Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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Ya desde las primeras palabras que pronunció el geólogo, Montalbano se quedó asombrado. Hay personas que, delante de una cámara de televisión, se pierden, balbucean, bizquean, sudan, dicen chorradas -él mismo pertenecía a esa categoría-; otras, en cambio, se muestran muy naturales, y hablan y gesticulan como de costumbre. Y finalmente existe una tercera clase de elegidos que, ante las cámaras, adquieren lucidez y claridad. Pues bien, el geólogo pertenecía a esta última. Pocas palabras, nítidas y precisas. Mistretta dijo que quienes habían raptado a su hija habían cometido un error, pues él no estaba en condiciones de reunir ninguna cantidad que le exigieran por la liberación de su hija. Que los secuestradores se informaran mejor. Por eso lo único que podían hacer era dejar en libertad a Susanna de inmediato. Si, por el contrario, querían otra cosa, que lo dijeran, y él haría lo imposible por satisfacerlos. Eso era todo. La voz sonaba firme y los ojos estaban secos. Se lo veía inquieto, pero no asustado. Con aquella declaración, el geólogo se ganó el aprecio y la consideración de quienes lo escucharon.

– Ese señor es un verdadero hombre -afirmó Livia.

Apareció de nuevo el locutor y anunció que daría las noticias restantes después del comentario acerca de lo que, sin duda, era el hecho más destacado de la jornada. A continuación inundó la pantalla la cara de culo de gallina del comentarista estrella de la emisora, Pippo Ragonese, quien comenzó diciendo que era de todos conocida la escasez de medios del geólogo Mistretta, cuya esposa -ahora gravemente enferma y a quien enviaba sus mejores deseos- había sido muy rica en otros tiempos, pero que lo había perdido todo en un revés de la fortuna. Por tanto, como acababa de declarar el pobre padre, si el móvil del secuestro era el dinero -y él prefería no sospechar otra cosa peor-, constituía una trágica equivocación. Porque ¿quién ignoraba que la familia del geólogo Mistretta pasaba estrecheces económicas? Sólo los extranjeros, los extra-comunitarios mal informados. Además, era evidente que desde el inicio de aquella invasión de inmigrantes ilegales, la criminalidad había aumentado, poniendo en peligro la seguridad ciudadana. ¿Qué esperaban los responsables locales del Gobierno para aplicar una ley que ya existía? Sin embargo, él encontraba un motivo de consuelo en todo aquel asunto del secuestro: la investigación había sido encomendada al eficiente Filippo Minutolo, de la Jefatura Superior de Montelusa, y no al comisario Montalbano, más conocido por sus discutibles genialidades y opiniones poco ortodoxas -a menudo decididamente subversivas- que por su capacidad para resolver casos. Y una vez dicho esto, buenas noches a todos.

– ¡Cabrón! -bufó Livia, apagando el televisor.

Montalbano prefirió no abrir la boca. A esas alturas, lo que decía Ragonese de él ya no le causaba ni frío ni calor. Sonó el teléfono. Era Gallo.

– Dottore, acabo de volver ahora mismo. Sólo en una casa no me abrieron, pero parece deshabitada desde hace tiempo. En el resto, la respuesta ha sido la misma: no conocen a Susanna y anoche no vieron pasar a ninguna chica en ciclomotor. Pero una señora me dijo que el que nadie haya visto a la chica no significa necesariamente que no pasara por allí.

– No entiendo a qué viene ese comentario.

– Dottore, todas esas casas tienen el huerto y la cocina en la parte de atrás. No dan al sendero.

Montalbano colgó. La decepción que sintió lo sumió en un profundo cansancio.

– ¿Qué te parece si nos vamos a la cama?

– Sí -dijo Livia-, pero ¿por qué no me has dicho nada del secuestro?

«Porque no me has dejado espacio para ello», le entraron ganas de contestar, pero consiguió reprimirse a tiempo. Aquellas palabras habrían sido seguramente el principio de una feroz discusión. Se limitó a hacer un vago gesto con la mano.

– ¿Es cierto que te han apartado de la investigación, como ha dicho ese cornudo de Ragonese?

– Enhorabuena, Livia.

– ¿Por qué?

– Veo que te estás vigatizando. Llamar cornudo a alguien es típico de los aborígenes de la zona.

