Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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Ya en la calle sacó su móvil del bolsillo para conectarlo. Tenía dos llamadas perdidas de Amaya. Marcó su número y ella descolgó.

– Soy Eduardo.

– Un momento -susurró ella. Y luego, ya en voz alta-: Hola. Ha vuelto a llamarme, me ha amenazado. Creo que sí tenemos que denunciarle ya.

– ¿Dónde estás? Me acerco y nos vamos a comisaría.

– En el local de la organización. ¿Te acuerdas de la calle?

– Sí, sí que me acuerdo.

– Me queda una hora de reunión, pero si te viene mal pasar nos vemos donde digas.

– No, no me viene mal. En una hora estoy allí.

Entretanto, la vicepresidenta hablaba con Julia y con Luciano.

– ¿Has visto? -decía Julia, sentada en un sillón, con la pierna escayolada apoyada en un taburete y el periódico extendido sobre el regazo-. La corrupción de la Gürtel ni siquiera ha rozado la intención de voto a la derecha.

– Lo sé -contestó Julia desde una silla negra de patas metálicas-. Parece que los votantes piensan que los dos partidos mayoritarios son igual de corruptos, que lo único que cambia es a quién han descubierto.

Luciano, sentado en la cama, balanceaba las piernas mientras su cabeza iba de una Julia a otra.

– ¿Tú lo crees? -preguntó a la vicepresidenta.

– Quiero creer que nosotros somos menos corruptos, pero no puedo afirmar que no lo seamos. Y esa duda razonable también la tienen los votantes. De todas formas, la palabra no está bien, naturaliza el hecho. ¿Quién no se corrompe?, ¿el brazo de santa Teresa?

– Entonces, ¿cómo lo llamamos?

– Abuso de poder.

– ¿Y lo vuestro, temes que seguir adelante también sea abusar, de otra manera? -preguntó Julia.

– No. Hay quien está haciendo todo lo posible para que prosperen los procesos de conversión de cajas en bancos. Y también hay suficientes organizaciones que apoyarían el proceso inverso, en España y en Europa. Buscarlas, hablar con ellas, no es abuso de poder, es el ejercicio de la política.

– Pero hacerlo sin la autorización del presidente… -dijo Luciano.

En ese momento entró una celadora para preparar la cama de al lado. La vicepresidenta le pidió que esperase unos minutos si era posible. La celadora salió.

– No es a él a quien voy a desobedecer -dijo Julia-. Voy a buscar apoyos. Con los que ahora tenemos nunca nos dejarán reducir el poder de los bancos. Así que salgamos, y hagamos lo que sabíamos hacer: convertir el punto treinta del orden del día en algo sobre lo que hay que pronunciarse.

Julia dio a la vicepresidenta un bolígrafo.

– Toma, anda. Escribe algo en mi escayola.

Julia pensó un momento:

«¡Total por sus ojos negros…! -escribió, firmando luego-: Tocaya tuya y paquete de tu moto por vocación».

Julia Martín rió.

– «¡Qué importa que ande penando!» -dijo. Y luego-: A ver si nos aclaramos, Julia. No quiero que dejéis de intentar nada por mí. Pero tampoco quiero que te sientas obligada. Luciano está preocupado. Dice que se excedió cuando te llevó mi recado.

– Luciano me desafió, sí -sonrió la vicepresidenta-. Yo he aceptado el desafío. Pero no soy yo. Son las pequeñas empresas, sectores de los sindicatos y de las comunidades autónomas, personas dentro de la radio y televisión públicas, asociaciones europeas, los sectores convalecientes del partido que pueden tantear Helga y Luciano. Si vemos que son suficientes, podemos representarles porque es nuestro papel.

– Yo hablé con Helga anoche -dijo Luciano-. Dice que habría algunas agrupaciones interesadas. Ha encontrado la dejadez que esperábamos, pero también a veces una sensación de malestar crítica: personas que apoyarían cualquier medida que implique acción, irrumpir en el conflicto, ya sea las cajas, el plan especial contra el fraude que propusieron los inspectores de Hacienda, recuperar el control de las telecomunicaciones, algo.

