oyó.

– Le doy dos horas, Montalbano. Busque el nuevo cuestionario, responda a las preguntas y envíemelo por fax dentro de dos horas. ¿Ha entendido? ¡Dos horas!

Colgó.

Montalbano contempló con desconsuelo el mar de papeles que tendría que volver a atravesar.

– Fazio, ¿me haces un favor?

– A sus órdenes, dottore.

– ¿Me pegas un tiro?

Tardaron tres horas en total, dos para encontrar el cuestionario y una para cumplimentarlo. En determinado momento se dieron cuenta de que era exactamente igual al del año anterior, las mismas preguntas en el mismo orden, sólo cambiaba la fecha del encabezamiento. No hicieron ningún comentario, a esas alturas ya no les quedaban fuerzas para decir lo que pensaban de la burocracia.

– ¡Catarella!

– Aquí estoy.

– Envía este fax enseguida y dile al siñor jefe supirior que se lo meta donde ya sabe.

Catarella palideció.

– No mi atrevo, dottori.

– Es una orden, Catarè.

Dottori , si usía dice que es una orden…

Dio media vuelta resignado, dispuesto a retirarse. ¿Sería capaz de hacerlo?

– No; mira, envía el fax sin decirle nada.

Pero ¿cuántas toneladas de polvo hay entre los papeles de un despacho? En Marinella se pasó media hora debajo de la ducha y se cambió la ropa, que apestaba a sudor.

Se estaba dirigiendo en calzoncillos al frigorífico para ver qué le había preparado Adelina cuando sonó el teléfono.

Era Adriana. Ni siquiera saludó, ni siquiera le preguntó cómo estaba, fue directamente al grano de lo que le interesaba.

– No podré ir a tu casa esta noche. Mi amiga la enfermera no ha podido librarse de sus obligaciones. Vendrá a casa mañana por la mañana. Pero tú por la mañana trabajas, ¿verdad?

– Sí.

– Tengo ganas de verte.

«Calla, Montalbano, calla. Córtate la lengua, Salvo, pero no digas ese "yo también a ti" que ya se te estaba escapando.»

Las palabras de la joven, pronunciadas casi en un susurro, le sacaron una ligera capa de sudor.

– Es que tengo muchas ganas de verte -remarcó ella.

La capa de sudor empezó a evaporarse y convertirse en un tenue vapor acuoso porque, a pesar de que ya eran las nueve de la noche, todavía hacía un calor que tumbaba.

– ¿Sabes una cosa? -preguntó Adriana, cambiando de tono.

– Dime.

– ¿Recuerdas que mis tíos tenían que regresar a Milán a primera hora de esta tarde?

– Sí. -No podrían acusarlo de malgastar las palabras.

– Bueno, pues salieron de aquí, pero al llegar al aeropuerto se enteraron de que su vuelo se había cancelado como muchos otros por culpa de una huelga inesperada.

– ¿Y qué hicieron?

– Se fueron en tren, los pobres. Con el calor que hace, ¡imagínate el viajecito que les espera! Dime qué estabas haciendo.

– ¿Quién, yo? -preguntó, sorprendido por aquel repentino cambio de tema.

– ¿El comisario dottor Salvo Montalbano es tan amable de decir qué estaba haciendo en el momento de recibir una llamada de la estudiante Adriana Morreale?

– Iba a abrir el frigorífico para sacar algo de cenar.

– ¿Dónde pones la mesa, en la cocina, como acostumbran los que comen solos?

– No me gusta comer en la cocina.

– ¿Pues dónde te gusta?

– En la galería.

– ¿Tienes una galería? ¡Dios mío, qué maravilla! Hazme un favor, pon la mesa para dos.

– ¿Por qué?

– Porque yo también quiero estar ahí.

– ¡Pero si me has dicho que no podías venir!

– Espiritualmente, bobo. Quiero que tomes un bocado de mi plato y que yo tome uno del tuyo.

A Montalbano empezó a darle vueltas la cabeza.

– De… de acuerdo.

– Adiós. Buenas noches. Te llamo mañana. Te quiero.

– Y yo ta…

– ¿Qué has dicho?

– Idiota. He dicho idiota. A una mosca muy pesada que se me pasea por la nariz. -Salvado por los pelos.

– Ah, oye. Se me ha ocurrido una idea. ¿Por qué no me convocas mañana por la mañana en comisaría y me haces un interrogatorio en privado tal como querría hacérmelo Tommaseo?

Y colgó entre risas.

¡Qué frigorífico ni qué pamplinas! ¡Qué comida! Lo que tenía que hacer de inmediato era arrojarse al mar y darse un prolongado chapuzón que le enfriara la cabeza y le bajara la temperatura de la sangre, que en esos momentos debía de estar a punto de ebullición. Pero ¿es que Adriana también estaba contribuyendo a aumentar la intensidad de los ardores de agosto?

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