Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– Voy ahora mismo.

– Un momento -dijo Carlo Mistretta-, he de coger unos medicamentos para Salvatore, está trastornado.

Se retiró. Habían llamado antes de lo previsto. ¿Por qué? ¿Quizá les había fallado algo y ya no disponían de tiempo? ¿O era una simple táctica para crear confusión? El médico regresó con un maletín.

– Yo iré delante. Sígame. Tomaremos un atajo.

9

Llegaron al chalet de Salvatore en menos de media hora. Les abrió la verja un agente de Montelusa que no conocía al comisario. Dejó pasar al médico e impidió el paso del vehículo de Montalbano.

– ¿Quién es usted?

– ¡Lo que daría yo por saberlo! Digamos que, convencionalmente, soy el comisario Montalbano.

El agente lo miró extrañado, pero le permitió entrar. En el salón sólo se encontraban Minutolo y Fazio.

– ¿Dónde está mi hermano? -preguntó el médico.

– Arriba -contestó Minutolo-. Cuando oyó el mensaje estuvo a punto de desmayarse, y la enfermera lo convenció de que se tumbara un rato.

– Voy a verlo.

Y se retiró con su maletín. Entretanto, Fazio había preparado los aparatos junto al teléfono.

– Puede que éste también sea un mensaje grabado -advirtió Minutolo-. Y esta vez van al grano. Escucha.

Prestad atención. Susanna se encuentra bien de salud, pero está desesperada por volver junto a su madre. Preparad seis mil millones. Repito, seis mil millones. Los Mistretta saben dónde hallarlos. Hasta pronto.

La misma voz masculina falseada de la primera vez.

– ¿Han conseguido localizar de dónde llamaban? -preguntó Montalbano.

– ¡Qué preguntas haces! -replicó Minutolo.

– Esta vez no se oye a Susanna.

– Pues no.

– Y hablan de miles de millones.

– ¿Y de qué quieres que hablen? -preguntó irónicamente Minutolo.

– De euros.

– ¿Acaso no es lo mismo?

– No, no lo es. A no ser que tú seas como esos comerciantes para quienes mil liras equivalen a un euro.

– Explícate.

– No es nada, una simple impresión.

– Cuéntamela.

– La cabeza del que envía el mensaje funciona a la antigua, le resulta más natural contar en liras que en euros. No ha dicho tres millones de euros, sino seis mil millones. En resumen, eso para mí significa que el que llama tiene cierta edad.

– O que quiere confundirnos, como ha hecho al dejar el casco en un sitio y la mochila en otro.

– ¿Puedo salir un momento? Necesito un poco de aire. Vuelvo dentro de cinco minutos. Total, si llama alguien, ya están ustedes -dijo Fazio. No es que lo necesitara realmente, pero no le parecía bien permanecer allí escuchando la conversación de sus jefes.

– Ve, ve -dijeron a un tiempo Minutolo y Montalbano.

– Sin embargo, hay una importante novedad en esta llamada -dijo Minutolo, reanudando su reflexión.

– Sí. El secuestrador está convencido de que los Mistretta saben dónde buscar los seis mil millones.

– Mientras que nosotros no tenemos la más mínima idea.

– Pero podríamos tenerla.

– ¿Cómo?

– Poniéndonos del lado de los raptores.

– ¿Estás de guasa?

– En absoluto. Nosotros también podríamos obligar a los Mistretta a dar los pasos necesarios en la dirección apropiada para obtener la suma del rescate. Y esos pasos podrían aclararnos muchas cosas.

– No te entiendo.

– Resumo. Esos tipos sabían desde el principio que los Mistretta no podían pagar y sin embargo secuestraron a la chica. ¿Por qué? Porque sabían que los Mistretta, en caso necesario, tenían la posibilidad de conseguir el dinero. ¿Bien hasta aquí?

– Bien.

– Pero no eran los únicos que lo sabían.

– ¿No?

– No.

– Y tú ¿cómo lo sabes?

– Fazio me ha informado de dos extrañas llamadas. Dile que te lo cuente.

– ¿Y por qué no me ha dicho nada?

– Se le habrá olvidado -mintió Montalbano.

– En resumen, ¿qué se supone que debería hacer yo ahora?

– ¿Has informado al juez de esta llamada?

