Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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Una vez en el escritorio ajeno abrió un documento nuevo. Le habría gustado tener una cita o un objeto para el riesgo que ella había tomado y que iba a conducirla a un punto donde él ya no podría llegar. Se dijo que entre la vida y la representación de la vida había algunos grados de separación. Quizá no tantos como en El maestro y Margarita, pero tampoco un ángulo nulo, inexistente, como en otras novelas leídas. Dos líneas muy próximas que, no obstante, avanzan separándose, una ventana que parece cerrada pero no lo está. Esa amplitud permite el giro o el batir de remos o de páginas, es la relación que media entre lo real y lo posible y mi asistencia, lo que quise darte. Cerró el documento sin guardarlo, no se quería retrasar y la suerte ya estaba echada. Salió del sistema operativo, pagó su tiempo y se fue.

Media hora antes la vicepresidenta había sido convocada a una reunión en el despacho del presidente. Era un lugar aséptico, el tresillo demasiado blanco, una foto institucional, un cuadro tan neutro que no existía. Solo el entorno de la mesa del presidente parecía albergar algo de vida, aunque muy poca, ni un bolígrafo mordido, ni un pequeño astronauta de plástico, ni un dibujo, ni siquiera una postal o una fotografía de un sitio al que quizá quisiera volver. En esta ocasión, además, el presidente la esperaba junto a la puerta y no avanzó hasta la mesa sino que le indicó con la mano el sofá cuadrado de las formalidades mientras él escogía el sillón.

– Julia, estás intentando volver al partido en mi contra.

– Presidente, trato de que se discuta lo que una vez dijiste que debía ser discutido.

– Pero ya no lo digo. ¿Quién crees que eres para provocarme? En este momento, además. Si de alguien no esperaba una jugada así, es de ti.

– No es una jugada. Es un intento de rectificación.

– Ya lo intentaste, te dije que no. Intento terminado. Ahora hay un nuevo plan.

– ¿Cómo?

– Una nacionalización parcial y temporal, si quieres llamarlo así. Una inyección de capital por parte nuestra.

La vicepresidenta, sin mostrar asombro, curiosidad, indignación, nada, con indiferencia, dijo:

– Han atropellado a Julia.

– ¿De qué Julia hablas, qué dices?

– Han atropellado a la mujer de Luciano. Le avisaron. No ha sido casual.

– ¿Cómo está ella?

– Viva, con varios huesos rotos pero viva.

– Denunciadlo. Es un gravísimo atentado contra el estado de derecho. Luego llamaré a Luciano. Pero no puedes jugar con el destino de una nación porque han atropellado a una amiga tuya. No puedes poner todavía más en peligro la estabilidad económica.

– Supongo que te refieres a poner en peligro la ¿inminente? privatización de las cajas. Tal vez no ves las cosas en el orden adecuado. ¿Con quién estás negociando cada día? ¿Con chantajistas, personas dispuestas a mancharse las manos de sangre de alguien que ni siquiera está directamente implicado?

– Siempre hemos sabido dónde estábamos. ¿Es que no hay sangre en reducir una ayuda, en repatriar emigrantes, en el presupuesto para el Ministerio de Educación? Te has arriesgado y te ha salido mal. Esta, como supongo que ya te imaginas, será nuestra última conversación aquí, de manera que dejemos los rodeos. ¿Qué te ha pasado? ¿Desde cuándo los huesos de nadie son más importantes que el cálculo constante a que estamos sometidos?

La vicepresidenta recostó la espalda en el sofá. Se había acabado. Debería estar sintiendo un mazazo y un nudo en la garganta, pero en cambio solo notaba la seguridad que da la tierra firme tras haber pasado mucho tiempo sobre una superficie inestable. Y si hay un más abajo, que lo haya. Esta vez no me da miedo.

– ¿Quieres saber lo que me ha pasado, o es una pregunta retórica?