– Sin duda me lo has contagiado tú. Pero, dime, ¿es cierto que te han…?

– No exactamente. Tengo que colaborar con Minutolo. La investigación se la han encargado a él desde el principio. Yo estaba de baja.

– Háblame del secuestro mientras recojo la mesa.

El comisario le contó todo lo que había que contar. Livia parecía preocupada.

– Si finalmente piden rescate, cualquier otra suposición quedaría descartada, ¿no es así?

A ella también se le había ocurrido la posibilidad de que hubieran raptado a la chica para violarla. Montalbano habría querido decirle que la petición de rescate no excluía la violación, pero prefirió ahorrarle esa inquietud.

– Sí, claro. ¿Quieres ir tú primero al cuarto de baño?

– Muy bien.

Montalbano abrió la puerta cristalera de la galería y salió a fumarse un cigarrillo. La noche era tan serena como el sueño de un niño. Consiguió no pensar en Susanna, en el horror que supondría aquella noche para ella.

Al poco rato oyó un ruido procedente del interior, se dio la vuelta y se quedó petrificado. Livia estaba en el centro de la sala, desnuda y con un pequeño charco de agua a sus pies. Era obvio que había salido a medio duchar a causa de algo que acababa de pasarle por la cabeza. Estaba guapísima, pero Montalbano no se atrevió a moverse. Los ojos de Livia, convertidos en rendijas, eran una señal de tormenta inminente; después de tantos años de convivencia lo sabía muy bien.

– Tú… tú… -dijo ella, extendiendo el brazo y el dedo índice en gesto acusador.

– Yo ¿qué?

– ¿Cuándo te has enterado del secuestro?

– Esta mañana.

– ¿En la comisaría?

– No, antes.

– ¿Antes cuándo?

– Pero ¿cómo? ¿No te acuerdas?

– Quiero oírtelo decir.

– Cuando telefonearon y tú fuiste a preparar café. La primera vez era Catarella, pero no entendí ni jota, y después llamó Fazio para comunicarme la desaparición de la chica.

– ¿Y qué hiciste tú?

– Me duché y me vestí.

– ¡Pues no, grandísimo hipócrita! ¡Me tumbaste sobre la mesa de la cocina! ¡Monstruo! ¿Cómo se te ocurre hacer el amor mientras una pobre chica…?

– Trata de razonar. Cuando me llamaron, no conocía la gravedad…

– ¿Ves como tiene razón el periodista ése, como se llame, el que ha dicho que eres un inepto que no entiende nada? ¡No, peor! ¡Eres un bruto! ¡Un ser inmundo!

Se dio media vuelta, y el comisario oyó la llave del dormitorio. Se acercó y llamó a la puerta.

– Vamos, Livia, ¿no te parece que te estás pasando?

– No. Y esta noche dormirás en el sofá.

– ¡Es muy incómodo! ¡Vamos, Livia! ¡No podré pegar ojo!

No hubo respuesta. Entonces jugó la carta de la compasión.

– Seguramente volverá a dolerme la herida -dijo en tono lastimero.

– Peor para ti.

Sabía que no conseguiría hacerla cambiar de idea. Tendría que resignarse. Soltó una maldición en voz baja, y a modo de respuesta sonó el teléfono. Era Fazio.

– Pero ¿no te había dicho que te fueras a descansar?

– No he tenido ánimos para dejarlo, dottore.

– ¿Qué quieres?

– Acaban de llamar ahora mismo. El dottor Minutolo dice si puede usted acercarse un momento.

Salió disparado, y cuando se detuvo delante de la verja del chalet cayó en que no había avisado a Livia de su partida. A pesar de la pelea, debería haberlo hecho. Aunque sólo fuera con la simple finalidad de evitar otra pelea. A lo mejor ella pensaba que se había ido a dormir a un hotel como represalia. Paciencia.

Y ahora ¿cómo haría para que le abrieran? Miró a la luz de los faros. No había timbre ni portero automático, nada. Tendría que tocar el claxon, confiando en no despertar a todo el pueblo. Dio un tímido y rápido bocinazo y casi de inmediato vislumbró una figura masculina que salía de la casa con un manojo de llaves y un momento después abría la verja. Montalbano subió al coche y entró en el jardín. El hombre que había abierto se presentó.

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