– Todavía no, pero lo haré ahora mismo. -Hizo ademán de descolgar el auricular.

– Espera. Deberías sugerirle que, ahora que los secuestradores han formulado una petición concreta, sería conveniente bloquear los bienes del señor Mistretta y su mujer. E informar de todo ello a la prensa.

– ¿Y qué sacamos con eso? Los Mistretta no tienen una lira, lo sabe todo el mundo. Sería algo puramente formal.

– Sería formal si quedara entre tú, yo, el juez y los Mistretta. Tal vez eso del poder de la opinión pública sea una chorrada, pero hay quienes aseguran que tiene importancia. Y la opinión pública empezará a preguntarse si es cierto que los Mistretta saben dónde encontrar el dinero y, en ese caso, por qué no hacen nada por conseguirlo. Quizá los propios secuestradores puedan decir qué es lo que deben hacer los Mistretta. Y algo acabaría por salir a la luz. Porque a primera vista, amigo mío, esto no me parece un simple secuestro.

– Entonces ¿qué es?

– No lo sé. Me recuerda una partida de billar, cuando el jugador busca el apoyo de las bandas para lograr la carambola.

– ¿Sabes qué te digo? En cuanto se recupere un poco el padre de Susanna, empezaré a apretarle las tuercas.

– Hazlo si quieres. Pero ten en cuenta una cosa: aunque dentro de cinco minutos sepamos la verdad, el juez debe actuar como hemos establecido. Yo, con tu permiso, hablaré con el médico en cuanto baje. Me encontraba con él en su casa cuando Fazio lo ha llamado, y estaba contándome unas cosas muy interesantes.

En ese momento entró en el salón Carlo Mistretta.

– ¿Es verdad que han pedido seis mil millones?

– Sí -contestó Minutolo.

– ¡Pobre sobrina mía! -exclamó.

– Venga a respirar un poco de aire fresco -lo invitó Montalbano.

El hombre lo siguió como un sonámbulo hasta un banco del jardín y Fazio se apresuró a regresar al salón. Montalbano estaba a punto de abrir la boca cuando, una vez más, el médico se le adelantó.

– Esta llamada viene al caso de lo que le contaba en mi casa.

– Estoy convencido -dijo el comisario-. Por consiguiente convendría, si usted se siente con ánimos…

– ¿Dónde nos habíamos quedado?

– Cuando su hermano y su mujer se trasladan a Uruguay.

– Ah, sí. Al cabo de un año Giulia le escribió una larga carta a Antonio para proponerle que se reuniera con ellos. El país estaba en pleno desarrollo económico y había muy buenas perspectivas de trabajo. Salvatore se había granjeado el aprecio de personas importantes y podía echarle una mano… He olvidado decirle que Antonio se había licenciado en Ingeniería Civil, ya sabe, puentes, viaductos, carreteras… Bien, aceptó y emprendió el viaje. En los primeros tiempos mi cuñada lo ayudó sin escatimar esfuerzos. Él estuvo cinco años en Montevideo. Se habían comprado dos apartamentos en la misma finca para estar juntos, entre otras cosas porque Salvatore, por motivos de trabajo, se ausentaba largas temporadas y se sentía más tranquilo sabiendo que no dejaba sola a la recién casada. Resumiendo, en aquellos cinco años Antonio amasó una fortuna. No tanto como ingeniero, como después me explicó Salvatore, cuanto por su habilidad para manejarse entre las zonas francas que tanto abundaban por allí… una manera más o menos legal de evadir y hacer que otros evadieran impuestos.

– ¿Por qué lo dejó?

– Decía que echaba de menos Sicilia. Que ya no aguantaba más. Y que, con todo lo que había ganado, ya podía establecerse por su cuenta. Pero mi hermano sospechó, no entonces sino más tarde, que hubo un motivo más serio.

– ¿A saber?

– Que había dado un paso en falso y temía por su vida. En los dos meses anteriores a su partida estaba de un humor terrible, pero Giulia y Salvatore lo atribuían a la inminente separación. Formaban una familia. Y de hecho, Giulia lo pasó muy mal con la marcha de su hermano. Hasta el extremo de que Salvatore aceptó una oferta de trabajo en Brasil sólo para que ella pudiera vivir en un ambiente distinto.

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