Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– Soy Cario Mistretta.

El hermano médico tenía cincuenta y cinco años. Iba muy bien vestido y llevaba gafas de montura fina.

Era más bien bajito, de rostro sonrosado y lampiño, y tenía un poco de tripa. Parecía un obispo de paisano.

– Su compañero -continuó- me ha informado de la llamada de los secuestradores, y he venido corriendo porque Salvatore se encontraba mal.

– ¿Cómo está ahora?

– Confío en haberlo dejado en condiciones de dormir.

– ¿Y la señora?

El médico abrió los brazos sin contestar.

– ¿Aún no la han informado del…?

– No, no. Salvatore le ha dicho que Susanna se está examinando en Palermo. La verdad es que mi pobre cuñada no está muy lúcida. Tiene momentos de ausencia absoluta.

En el salón sólo estaban Fazio, adormilado en el sillón habitual, y Fifi Minutolo, fumando un cigarrillo en el otro. Por las ventanas abiertas de par en par entraba un punzante aire fresco.

– ¿Habéis conseguido averiguar el origen de la llamada? -fue lo primero que preguntó Montalbano.

– No. Fue demasiado corta -contestó Minutolo-. Escúchala y después hablamos.

– De acuerdo.

En cuanto percibió la presencia de Montalbano, Fazio, impulsado por una especie de reflejo instintivo, abrió los ojos y se levantó de un brinco.

– ¿Ya ha llegado, dottore? ¿Quiere oírlo? Siéntese en mi sillón.

Y sin esperar respuesta, puso en marcha la grabadora.

– ¿Diga? ¿Con quién hablo? Aquí casa Mistretta. ¿Con quién hablo?… ¿Con quién hablo?

– Presta atención sin interrumpir. La chica está aquí con nosotros y por ahora se encuentra bien. ¿Reconoces su voz?…

– Papá… papá… te lo ruego… ayuda…

– ¿La has oído? Prepara un montón de dinero. Te llamaré pasado mañana…

– ¿Oiga? ¿Oiga? ¿Oiga?

– Vuelve a pasarla desde el principio -dijo el comisario.

No le apetecía nada oír de nuevo la tremenda desesperación que se percibía en la voz de la chica, pero debía hacerlo. Por prudencia, se cubrió los ojos con una mano, pues temía sucumbir a un arrebato de emoción.

Al final de la segunda escucha, el doctor Mistretta salió al jardín con el rostro oculto entre las manos y los hombros sacudidos por el llanto.

Minutolo comentó:

– Quiere mucho a su sobrina. -Y después, mirando a Montalbano-: ¿Y bien?

– El mensaje es grabado. ¿Estás de acuerdo?

– Totalmente.

– La voz del hombre está falseada.

– En efecto.

– Hay como mínimo dos personas. La voz de Susanna está en segundo plano, un poco alejada de la grabadora. Cuando el tipo dice «¿Reconoces su voz?» transcurren unos segundos antes de que ella hable, el tiempo necesario para que el cómplice le baje la mordaza. Y después vuelve a ponérsela y le corta la palabra, que seguramente era «ayúdame». ¿Qué opinas?

– Que tal vez sea uno solo. Dice «¿Reconoces su voz?» y va a quitarle la mordaza.

– No es posible; en ese caso, tendría que haber una pausa más larga entre la pregunta y la voz de Susanna.

– De acuerdo. ¿Sabes una cosa?

– No, el experto eres tú.

– No están siguiendo la praxis habitual.

– Explícate mejor.

– Veamos. ¿Cómo se realizan habitualmente los secuestros? Hay unos peones, digamos el grupo B, que se encargan de llevarlo materialmente a cabo. Después el grupo B transfiere a la persona raptada al grupo C, es decir, a los encargados de ocultarla y custodiarla, otros peones de segunda categoría. En este punto intervienen los del grupo A, es decir, los cabecillas, los organizadores, que exigen un rescate. Para seguir todos estos pasos se necesita tiempo. Por eso la petición de rescate suele producirse unos días después del secuestro. Aquí, en cambio, sólo han transcurrido unas horas.

