Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– Me refiero a que si Giulia no estuviera tan enferma, no habría vacilado ni un instante en pedir ayuda a Antonio, teniendo en cuenta el peligro que corre la vida de Susanna.

– ¿Y usted cree que su hermano no lo hará?

– Salvatore es un hombre muy orgulloso.

La misma palabra utilizada por el ex administrativo de la Peruzzo.

– ¿Usted piensa que no cedería en ningún caso?

– Bueno, tanto como en ningún caso… Puede que bajo una fuerte presión…

– ¿Como, por ejemplo, recibir por carta una oreja de su hija?

Una frase pronunciada a propósito. La forma en que Mistretta le había contado todo aquel asunto lo había puesto de los nervios; parecía que él no tuviera nada que ver con la historia, a pesar de haber perdido doscientos cincuenta millones. Sólo se alteraba cuando se mencionaba el nombre de Susanna. Esa vez, sin embargo, el médico experimentó tal sobresalto que Montalbano lo percibió a través de la ligera sacudida del banco en que estaban sentados.

– ¿A tanto pueden llegar?

– Y a mucho más si quieren.

Había conseguido conmoverlo. A la mortecina luz que procedía de las dos ventanas del salón, lo vio introducir una mano en el bolsillo, sacar un pañuelo y pasárselo por la frente. Había que cruzar el umbral del hueco que se había abierto en la armadura de Carlo Mistretta.

– Doctor, le hablo con toda claridad. Hasta el momento no tenemos la más remota idea de quiénes son los secuestradores ni del lugar donde mantienen cautiva a Susanna. Ni siquiera una idea aproximada, aunque hayamos encontrado el casco y la mochila de su sobrina. ¿Estaba usted al corriente de esos hallazgos?

– No.

Y se produjo un silencio. Porque Montalbano esperaba una pregunta por parte del médico. Una pregunta natural que cualquier persona habría formulado. Pero el médico no abrió la boca, y el comisario decidió seguir adelante.

– Si su hermano no toma ninguna iniciativa, es posible que los captores interpreten su actitud como una voluntad declarada de no colaborar.

– ¿Y qué se puede hacer?

– Trate de convencerlo de que dé un paso hacia Antonio.

– Eso va a ser muy duro.

– Dígale que, en caso contrario, se verá obligado a darlo usted. ¿O es que a usted también le cuesta?

– Pues sí, a mí también me cuesta, ¿sabe? Aunque no tanto como a Salvatore, por supuesto. -Se levantó muy tenso-. ¿Entramos?

– Prefiero quedarme a tomar un poco más el aire.

– Bien, entonces me voy. Pasaré a ver cómo se encuentra Giulia y después, si Salvatore está despierto, aunque lo dudo, le diré lo que hemos hablado. En caso contrario, lo haré mañana por la mañana. Buenas noches.

Montalbano no había tenido tiempo de fumarse un cigarrillo cuando vio la silueta del médico salir del salón, subir al todo terreno y alejarse.

Estaba claro que no había encontrado a Salvatore despierto y no había conseguido intercambiar palabra con él.

Entonces él también se levantó y entró en la casa. Fazio estaba leyendo un periódico, Minutolo tenía la cabeza inclinada sobre una novela y el agente hojeaba una revista de viajes.

– Lamento interrumpir la tranquilidad de este círculo de lectura -dijo Montalbano. Y dirigiéndose a Minutolo, añadió-: Tengo que hablar contigo.

Ambos se retiraron a un rincón del salón y el comisario le reveló todo lo que había averiguado a través del médico.

Consultó el reloj mientras regresaba en su automóvil a Marinella. ¡Virgen santa, qué tarde era! Seguramente Livia ya se habría acostado. Mejor así; de lo contrario, seguro que se armaba la clásica discusión. Abrió muy despacio la puerta. Todas las luces se encontraban apagadas, excepto la lámpara exterior de la galería. Livia estaba allí, sentada en el banco. Llevaba un jersey grueso y tenía delante un vaso de vino.

Montalbano se inclinó para besarla.

– Perdóname.