– El plan de los inspectores, sí. Tengo clavado el día en que se acordó cambiarlo por unas cuantas medidas retóricas. -La vicepresidenta miró con discreción el reloj que siempre llevaba hacia abajo, la hebilla arriba y la esfera en el envés de la muñeca. Apenas disponía ya de un par de minutos-. ¿Qué dijo del atropello de Julia?

– Me preguntó qué pensaba yo -dijo Luciano-, «No saben lo que han hecho», le dije. «Nos han llevado al fondo, y desde ahí solo queda coger impulso.» Helga me llamó iluso, loco. De ti -y puso la mano sobre la escayola de Julia- dijo que eras «de una valentía rayana en la inconsciencia». Pero va a ayudarnos.

– ¿También se considera una ilusa? -preguntó la vicepresidenta.

– Dijo que hay cosas que solo se pueden conocer cuando se hacen.

– He necesitado veintidós años para llegar a rodearme de las personas adecuadas. Tengo tanto miedo de que os hagan algo otra vez…

– No lo harán. Ahora tratarán con el presidente directamente. Y por nosotros, descuida, por favor.

La vicepresidenta besó a Julia y apretó su mano. Luciano la acompañó a la puerta. No le dijo nada, solo movió las dos orejas a la vez, como había aprendido a hacer hacía años. Luego volvió a la habitación.

El abogado conducía en silencio. El local de la organización estaba al otro lado del río. Después de cruzarlo, aparcó el coche y salió a andar un rato. Había notado una vibración distinta en la voz de Amaya. No era solo preocupación o miedo sino un temblor parecido al que él trataba de ocultar cuando hablaba con ella. Amaya había empezado a reparar en él, Amaya le deseaba y él se preguntó si sabría pasar al primer plano, salir de la sombra y estar con ella. Encendió un pitillo, miraba el agua, no del todo turbia, del río. Tendré que contarte que fui yo quien envió al murciélago. Quería que me necesitaras, sí, pero no lo hice solo por eso. Fue la única manera que se me ocurrió para que oyeses mi advertencia, ese tipo puede no ser inofensivo, hay demasiada gente hecha polvo, han perdido el control, unos lo saben, otros ni siquiera se dan cuenta. Se dio la vuelta para ver pasar a un hombre en chándal, corriendo. A su izquierda dos grúas amarillas se movían despacio.

Echó a andar siguiendo el río. Os dejé colgados, Amaya. Dejé la organización, había tantas razones. Demasiadas razones suelen ser síntoma de otra cosa. Tú solo dijiste: «Creo que todavía puedo aprender algo aquí».

Al poco notó la vibración del móvil en el bolsillo. Era un número desconocido.

– Soy yo -dijo el chico-. ¿Puedes hablar?

– Sí, dime.

– No deberías usar estos aparatos. Así que te lo contaré como una historia. La de alguien que decidió ayudar a otra persona y dejó un mensaje. Joder, podías habérmelo dicho, me he pasado un montón de horas con ello.

– No exageres.

– ¿Por qué no me avisaste?

– Te habrías puesto más nervioso. Y ya sabes que yo prefiero el patio de butacas, los escenarios tienen demasiada luz.

– ¿Puedo verte? He quedado con nuestro amigo, el tipo al que vimos juntos. Pero antes me gustaría que hablásemos.

– ¿Has quedado hoy?

– Por la tarde, a última hora.

– Pásate por la casa de la chica que nos pidió ayuda por lo de las fotos.

– Sé quién es, pero ni idea de dónde vive.

– Te mando un correo a la segunda y te doy la dirección. No está lejos del bar que sabes. ¿A las tres?

– De acuerdo, gracias.

El abogado volvió al coche, el local de la organización estaba en una avenida grande, pero se internó por callejuelas buscando un cíber desde donde escribir al chico. Encontró un locutorio con solo cuatro ordenadores y todos ocupados. Esperó de pie hasta que una mujer mayor dejó uno libre. Mandó el correo desde una de sus direcciones de seguridad a «la segunda» del chico. Como aún tenía quince minutos, decidió entrar en el ordenador de la vicepresidenta. Nunca hablaban a esa hora, pero el tiempo vacío, el río, la inminencia de un encuentro distinto con Amaya, habían predispuesto su ánimo hacia un silencio que busca compañía.

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