Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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– Hablaré entonces -escribió la vicepresidenta. -te estaré mirando -contestó la flecha. Julia se levantó. Quería preguntar: «¿…Y luego?». Lo deseaba con todas sus fuerzas, pero a la vez pensaba en esa intervención pública y se daba cuenta de que no se había decidido aún. Puedo olvidar todo esto ahora mismo, es como un sueño, nada me asegura que esté pasando. Puedo llegar el jueves a la sala de prensa y dirigir unas palabras emotivas a los periodistas en un nuevo ejercicio de serenidad. Si escribo «¿Y luego?», si intento concertar una cita con la flecha o simplemente le pregunto si cuando yo deje de ser vicepresidenta va a seguir conmigo, entonces sí estaría sellando un pacto, comprometiéndome de algún modo. No estoy segura, flecha. Aún no sé lo que haré.

– ¿Mañan…? -empezó a teclear despacio. Amaya preguntó al chico: «¿El jueves y se lo decimos?», Crisma asintió.

– lo siento -se adelantó la flecha-, mañana no puedo venir, el jueves, después de tu despedida.

– De acuerdo -escribió la vicepresidenta.

La flecha saludó y luego se quedó quieta. Frente al coche de Amaya, los árboles se recortaban con un morado oscuro, un tanto tenebroso, sobre el negro. Daba miedo pero al mismo tiempo el ánimo se atemperaba al ver esa oscuridad viviente, troncos en los que apoyarse, un mundo al otro lado, donde termina el alumbrado y empieza el bosque, lo salvaje, la otra orilla.

El miércoles la vicepresidenta llamó a Luciano para preguntar por la salud de Julia, y le contó que dentro de una hora el presidente anunciaría su destitución. Luciano se ofreció a ir a verla, pero ella le pidió que siguiera con Julia. Hoy tengo tanto trabajo, y esta noche necesitaré un poco de soledad, mañana hablamos. Se reunió con el jefe de gabinete del presidente y estuvieron cerrando asuntos, acordando relevos. Ernesto le proponía seguir una semana más después de que se hubiera dado a conocer la noticia, pero la vicepresidenta pidió irse antes. Aunque, por supuesto, estaría disponible para traspasos, explicaciones, etcétera, deseaba despedirse al día siguiente. Una ceremonia discreta, convocar a los periodistas que habían estado dando noticia de sus comparecencias todos esos años y despedirse con ellos y a través de ellos. Ernesto había asentido con lentitud, como sopesando hasta qué punto podía negarse y concluyendo que hasta ningún punto, negarle eso desencadenaría toda suerte de comentarios y rumores que la propia Julia podría alentar y no sin motivo. Media hora más tarde la vicepresidenta se reunió con su equipo, habló con emoción y más tranquilidad de la imaginada. Pasó la tarde respondiendo llamadas, ordenando papeles, recibiendo a algunas personas a quienes se sentía especialmente unida. Encargó a Mercedes la convocatoria de los periodistas y no quiso mirar la lista ni hacer suposiciones sobre quién tendría relación con la flecha. Quizá no fuera un periodista sino un cámara. Quizá no fuera un vínculo directo sino solo con un conocido que a su vez conociera a otra persona. Aquel día salió del edificio a la misma hora que todo el mundo, no quiso transmitir ninguna sensación de melancolía, de capitán que necesita despedirse de su propio barco. Porque el barco no era suyo. Y porque la procesión iba por dentro.

Pasó la noche casi en vela. Ensayó a mano, con un rotulador sobre un viejo cuaderno, varios caminos, formas distintas de despedirse, pero al ir a pasarlas a limpio la ausencia de todo movimiento de la flecha que no fuera causado por ella la llenaba de una pesadumbre desproporcionada. Hasta ahora nunca me habías dicho «no puedo venir», y parecía que no venías sino que estabas aquí, o que podías llevar nuestra conexión a cualquier parte. Parecía que cuando no estabas era porque habías decidido cerrar la comunicación, por elección y no por un «no puedo» que me habla de impedimentos o fragilidad, o de ambas cosas. A las dos intentó dormir, y puso el despertador a las seis, pues aún no había decidido lo que diría. Quizá durmió fragmentos de diez o quince minutos, ella tenía la impresión de que había ido siguiendo cada minuto en el reloj.

