Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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¡Ah, qué amable y delicado era el señor jefe superior! ¡Alguien más joven! Pero ¿qué se creía? ¿Que era todavía un bebé con pañales y biberón?

– ¡Gallo! -Montalbano pronunció el nombre con toda la rabia que le hervía dentro.

Gallo se presentó como una exhalación.

– ¿Qué ocurre, dottore?

– Averigua dónde está el dottor Augello. Parece que se ha hecho daño. Tenemos que ir enseguida a relevarlo.

Gallo palideció.

– ¡Virgen santa! -dijo.

¿Por qué se preocupaba tanto por Mimi Augello? El comisario trató de consolarlo.

– Bueno, no creo que se trate de nada grave. Habrá resbalado y…

– Dottore, lo decía por mí.

– ¿Qué te pasa?

– Dottore, debo de haber comido algo que me ha sentado mal… y he de ir constantemente al retrete.

– Eso quiere decir que tendrás que aguantarte.

Gallo salió farfullando en voz baja y regresó a los pocos minutos.

– El dottor Augello y su equipo se encuentran en el término de Cancello, junto a la carretera de Gallotta. A tres cuartos de hora de aquí.

– Vamos allá. Coge el vehículo de servicio.

Llevaban más de media hora circulando por la carretera provincial, cuando Gallo se giró hacia el comisario y dijo:

– Dottore, ya no aguanto más.

– ¿Cuánto falta para llegar?

– Tres kilómetros escasos, pero es que…

– Bueno, para en cuanto puedas.

A mano derecha arrancaba una especie de vereda marcada por un árbol en cuyo tronco había una tabla con una inscripción en letras rojas: HUEVOS FRESCOS. Los campos estaban baldíos. Eran puros bosques de matojos.

Gallo se adentró en la vereda a toda prisa y se ocultó tras una mata de tabaco. Montalbano bajó del coche y encendió un cigarrillo. A unos treinta metros de distancia había un dado blanco, una casita rural con una pequeña explanada delante. Era allí donde vendían los huevos frescos. Se acercó a la cuneta y se llevó la mano a la bragueta, pero la cremallera se enganchó con la camisa y se negó a seguir abriéndose. Montalbano inclinó la cabeza para ver qué ocurría y en ese momento un reflejo le alcanzó en los ojos. En cuanto terminó su necesidad, el fenómeno volvió a presentarse y la escena se repitió: él inclinó la cabeza y sintió de nuevo el reflejo en los ojos. Entonces miró hacia el lugar del que procedía el destello y, oculta tras un matorral, vio una forma redondeada y comprendió de inmediato de qué se trataba. Era un casco de motorista. Pequeño, para una cabeza de mujer. Debía de llevar allí muy poco tiempo, pues sólo tenía una ligera capa de polvo. Estaba nuevo y sin abolladuras. Sacó el pañuelo del bolsillo, se cubrió con él la palma de la mano derecha y los dedos, cogió el casco y le dio la vuelta. Se veía muy limpio, no había manchas de sangre. Sobre el negro del acolchado destacaban dos o tres largos cabellos rubios que habían quedado atrapados en el interior. Tuvo la certeza, como si el propietario hubiera estampado en él su firma, de que aquél era el casco de Susanna.

– Dottore, ¿dónde está?

Era la voz de Gallo. Montalbano dejó el casco donde lo había encontrado y se incorporó.

– Ven aquí.

Gallo se acercó con curiosidad y el comisario le señaló el hallazgo:

– Creo que es el de la chica.

– Joder, vaya chiripa que tiene! -exclamó sin poder contenerse.

– ¡Y un cuerno! -replicó el comisario, sacando su orgullo de investigador.

– Pero si el casco está aquí, ¡significa que tienen a la chica por los alrededores!

– Eso es lo que quieren que creamos. Es una pista falsa.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Ponte en contacto con el equipo de Augello y diles que envíen enseguida a un agente para vigilar. Y tú no te muevas de aquí hasta que llegue, no sea que alguien coja el casco. Ah, y aparta el coche de ahí. Está obstaculizando el paso.

– ¿Y quién cree que va a pasar por aquí?