El presidente debió de apreciar algo nuevo en la voz de Julia, algo que no se parecía a la dignidad impostada con que solían hablarle los destituidos. Se preguntó si quería saber. En realidad, no. No tenía ningún interés por cualquier argumento que la vicepresidenta fuese a darle. Pero le quedaba un resto de curiosidad por los motivos de la calma firme, que percibía en ella, esa calma en la que nunca había creído y que antecede a la tormenta, como si pudiera haber tormentas fuera del poder.

– Quiero saberlo -dijo.

– Estaba equivocada. No puedes dimitir. Puedes no presentarte en las próximas elecciones, pero para irse hay que tener una razón.

– ¿Y quién me obliga a quedarme?

– Te lo he dicho: no tienes un motivo para dimitir. No es verdad que estés haciendo ahora, debido a la crisis, una política alejada de tu ideología. No tienes ideología.

El presidente tomó aire con gesto cansino, como si fuera a contestar a un entrevistador, Julia se adelantó:

– Déjalo -dijo-. El buen talante, los derechos civiles a los que tú llamas sociales, etcétera: son barniz, aderezos.

– A algunas personas les va la vida en lo que tú llamas aderezos.

– Yo también he dicho esas palabras. Algunas personas serán más felices gracias a tus aderezos, de los que te desprendes con prisa en cuanto te sientes atacado, véase Igualdad. Pero no se trata de algunas personas. Se trata de para quiénes gobernamos, y para qué. La ideología es eso. A ti y a mí, y a Felipe y los demás, nos dieron las respuestas y las aceptamos.

El presidente se levantó. Se sentía inesperadamente ofendido y necesitaba devolver la ofensa.

– Me alegra -dijo dirigiéndose a la puerta- que hayas tenido esta caída del caballo justo ahora que te vas del poder.

La vicepresidenta no se levantó. Tampoco argumentó lo que habría sido fácil, su marcha del poder parecía consecuencia de la caída y no su causa. Se quedó sentada, mirando al presidente. La situación era violenta, él debía pedirle que se marchara o bien volver a sentarse como una rendición.

– Anunciaré tu destitución mañana miércoles, espero que el viernes haya concluido todo. Te habría perdonado cualquier cosa, Julia, pero que intentes movilizar al partido a mis espaldas, no.

– Estábamos contactando con sectores del partido abandonados o dormidos. No hemos tocado ni un concejal, ni un alcalde, ni el partido como aparato electoral, que es el único que veis.

El presidente le pareció ahora más afectado, no tanto por sus palabras, que no daba señal de haber oído, como por el gesto físico de abrir la puerta y dejar salir a alguien con quien acaso no volvería a hablar nunca. Y sin embargo, estaba mintiendo, mentía con total tranquilidad, el partido no era más que una excusa y ambos lo sabían. Al mirarlo de nuevo fue como si no hubiera nadie delante, solo señales de alguien que tal vez había estado ahí. Se levantó.

– Adiós, presidente. Me pondré de acuerdo con Ernesto para organizar mi salida.

Julia tendió la mano. La del presidente estaba fría, la suya quizá también. Se besaron cortésmente.

– Julia, espero que cuando todo esto pase, un día podamos hablar con tranquilidad.

– Claro -dijo Julia.

No crees en lo que dices, solo te imaginas que lo crees. Se preguntó cuántas veces las palabras que acababa de dirigir en silencio al presidente le habrían sido dirigidas a ella, en silencio, por otras personas.

El abogado esperó a Amaya fuera, junto al coche. Ella apenas se retrasó un par de minutos. Llevaba unos vaqueros, y una camiseta blanca con líneas azul marino dibujando lo que podía ser un camino o una carretera. No era una camiseta ceñida pero su silueta se adivinaba igual. Parecía más vulnerable en manga corta, la deseaba más.

– Perdona que te haya hecho venir -dijo.

– No me has hecho venir, y me ha gustado ver el local, las siglas.

– Pasamos primero por casa, ¿no? Salí demasiado deprisa, tendríamos que recopilar bien todas las pruebas.

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