A las cinco y media, cansada pero muy despierta, decidió levantarse. Atisbo el portátil desde la puerta, esperando aún detectar un ruido, una actividad irregular, pero el ordenador dormía completamente apagado. No hacía nada de frío y sin embargo estiró el pijama como cuando de niña quería evitar que el abrigo le comiera la manga. Las mangas eran demasiado cortas y a duras penas llegaba a sujetarlas, de manera que no podría esconder las manos. Ya no lo necesito. Se dio una ducha, se vistió como si se tratara de un día cualquiera, con una ropa que se había puesto varias veces y que quizá se seguiría poniendo. Luego llevó una taza de café alta con asa a la mesa, sacó de nuevo el cuaderno y comenzó a escribir. Terminó a las ocho menos cuarto. No tenía tiempo para pasarlo al ordenador así que arrancó las dos hojas, las dobló en cuatro y las guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Cuando la ya ex vicepresidenta entró en la sala de prensa, no cabía un alma. Reconocía las caras de siempre, pero quizá esa mañana estaban todas, y también todo su equipo, y parte del personal no tan cercano. Avanzó entre las cámaras de vídeo y los fotógrafos, vio en varios asientos a personas con un portátil seguramente conectado y se sintió abrigada. Esta vez, a diferencia de muchas otras, no la acompañaba ningún ministro, ninguna autoridad española o extranjera. Subió al atril, sacó sus dos hojas dobladas y miró a la concurrencia durante unos segundos. Luego empezó a leer si bien se sabía el texto casi de memoria.

– Hoy, como cada día, os hablo porque soy, o he sido hasta hace unas horas, representante de la llamada voluntad popular. Dicen que los cambios tecnológicos, la red, contribuyen a que desaparezca la intimidad, pero más bien parece que es lo íntimo lo que gana terreno y es lo público lo que empieza a desaparecer. Es más fácil conocer los temores y gustos, las manías y sueños de un político que los verdaderos antecedentes y consecuencias de las decisiones públicas que toma. Incluso la inflación de transparencia que han supuesto los cables de Wikileaks se diría destinada a refrendar esta idea de que lo político es un acto privado donde las concesiones parecen personales. No entiendo por público el espacio de los focos y la cinta de inaugurar, sino aquel donde el respeto tiene su origen.

La vicepresidenta recorrió la sala con la mirada mientras por dentro se representaba el movimiento ligero de la flecha. Llevó luego los ojos al papel en busca de un refugio momentáneo, y continuó:

– En una conversación pública, entre el emisor y el receptor hay otra presencia, pero no de control y censura (nada más íntimo que la censura) sino la del esfuerzo que hace la vida por vivir. Esto que ahora voy a decirles quiero que sea palabra pública y también reconocimiento de que a menudo mis comparecencias fueron solo intimidad volcada, loor de transacciones.

Mientras bebía agua empezó a notar un revuelo leve en algunos asientos.

– Una vicepresidenta, como cualquier otro representante si no es ingenuo, y no muchos lo son, se pregunta a menudo cuánto vale en política el factor humano. Sabe que poco. Muy poco. ¿Debe una palabra como «traición» ser usada en política? ¿Traicionó Felipe González a los votantes que le habían dado un poder con mandato al usarlo para revertir, precisamente, las cláusulas del mandato y hacer lo contrario de lo que se le había pedido? ¿O fue González un instrumento, un hombre de paja a bordo de un tren que no puede salirse de las vías a no ser que descarrile y empiece un sistema distinto? ¿No es revelador que el único gesto verdaderamente significativo de un político occidental, el único momento en que parece mostrarse como individuo que se atiene a unos principios y no fluye en la corriente, sea la dimisión? ¿No dice esto que el rechazo sería el único espacio para el factor humano en nuestras democracias?

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