Belén Gopegui - Acceso no autorizado

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Una historia de insólita confianza entre desconocidos que pone al descubierto la soledad y la violencia del poder en todas sus formas.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`(Mercedes Soriano, Historia de no, Alfaguara, 1989).
Así piensa el hacker que se infiltra en un ordenador ajeno con la intención construir una relación que salve a un amigo de las redes oscuras del tráfico de información confidencial.
`No hay fortaleza inexpugnable ni prisión que no contenga un defecto.`
Así piensa la vicepresidenta del gobierno, que todavía no ha perdido la esperanza en el cambio.
`No somos más que bolas de billar en un tablero que obe- dece siempre a la misma cascada de causas y efectos`, pero, en contadas ocasiones, una leve objeción o, incluso, una omisión puede cambiar el rumbo de las cosas. Nunca creeríamos que una persona normal pudiera estar `dispuesta a jugarse su expectativa de una vida razonable y no sobresaltada`, pero hay excepciones. Porque a veces la intensidad del deseo acaba con toda prudencia. A veces no podemos contener nuestras ganas de saber.

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La vicepresidenta abandonó la terraza. Tenía el portátil encendido.

– Necesito hablar contigo. Por favor.

– estoy aquí -replicó la flecha.

– No, aquí no estás. Aquí solo están mis manos, y palabras.

– yo soy estas palabras que vas viendo.

– Pero si pudiera verte la cara, estrechar tu mano, me ayudaría en lo que debo decidir.

– no puedes, yo soy un estado mental, las reglas detalladas de un hilo de pensamiento, soy yo quien te necesita.

– ¿Tú a mí?

– yo existo en ti, y sin ti desaparezco.

– No…

– ¿qué debes decidir?

– De acuerdo. Han atropellado a Julia, la mujer de Luciano. No ha sido casual. Antes llamaron a Luciano amenazándolo. Julia está ingresada en La Princesa. No tiene heridas graves.

– ¿te sientes culpable?

– ¿Qué más da? Puedes convencerme de que no lo soy, pero el hecho es que ha habido una relación entre nuestra iniciativa y los huesos rotos de Julia.

– una relación elegida por otros, por esos otros cuyos privilegios estás, precisamente, intentando limitar.

– Ya no. El presidente me ha ordenado que lo deje.

– vaya, la amenaza criminal y el poder instituido coinciden.

– Hoy me sobra la ironía. No sé qué debo hacer.

– ¿… te planteas desobedecer al presidente?

– Sí.

– amotinarte.

– En cierto modo, sí.

– ¿Luciano estaría dispuesto a amotinarse? creía que para él la disciplina era…

– ¿Sagrada? Sagrada no, aunque sí muy importante. Sin embargo, no tanto como mantener una zona no conquistada, una prueba de que existió el proyecto de una vida diferente. Además, no vamos a imponer ninguna medida, solo vamos a intentar que se discuta.

– tengo la impresión de que hay algo que no me estás contando.

La vicepresidenta echó hacia atrás la espalda, puso el brazo derecho en ángulo recto, y apoyó sobre la palma el codo del brazo izquierdo. No solía dejar que la vieran así, la mano en el cuello y un deje pensativo como si fueran a venir platillos por el aire, como si al acariciarse levemente la oreja pudiera ver una modificación pero no en el pasado, no solía acometerle el deseo nostálgico de haber tomado otro rumbo, lo que a veces, mientras se acariciaba el cuello con los dedos, sí veía era ese cambio rugiendo en el futuro inmediato, como si pudiera rectificarse lo que se sabe que pasará.

– Verás -escribió-, Luciano me ha desafiado. No solo con las palabras de Julia, también con las suyas y en su propio nombre. «Si no sigues adelante, nunca sabremos si fue por Julia o por miedo.»

– tenía otra idea de Luciano, más… moderada.

– Es moderado en lo accesorio. De todas formas, en su caso, desafiarme es un acto de generosidad,

– ¿me parece oír un reproche?

– ¿Hacia ti? Quizá. Aún no sé por qué quieres mi cobardía.

El abogado encendió un cigarrillo. Había aparcado en una calle de pequeños chalets, se oía un ruido de los aspersores regando la hierba en la oscuridad. Un arbusto de campanillas cubría la verja más cercana. Todo parecía idílico y sereno, a excepción, supuso, de la presencia de ese Mini viejo con las ventanillas abiertas y, en el asiento delantero del copiloto, un hombre de gesto adusto iluminado por las lámparas fluorescentes del monitor. ¿Por qué quiero tu cobardía? ¿Qué hace que se muevan las cosas, vicepresidenta? No siempre la fuerza está dentro, a veces unas palabras o un cuerpo nos llevan hasta el punto donde la flecha puede volar, lo llaman la suelta. Si pudiera llevarte hasta ahí…

– creo que ya te has decidido -escribió.