– Y eso ¿qué significa?

– A mi juicio, que los que han capturado a Susanna son los mismos que la mantienen prisionera y reclaman el rescate. Quizá no sea una gran organización, sino una de tipo familiar que tiende al ahorro de medios. Y si no son profesionales, todo se complica y se vuelve más peligroso para la muchacha. ¿Me explico?

– Perfectamente.

– Y eso significa también que no la esconden muy lejos. -Hizo una pausa para pensar-. Sin embargo, tampoco presenta las características de un secuestro-relámpago. En esos casos siempre piden el rescate de inmediato. No tienen tiempo que perder.

– ¿El hecho de que hayan dejado oír la voz de Susanna es normal? -preguntó Montalbano.

– No, no mucho -dijo Minutolo-. Suele ocurrir sólo en las películas. Únicamente en el caso de que la familia no quiera pagar, al cabo de un par de días hacen que el secuestrado escriba dos líneas. O bien les envían un trozo de oreja. Y ésas son las únicas formas de contacto entre la persona raptada y su familia.

– ¿Has observado cómo hablaba?

– ¿Cómo hablaba?

– En perfecto italiano. Sin inflexiones dialectales.

– Ya -dijo con aire pensativo.

– Y ahora ¿qué harás?

– ¿Qué quieres que haga? Llamar al jefe superior y comunicarle la novedad.

– Esta llamada me ha dejado más confuso que convencido -dijo Montalbano a modo de conclusión.

– También a mí.

– Por cierto, ¿por qué has permitido que Mistretta hablara con un periodista?

– Para revolver las aguas y acelerar el ritmo. No me hace gracia que una chica tan guapa permanezca demasiado tiempo a merced de tipos de esa calaña.

– ¿Le contarás a la prensa lo de la llamada?

– Ni soñarlo.

De momento, no había nada más. El comisario se acercó a Fazio, que se había quedado dormido otra vez, y lo sacudió por el hombro.

– Despierta, te acompañaré a casa.

Fazio intentó oponer una débil resistencia.

– ¿Y si hay alguna llamada importante?

– Vamos, hasta pasado mañana no volverán a dar señales de vida. ¿No lo has oído?

Tras haber dejado a Fazio, se dirigió a Marinella. Entró con sigilo, fue al cuarto de baño, regresó a la sala y se quedó mirando el sofá. Estaba demasiado cansado para ponerse a soltar maldiciones. Mientras se quitaba la camisa observó que la puerta del dormitorio estaba entornada. Por lo visto, Livia se había arrepentido de haberlo enviado al exilio. Fue de nuevo al cuarto de baño, terminó de quitarse la ropa, entró de puntillas en la habitación y se acostó. Al cabo de un rato se arrimó muy despacio a Livia, que dormía profundamente. Cerró los ojos y empezó a viajar de inmediato por el país de los sueños. Y de pronto, «clac». El resorte del tiempo se bloqueó. Sin necesidad de mirar el reloj supo que eran las tres horas, veintisiete minutos y cuarenta segundos. ¿Cuánto había dormido? Por suerte, volvió a dormirse enseguida.

Livia despertó hacia las siete de la mañana. Y Montalbano también. E hicieron las paces.

Delante de la comisaría lo esperaba Francesco Lipari, el novio de Susanna.

Sus ojeras denotaban nerviosismo y noches en blanco.

– Disculpe, comisario, pero esta mañana temprano telefoneó el padre de Susanna para contarme lo de la llamada…

– ¡Pero cómo! ¡Minutolo no quería que se supiera nada!

El muchacho se encogió de hombros.

– Bueno, pasa -dijo Montalbano-. Pero no le menciones a nadie lo de la llamada.

Al entrar, le advirtió a Catarella que no lo molestaran.

– ¿Tienes algo que decirme? -le preguntó al joven.

– Nada en particular, pero ayer se me olvidó una cosa. No sé hasta qué extremo puede ser importante…

– Todo puede ser importante.

– Cuando descubrí el ciclomotor no fui inmediatamente al chalet para avisar a su padre. Recorrí el sendero hasta Vigàta y luego volví por el mismo camino.

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