Ella le devolvió el beso. El comisario se puso a cantar por dentro; no habría discusión. Pero le pareció que Livia estaba triste.

– ¿Te has quedado en casa esperándome?

– No. Me ha llamado Beba para decirme que Mimi estaba en el hospital, y he ido a verlo.

10

Una súbita punzada de celos. Absurda, sin duda, pero no podía evitarlo. ¿Sería posible que Livia estuviera triste porque Mimi se encontraba en el hospital?

– ¿Cómo está?

– Tiene dos costillas rotas. Mañana le dan el alta. Se restablecerá en casa.

– ¿Has cenado?

– Sí, no he podido esperarte -dijo levantándose.

– ¿Adonde vas?

– A calentarte…

– No, deja. Cogeré algo de la nevera.

Regresó con un plato de aceitunas, higos secos y queso picante de Ragusa en una mano, y en la otra un vaso y una botella de vino. El pan lo llevaba bajo el brazo. Se sentó. Livia estaba contemplando el mar.

– No hago más que pensar en la chica secuestrada -dijo sin volverse-. Y no consigo quitarme de la cabeza una cosa que me dijiste la primera vez que hablamos del tema.

En cierto sentido Montalbano se tranquilizó. Livia no estaba triste por Mimi sino por Susanna.

– ¿Qué te dije?

– Que la tarde en que fue secuestrada, la chica había ido al apartamento de su novio para hacer el amor.

– ¿Y qué?

– Me contaste que siempre era el chico el que le pedía que fuera, pero esa vez fue ella quien tomó la iniciativa.

– ¿Y eso qué significa en tu opinión?

– Que tal vez tuvo como un presentimiento de lo que iba a ocurrir.

Montalbano prefirió no contestar, pues no creía en los presentimientos ni en los sueños premonitorios ni en nada por el estilo.

Tras una breve pausa, Livia preguntó:

– ¿En qué punto estáis?

– Hasta hace un par de horas andaba sin brújula ni sextante.

– ¿Y ahora los tienes?

– Eso creo.

Y empezó a contarle lo que había averiguado. Al final del relato, Livia lo miró perpleja.

– No comprendo qué conclusiones puedes extraer de esa historia.

– Ninguna, Livia. Pero hay muchos puntos de partida que antes no tenía.

– ¿Cuáles?

– Por ejemplo, y de eso estoy convencido, que no querían secuestrar a la hija de Salvatore Mistretta, sino a la sobrina de Antonio Peruzzo. El que tiene el dinero es él. Y no está demostrado que se haya realizado sólo por el dinero del rescate; también puede ser por venganza. Cuando Peruzzo quebró, debió de poner en apuros a mucha gente. Y la estrategia que están utilizando los secuestradores es la de atraerlo poco a poco para no mostrar desde el principio que querían llegar hasta él. El que lo ha organizado todo sabe lo que ocurrió entre Antonio y su hermana, sabe que Antonio tenía ciertas obligaciones con los Mistretta, sabe que Antonio, como padrino de Susanna…

De repente se detuvo; habría querido morderse la lengua. Livia lo miró dulcemente, parecía un ángel.

– ¿Por qué no continúas? ¿Acabas de recordar que tú también has aceptado ser el padrino del hijo de un delincuente y que tendrás que asumir unas obligaciones bastante duras?

– Por favor, ¿quieres dejar ese asunto?

– No; quiero que sigamos.

Siguieron, discutieron, hicieron las paces y se fueron a dormir.

A las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos el resorte del tiempo se disparó. Pero esta vez el «clac» sonó lejano y lo despertó sólo a medias.

Fue como si el comisario hubiera hablado con las ciàule. En Vigàta y los alrededores existe la creencia de que las urracas, aves muy parlanchinas, comunican a quien sabe entenderlas las últimas novedades de lo que les ocurre a los hombres, pues ellas, desde las alturas, tienen una visión privilegiada del conjunto. El caso es que a las diez de la mañana, mientras Montalbano se encontraba en su despacho, estalló literalmente la bomba. Lo llamó Minutolo. -¿Sabes algo de TeleVigàta?

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