– Sí, voy a hacerlo. Y te necesitaré, no quiero poner al presidente entre la espada y la pared sino al partido entero, a lo que queda de él. Que ellos reclamen, que cualquier otro que viniera a sustituir al presidente se viera también en la necesidad de contar al partido y a los votantes por qué debe ceder, si cede, qué le obliga a abandonar una medida pedida por sus propios militantes. Mañana iré a ver a Julia, hablaré con Luciano, y decidiremos qué pasos dar.

– Bien -escribió el abogado. Y pensó: Si vas mañana al hospital puede que me encuentres ahí. Aunque no lo sepas.

TERCERA PARTE

El martes 27 de abril, Amaya se levantó después de una noche larga vigilando la fiebre de su hijo, a quien había traído a dormir a su cama. Era sábado pero tenía varios papeles que revisar, del trabajo y de la organización. A las nueve de la mañana se despertó Jacobo, fresco y alegre como si la noche hubiera sido una más. A las diez llegó su padre para recogerle. Acababan de irse cuando sonó el móvil. Segura de que se habían olvidado algo, Amaya dio al botón de responder sin mirar el número entrante.

– ¿Creías que me había olvidado de ti, guarra?

Amaya se sentó, alejó el aparato del oído, lo depositó sobre la mesa y se quedó mirándolo. Subió el volumen, entonces recordó que podía grabar la voz. Así lo hizo, palabras soeces, jadeos y una amenaza:

– Voy a ir a verte pronto. Prepárate para mí.

El hombre colgó. Tengo que ir a la policía. Amaya llamó a Eduardo, quien en ese momento tenía el móvil desconectado por encontrarse dentro del hospital de La Princesa sin ningún deseo de atraer la atención. Había logrado averiguar el número de habitación de Julia Martín, y permanecía refugiado en las escaleras con un periódico mientras esperaba la posible llegada de la vicepresidenta.

Amaya había aparcado el coche enfrente de casa, delante de una tienda, y se dirigió a él sin miedo cruzando la calle rodeada de gente. Condujo hasta el local de la organización, dos o tres veces miró por el retrovisor pero no le pareció que hubiera ningún coche detrás de ella.

A esa hora el escolta de la vicepresidenta subía por las escaleras del hospital de La Princesa e inspeccionaba los pasillos. El abogado había localizado una habitación con un paciente en la cama más próxima a la puerta. Se sentó junto a él, y saludó discretamente a las visitas que hablaban con el joven enfermo de la cama de al lado. Cuando vio asomarse por la puerta a un hombre con traje y corbata supo que había llegado el momento. El escolta se fue, el abogado esperó a que entrase en el ascensor y salió de la habitación. Pero no se dirigió a la de Julia sino que se quedó esperando a que la vicepresidenta subiera. Una familia de padre, madre y dos hijos esperaba con él. Cuando el ascensor se abrió sin Julia, dejó que la familia entrara e hizo un gesto como de haber olvidado algo. Siguió esperando. Al poco llegaron tres chicas jóvenes; luego un anciano de la mano de una mujer joven, por último un hombre con un pitillo apagado entre los dedos. Segundos después se abrió el ascensor y el abogado y la vicepresidenta quedaron frente a frente. Ella le miró sin verle, abstraída en sus pensamientos. Las tres chicas jóvenes que estaban hablando se callaron al reconocerla y se miraron entre sí. El silencio pareció despertar a la vicepresidenta. Salió del ascensor, saludó con amabilidad deliberada a las personas que tenía delante y sus ojos se detuvieron un segundo en los del abogado. El se limitó a asentir con la cabeza, en lo que podía ser un saludo pero también una confirmación.

La vicepresidenta avanzó en línea recta y el abogado se desvió muy ligeramente, de tal modo que los hombros de ambos se rozaron. Ella siguió andando, pensaba en las palabras que le diría a Julia Martín, y recordaba algo cálido, un contacto de su cuerpo con otro cuerpo, una mirada que había encontrado la suya momentos antes, justo cuando se abrieron las puertas del ascensor. Vio a lo lejos a Luciano, quien había salido de la habitación y la esperaba.

El abogado había pasado tres horas en el hospital para al final lograr un contacto de unos segundos, ahora se le acumulaban las tareas pero le gustaban esos segundos, hombro con hombro, vicepresidenta, confluencia de miradas, tú has mantenido la tuya sin parpadeo, sin nerviosismo, y yo he descansado mis ojos en ti.

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