Montalbano no contestó y emprendió la marcha.

– ¿Adonde va?

– A ver si de verdad tienen huevos frescos.

Mientras se acercaba a la casita, oía cada vez más fuerte el cacareo de unas gallinas que, sin embargo, no se veían, pues el corral debía de estar en la parte de atrás. Al llegar a la explanada vio salir por la puerta de la casa a una mujer de unos treinta años, alta, de cabello oscuro, tez clara y cuerpo sensacional, vestida de punta en blanco y con zapatos de tacón. Montalbano pensó que era una señora que había ido a comprar huevos, pero ella le preguntó sonriendo:

– ¿Por qué ha dejado el coche tan lejos? Podía haberlo traído hasta aquí.

El comisario hizo un gesto vago con la mano.

– Pase -dijo la mujer, precediéndolo.

Un tabique dividía la casa en dos espacios. En el primero, que parecía el comedor, había una mesa sobre la que descansaban cuatro cestitas con huevos frescos, dos sillas con asiento de paja, un aparador sobre el que estaba el teléfono, una nevera y una cocina de gas. En el rincón del fondo, una cortina de plástico ocultaba un pequeño cubículo. Lo único que desentonaba allí era un catre arrimado a la pared que hacía las veces de sofá. Todo resplandecía de limpieza. La mujer miraba a Montalbano sin decir nada, hasta que al final se decidió a preguntar con una sonrisa que él no supo interpretar:

– ¿Quiere huevos o…?

¿Qué significaba aquel «o»? Lo único que podía hacer era probar a ver qué ocurría.

– O -contestó.

La mujer fue a la habitación de atrás, echó un rápido vistazo desde el umbral y entró. El comisario pensó que en aquel cuarto, evidentemente el dormitorio, debía de haber alguien, tal vez un chiquillo dormido. A continuación, la vio sentarse en el catre y quitarse los zapatos. Empezó a desabrocharse la blusa.

– Cierra la puerta de la entrada. Si quieres lavarte, detrás de la cortina hay de todo -le dijo.

Ahora el comisario ya sabía el significado de aquel «o». Levantó el brazo.

– Ya vale.

8

La mujer lo miró perpleja.

– Soy el comisario Montalbano.

– ¡Virgen bendita! -dijo ella, ruborizándose y levantándose como impulsada por un resorte.

– No te asustes. ¿Tienes autorización para vender huevos?

– Sí, señor. Ahora mismo voy a buscarla.

– No, no necesito verla, pero unos compañeros míos seguramente te la pedirán.

– ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

– Primero contéstame tú a mí. ¿Vives sola aquí?

– No, señor, con mi marido.

– ¿Dónde está ahora?

– Drabbanna.

¿Allí? ¿En la otra habitación? Montalbano puso unos ojos como platos. ¡Pero cómo! ¿El marido estaba allí tan tranquilo mientras su mujer follaba con el primero que pasaba?

– Llámalo.

– No puede venir.

– ¿Por qué?

– Unn’avi gammi. -«No tiene piernas»-. Tuvieron que cortárselas después de la desgracia -explicó. -¿Qué desgracia? -Estaba trabajando en el campo y el tractor volcó.

– ¿Cuándo ocurrió eso?

– Hace tres años. Llevábamos dos casados.

– Déjame verlo.

La mujer fue a abrir la puerta y se apartó. Nada más entrar, la nariz del comisario se vio asaltada por una vaharada de olor a medicamentos. Tumbado en una cama de matrimonio había un hombre medio adormilado que respiraba con dificultad. En un rincón se apretujaban un televisor y una butaca. El tocador estaba literalmente cubierto de medicinas y jeringas.

– También tuvieron que cortarle la mano izquierda -dijo ella en voz baja-. Día y noche sufre unos dolores terribles.

– ¿Por qué no lo llevas al hospital?

– Lo cuido mejor yo. Pero las medicinas son muy caras, y no quiero que le falten. Por eso recibo hombres. El dutturi Mistretta me dijo que le pusiera una inyección cuando no pudiese aguantar el dolor. Hace una hora lloraba como una magdalena, me pedía que lo matara, quería morir. Y le he puesto la inyección.

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